3 de marzo de 2021.
Me van a
operar la rodilla. O eso estamos decidiendo. Si es buena idea operar. O si es
mejor dejar que se reabsorban por sí mismos esos dos centímetros de hueso fisurado
que están flotando en algún oscuro hueco intercondrial, en la bolsita de edema
en que mi rodilla se convirtió desde que se me dislocara, me resbalara y me la
golpeara el primero de febrero: ¡y qué mes tan molesto el que acabo de
atravesar, cargando el peso de mi cuerpo sobre la pierna izquierda, la de la
rodilla sana, y con la cintura y el cuello asimilando las cargas crecientes de
una tensión que no obedece únicamente al cuerpo decaído sino también al
nerviosismo emocional de no saber con certeza cuándo voy a poder volver a
bailar!
¿Una
operación de rodilla? Debería estar más agradecida de haber nacido en el
momento histórico en que nací. Hoy en día esos procedimientos son – para quien
tiene el privilegio dentro de la estructura social capitalista de acceder a
ellos y a los estudios que los preceden con relativa rapidez y facilidad –
repertorio básico para cualquier profesional que atravesó años de formación de
calidad en una facultad de medicina. La técnica moderna, en vez de alienarme en
esta ocasión, juega a mi favor. Y yo, que soy una aplicada estudiante de
historia y de a ratos fantaseo con la dicha y la calma que (según me imagino en
base a lo que leo y aprendo en los libros) tendría de haber nacido en tiempos
preindustriales, debo admitir que, en lo concerniente a lesiones de rodilla, no
tengo ningún tipo de queja: estoy contenta de estar acá, atravesando los
claroscuros de mi siglo veintiuno. La única realidad que me tocó en suerte, la
única que, con el cuerpo perecedero y sujeto a los más inmundos dolores, me fue
dado experimentar. ¡Denme la oportunidad de seguir usando mi rodilla como si
nada de esto hubiera pasado! Pero esto es fantaseo también: después de la
operación, seguirán los meses de reposo y de rehabilitación. Pero soy joven: mi
cuerpo está cumpliendo sus funciones vitales. Mi cuerpo está en la búsqueda de
su regeneración. Y no me resulta paradójico siquiera pensar que de todo esto
voy a salir fortalecida.
¡Mi mamá me
caga a pedos por llorar desconsoladamente! Un desconocido quiso aliviar mis
penas, cuando me oyó llorar en la calle. ¡Y sí, grité mientras lloraba, grité
como se debe llorar realmente: con gemidos de dolor, pensando que no hay
futuro, que no hay alternativas, que me quedé discapacitada para siempre, que
nunca más voy a bailar! (Sí: porque nada me da más miedo, ahora que conocí el
placer de bailar sin parar toda una noche, ahora que conocí lo mucho que me
gusta gozar de mi cuerpo en movimiento, no poder nunca más volver a hacerlo,
sintiendo la pena de haber sabido del goce y dándome el destino el más cruel de
sus giros al impedírmelo en un perverso cambio de guión existencial). Sin lugar
a dudas, lloré tanto por una nadería. Tan solo me van a operar. A mi mamá, hace
doce años ya, le hicieron un tratamiento de quimioterapia, y la operaron también
en el marco de ese tratamiento. Y sigue viva, y nunca más tuvo tumores, y si
bien quedan las marcas de aquellos sufrimientos su vida prosigue, y es plena, y
recompuso sus fuerzas después de semejante esfuerzo por sobreponerse a la
enfermedad. ¡Yo, con veintitrés años, llorar por una estúpida lesión de
rodilla! Sin embargo, ¿cómo negarlo? Hay, como escribiera Montaigne citando a
Ovidio, cierta voluptuosidad en llorar. Me gusta llorar. Encuentro una solución
a la falta de soluciones inmediatas al hacerlo: ¿qué más me queda hacer? ¿Por
qué me lo voy a impedir? Soy una exagerada sí. Pero cuando me siento mal
necesito largar las penas con un golpe de dramatismo plañidero. No quiero negar
lo que me pasa. Voy a largar esos llantos gritones de dolor acumulado, por
pensar que no voy a estar bien, y voy a pensar cosas cada vez más horribles,
así sigo llorando y cada vez lloro más potente. Entonces me doy cuenta de que
todo son ilusiones. “Vos tenés que estar bien”, me decía aquel desconocido que
intentaba consolarme, “si te van a operar es por tu bien”. Y: “tenés que tener
fe” (y yo pensando: “sí, seguro que después de este llanto voy a estar bien;
tan sólo que este es mi momento de estar mal, ¡déjenme disfrutar mi cápsula
momentánea de sentimientos horridos! ¡déjenme regodearme en la tristeza y en
este llanto desgarrador que forma parte de mi estrategia para sobrellevar esta
tragedia ósea, porque por más pequeña que sea no deja de resultarme una
tragedia! ¡déjenme eyacular todas las lágrimas en este apoteósico desierto
depresivo, y ya después no voy a tener que lidiar con ellas! Cuando quiera
estar bien voy a olvidarme de todo esto y a reconocer, calmadamente, que todo
va a salir bien, que nada de esto es tan grave como para ponerme a sufrir todos
los días, que las perspectivas a futuro de esta lastimadura son más favorables
de lo que mi asustada mente se imagina, etcétera).
Ahora tengo
todo ordenado como para seguir con mi vida y con mis asuntos hasta el día en
que me tajeen con un bisturí la rodilla. Mi movilidad es reducida, pero mi
espíritu (hoy elijo creer en los espíritus y en todas esas interioridades
invisibles que, por más inexistentes que sean me divierte analizar) está
inquieto. ¡Tengo hambre de conocimiento, como nunca antes lo tuve! Y, como
estoy preparando un final, final de historia moderna, lo siglos transicionales
del sistema productivo feudal a la moderna economía capitalista, es decir, los
orígenes de la industrialización y del trabajo asalariado que son el cimento
sobre el que se asientan las sociedades en que aparecimos, los humanos de mi
generación, mis coetáneos, al aquí y al ahora, mi apetito esta satisfecho en
dosis diaria de bibliografía esclarecedora. ¡Nuestro enrarecido presente
histórico del siglo XXI! Estudiar sus raíces me mantiene esperanzada: me
permite intuir, en las ranura del instante actual, las transformaciones
subrepticias que van a dar lugar a nuevos modelos de producción y de intercambio
que, como sucedió con la transición del feudalismo al capitalismo, son
imposibles de ser percibidas por quienes las están atravesando. Principalmente
porque esas transformaciones se despliegan en una duración, por decirlo a la
manera braudeliana, de largo aliento. ¡Que durante los siglos XI al XVIII se
dieran las condiciones específicas para la transformación sistémica de la gran
estructura humana es tan misterioso y, a la vez, tan necesario y preciso; tan
casual y, a la vez, tan anclado en causalidades que la mente, esa entidad
abstracta capaz de viajar en el tiempo, puede descifrar y esquematizar ordenadamente!
(Por supuesto, siempre se corre el riesgo de construir castillos de cartas a
partir de interpretaciones salvajes de datos erróneos que las sucesivas
investigaciones probablemente contraríen, derribando con la dura realidad
empírica aquellos castillos ilusorios de teorías abstractas, pero así es como
se construye el conocimiento científico). Pienso, sí, que en este extraño
momento también se están dando condiciones para que, dentro de un par de
siglos, se estudien las razones que inclinan el movimiento de nuestras
sociedades a modelos económicos que, para nosotres, contemporáneos de esos
cambios silenciosos e invisibles, sin inimaginables. Eso, por supuesto, si no
nos destruimos previamente, en el plazo de las siguientes décadas; es decir, si
hacemos algo por impedir la catástrofe ecológica que ya comenzó a involucrarnos
en una toma de conciencia sobre los efectos adversos del llamado progreso y de
la modernización capitalista, sí, esos mismos factores que me van a facilitar
la operación de mi rodilla. (Hay quienes afirman que si tomamos conciencia de
este desatino ecológico al que la dinámica del flujo global de capitales nos
conduce es, desgraciadamente para el proyecto civilizatorio humano, cuando sus
daños ya son irreversibles y la destrucción ya está asegurada. Yo solía pensar
esto. Pero me di cuenta de que nada nos obliga a pensar que las cosas tengan sí
o sí que ser así. Y si los cambios ya son irreversibles es cuestión de
domesticar esos cambios y, si la humanidad realmente quiere sobrevivir,
ejecutar el control de daños que sea necesario y exprimir al máximo sus
potencia de transformación por vías de la técnica y demostrando que, a pesar de
todo, el ser humano es el animal que se caracteriza por su inteligencia
desmedida, aunque las más de las veces la utilice para asesinar despiadadamente
y desolar cuanto paisaje hallen sus pies).
Me
encuentro, en el segundo tomo de El
moderno sistema mundo, de Wallerstein, en donde se describe la
estabilización y organización de la economía mundo capitalista durante el
período, tradicionalmente descrito como una crisis (pero que para este autor no
lo es en absoluto), de 1600 a 1750, con la siguiente definición, que me resulta
esclarecedora en este contexto de total confusión que nos tocó, como siempre digo,
“la suerte y la desgracia” de vivir:
“Las crisis
describirían, pues, esos raros momentos históricos en que los mecanismo de
compensación habituales dentro de un sistema social resultan tan ineficaces
desde el punto de vista de tantos y tan importantes actores sociales que
empieza a producirse una importante reestructuración de la economía (y no una
mera redistribución de las ventajas dentro del sistema), a cual es considerada
retrospectivamente como inevitable. Por supuesto, una determinada crisis no es
verdaderamente inevitable, pero la alternativa es un hundimiento del viejo
sistema de tal envergadura que muchos (¿la mayoría?) de los actores sociales
considerar que éste es mása traumático o desagradable que la revolución
estructura que se produce entonces...” (pp. 11 y 12).
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