domingo, 27 de diciembre de 2020

¿Qué ocupó mi mente en los últimos días?

 

Miscelánea de vida fresca.

25  / 27 de diciembre, 2020.

No puedo decir gran cosa de mis últimas semanas. No siento orgullo de ser una larva, de quedarme tirada en un sillón o en el piso mirando la pantalla de la pc, mirando un reality show de drag queens estadounidenses, mirando pasar fogonazos de luces, de destellos y brillos. La realidad, que se manifiesta intrusivamente en las dentelladas con que mi pensamiento corroe mi cuerpo (me sigo mordiendo las uñas y la piel de mis dedos sufre en consecuencia; y, si tengo este tipo de conductas que me complican en un círculo vicioso de autodestrucción, es porque soy una neurótica obsesiva que se bombardea la tarde con pensamientos cargados de ansiedad y que no puede pasar de largo un atardecer sin decirse: “acá estamos, desperdiciando la vida”) la realidad, en fin, es algo que desconozco profundamente, que me parece lejano, que se me aleja cada vez que establezco barreras, como “pararrayos contra la felicidad” (esto es un verso que forma parte de un poema que escribí hace ya años, pero hoy en día no creo que exista la felicidad), que son estructuras mentales de grilletes lingüísticos y trucos de la imaginación para atar mi ser en la preserverancia de la vanidad, de la falta de esfuerzo, de la vida desapasionada que creo que vivo, pero, ¡ay! algún día serás una persona emocionante, algún día te vas a destacar, algún día vas a salir de este tu letargo, tu largo sueño de la adultez temprana. Sí Lihuel, seguramente, algún día…



Mientras, los días pasan. Y la voracidad del tiempo corroe los fundamentos de mi ser atado a una personalidad aniñada, en peligro de llegar a los cuarenta años con la misma estaca de sufrimiento inútil clavada en los dos pies, sujetándome a una tierra desolada, tristísima, sobre la que ya ni me reconozco. Tengo miedo: entre otras cosas, de quedarme ciega, de contracturarme demasiado, de seguir viviendo una vida sin sentido. ¡Una vida sin sentido! Como si no deseara, día tras día, terminar con todo esto (pero ya sé que el suicidio no es una verdadera salida a mis problemas, y más sensato sería trabajarlos a partir de metas u objetivos realistas, introspección profunda y meditada – y no arrebatos de sinceridad hueca en inexistentes espacios digitales). Mañana, que voy a salir, una vez más, en lo que va desde que abandoné mi primer trabajo con un sueldo fijo, a buscar uno. Pienso, sí, con claridad en la mente y el pelo limpio y atado en un rodete, las mejillas bien afeitaditas, un pantalón de jean negro y una remera que no pase de largo mi cintura, salir a tirar currículums en heladerías, soñando con que de algún lado me llamen y me ofrezcan trabajar frente a un mostrador, sirviendo crema congelada (el producto de la violencia ejercida sobre millares de vacas que mes a mes se mueren en campos de concentración diseñado a la medida de nuestra razón especista) a personas cuyos rostros, al final del día, se difuminarán en mi memoria y contra quienes, seguramente, guarde un rencor escaso e incorrectamente dirigido, un rencor tonto, un rencor sin utilidad. Sin utilidad como ese mismo trabajo en el que necesito empeñar mi tiempo de vida para dejar de ser un trapo humano mantenido por su familia, que sabe lo que quiere pero que no se hace cargo de sus impulsos más fundamentales, que sabe lo que quiere pero todo le sale demasiada plata, demasiada plata, demasiado tiempo de vida desperdiciado en tareas absurdas a cambio de un salario…

¡Quiero fumar porro, nada más, coger con personas que el resto de la semana no me molesten! No: amar no, no quiero amar, ya no quiero sentir amor (ni siquiera por mí misma). Sólo quiero autodestruirme. Sentir placer y no amor. Placer, “que destruye todo lo que toca”, como señalaba Octavio Paz al hablar de la obra del Marqués de Sade. Placer: por el que he destruido mi propio cuerpo en la búsqueda masoquista de un cariño que no es cariño, sino escupitajos en la cara y una penetración anal que me desgarra por dentro pero que, al hacerme sentir poseída por un hombre, por lo que necesito sentir de un hombre como su fuerza viril estrellándose contra la esterilidad de mi recto, me genera un placer simbólico que está por encima del dolor y del sufrimiento físico que el propio sexo anal me produce. Sí: es al revés de cómo las cosas son enseñadas. Es al revés de la ternura; porque ya no me sirven los abrazos y los mimos, ni el dormir acompañada y el amanecer con alguien en una misma cama (¡con este calor hay que estar demente para desear semejante cosa!). Necesito besos babosos, besos horribles, que me muerdan, que me golpeen si cabe, que me cojan tan intensamente que solo bajo los efectos del alcohol pueda soportarlo sin emitir quejas y que al cojerme así se manifieste la burda y hueca representación de mis afectos elementales: que me lastimen porque al dejarme lastimar les hago sentir placer. Y yo solo quiero que esas personas de cuyos rostros y miradas luego no voy a querer acordarme pasen un buen rato conmigo. Aunque sea a costa de mi cuerpo.

Para eso, mi mente calcula, necesito porro. Para conseguir el porro tengo dos alternativas: comprarlo, pero es muy caro y ni siquiera vale la pena gastar tanta plata en algo que dura tan poco, por más placentero que sea, o cultivarlo yo misma. Pero cultivarlo yo misma supone una inversión y el dinero no se genera solo. Así me veo envuelta en la misma trama: necesito un trabajo y un sueldo fijo primero que nada. Después, acaso, todo ese trajín inservible de trabajar para el provecho de otras personas se recompense en mi propio provecho, a través de esta inversión (algo sensato, finalmente) que no solo es un imán automático de chongos, sino también algo que responde a mis metas más ansiadas (y las que siento más lejanas también): la autosuficiencia, la autogestión de mis asuntos.

Hay más, pero lo que está más acá de este punto es un proyecto que conlleva en sí un giro existencial en la trama angustiada de mis días. Necesito, entonces, invertir en pelucas, en maquillaje, en tacones de punta. Necesito aprender las lecciones necesarias para devenir una mujer travesti (y no hay nada que me incite más a abandonar esta estúpida vida en la que la gente me lee como un varón por los signos visibles de mi cuerpo, aquellos asuntos de los que ya he tenido la oportunidad de hablar). No puedo con las hormonas: estaría renunciando a lo que no quiero (y tampoco necesito) renunciar. Mis genitales, mis genitales que me hacen sentir placer y que son el placer que busco ver reflejado en un cuerpo con genitales afines a los míos. Mi replica. Mon sembable. Mi delicada cintura de varoncito. Mi pelo con el brillo del pelo de una persona que se acostumbró a transpirar descargas inmundas de testosterona. No quiero pisar un hospital, de ser posible, nunca más en mi vida. Pero necesito que sepan, en la calle, sea de día o por las noches, en donde sea que me encuentre, que ya no soy más un maldito hombre. Que ni siquiera soy un puto de mierda. Que no sé exactamente lo que soy. Pero que, sea lo que sea, me expresaría mucho mejor (por lo menos mucho mejor que ahora) si tuviera maquillaje cubriendo las facciones de mi rostro y una peluca. Que como una mujer travesti me sabría hacer, finalmente, respetar. Hacerme valer, de una vez y por todas, por lo que realmente soy: una aberración, una locura que no se quiere bienadaptar a las instituciones o a los medicamentes; un código demasiado abigarrado, imposible de decodificar. Hacerme valer como una mujer travesti sin operar y sin pensar siquiera en estrogenarse. O sí, pero por lo menos, no ahora, no en este instante.

No veo, por tanto, razones para extinguirme antes de tiempo, razones para terminar con mi vida. No veo, tampoco, un horizonte sólido a futuro en los términos colectivos de la sociedad que habito. Pero ese ya no es mi problema. ¿Cómo podría hacerme cargo de todas esas cosas? Sí: lo que se avecina es peor, claramente peor que lo que ya tenemos. Pero aprender a resistir al contexto de mierda es también una forma, al menos eso fue en mi vida, de endurecerse, o, más bien, encallecerse. Si a una le salen callos de tocar un instrumento eso no impide que se siga tocando; por el contrario, ellos dan cuenta de la experiencia acumulada en horas ininterrumpidas de música. Quisiera ver qué tan deforme está el dedo pulgar de un clarinetista profesional, que soporta durante horas la carga de medio kilo en función de habilitar la ligereza que requieren los otros dedos. Quisiera ver qué tan deforme y encallecido está mi pobre cerebro: porque lo sometí a estímulos tan fructíferos durante la adolescencia que ahora, a la luz de este presente en el que tengo que salir a tomar un cargo laboral extenuante y repetitivo, no me añaden nada. De poco sirve en un curriculum vitae admitir que leímos las más cultas novelas escritas por hombres y mujeres que fallecieron hace más de un siglo. Es una pena pero, realmente el placer que esas lecturas proporcionan es el placer de habitar en una realidad paralela, y esa realidad es una deformación profesional del cerebro y de la mente.


No quiero sonar a hueca. No quiero decir que preferiría ser una persona distinta, con una suma de experiencias distinta (aunque en realidad sí). Es muy tierno que yo a los veinte años aun quisiera dedicar mi tiempo libre a escribir. Es, después de todo, lo que estoy haciendo ahora. Pero sé, por lo menos a esta altura, que escribir no recompensa en términos que no sean el conocimiento de une misme adquirido gracias a la introspección – y por eso lo que ahora escribo es exclusivamente autobiográfico, aunque también hay indagaciones posibles sobre la oscuridad de mi mente que podría emprender escribiendo ficciones. Es decir, enmascarando mi ego, sublimando mis pulsiones en un carácter ficticio, en una creatura hija de mi imaginación.

Pero si quiero hacer drag y travestirme: ¿no sería yo misma, ahí, la hija de mi propia imaginación? ¿no encarnaría yo misma en el rol de un personaje lo que siempre quise ser y siempre me negué? Salir a la calle vestida de mujer: ser más que una crossdreser, ser, en suma, la totalidad indivisa que se enorgullece de aquello que en algún momento rechazó; es decir, la feminidad que existe y que conozco en mí. La feminidad…por más que también la feminidad (la feminidad como social y culturalmente la comprendemos) sea una trampa. ¿No lo veo, a diario, en los concursos de drag conducidos por una estadounidense que posee más dinero del que yo jamás voy a alcanzar a ver en mi vida entera, no lo veo, en las aspiraciones de sus talentosas concursantes, ser una mujer, no se esfuerzan horas por verse lo más fishy (femeninas) posible?

¡Y yo, que dejé de ser un hombre tampoco quiero ser ya una mujer, no, no una mujer en los estrictos términos definidos por la cultura! Por eso siempre lo digo: quisiera ser un margen, una monstruosidad, un enigma para la mirada paqui. No tengo metas de transición, y llevo transicionando desde junio sin haber efectuado sobre mi imagen corporal cambio alguno, de no ser por el arito que me hice en el labio (afortunadamente, gracias al uso de los tapabocas ya no voy a necesitar esconder mis piercings en las entrevistas laborales). ¡Sin cambiar más que de nombre y de actitudes frente a la vida y frente a las demás personas! ¿Pero no es la existencia humana una transición perpetua? ¿Existe, realmente, algo que no sea transicionar todos los días, todas las horas, mudar, mudar de pieles, de ideas, de amistades, de hábitats, de seguridades, de certezas? Bueno, dirán los defensores del inmovilismo absoluto, pero siempre algo permanece. ¡Algo! ¿Algo qué? ¿Los pelos de mi nariz? ¿El color de mis ojos? La inmovilidad absoluta, lo sabía Bossuet, equivale a la muerte. “Tu cambias”, decía Bossuet, “entonces eres mentira”. Y se respondía al instante: “Tu no cambias, ¡por lo tanto eres la muerte!”




Asociar el cambio a la mentira es natural, sin embargo. Yo misma cambié tanto que mi ser de los dieciocho años me parece una gran y estúpida mentira. En aquel momento yo despreciaba a las personas que se maquillaban; sí, lo digo de forma no irónica, despreciaba a esas mismas personas sobre cuyo modelo estoy diciendo ahora que me inspiro, aquellas personas en las que hoy quiero convertirme. Y mi argumento de aquellos años era: “usar maquillaje es instalar una capa de mentira, ocultar tu verdadero rostro, taparlo vanamente, como en un circo, esquivar la realidad por medios artificiales”. No faltaba que diga “medios artificiales proporcionados por el capitalismo y la industria de los cosméticos”. ¡Así de embarrada tenía la inteligencia a mis dieciocho años! Y, a todo esto, recuerden: estamos hablando de la misma adolescente neurótica que no sabía amar (pero hoy en día ya no creo en el amor); estamos hablando de la misma boba que se leía de corrido novelas enormes, con todo su pretencioso tiempo derramado en las páginas de los libros de la biblioteca de su barrio, con una bolsa enorme de ideas y confrontaciones teóricas conformada por nada más ni nada menos que su vanidad. Pero entonces llegaron los años de obtener el dinero propio, de trabajar, de madrugar de lunes a sábado, de preparar café, de ser infeliz de una nueva e insólita manera. ¡Los años de desear la muerte todos los días, de no tener aspiraciones, de sentirse un trapo! Y ahora, que ya no trabajo como trabajaba en aquel entonces y soy una mantenida, adivinen qué: me siento muchísimo peor. ¿Saldré de este hechizo cuando, por fin, con mi primer sueldo, encargue y me compre mi primera peluca? ¿O va a ser cuando borracha y fumando porro, con mis amistades, allá en Ensenada, el sudeste geográfico de mi espíritu (esto viene también de un verso de un poema que escribiera el año pasado y que acaso algún día comparta con ustedes, si es que hay alguien realmente leyendo estas líneas, un par de pupilas refocilándose en estas palabras sea por curiosidad o por mero placer de leerlas, de disfrutar la forma en que las conecto al darle forma a mis pensamientos), me ponga por primera vez tacones de punta y, con el maquillaje corrido, después de haber pasado la noche bailando, vea un amanecer contagiado de risas, un amanecer fresco y saludable, un retornar a la vida y entonces llegar a casa, sacarme el make up, colgar la peluca, fumar acaso otro porro y tirarme y volver a la breve y pequeña muerte que es el sueño? ¡Pasar de la vida a la muerte y de la muerte a la vida todas las noches, sin interrupción, mutar y florecer, transformarse, salir renovada de una terapia que ya rompió por completo con las palabras porque es una terapia de cuerpos y del movimiento, una terapia del baile! Como identidad femenina que soy también le recomiendo a los varones que se creen varones dos cosas esenciales: que hagan terapia, al menos una vez en la vida (yo estoy esperando tener un sueldo fijo para volver con mi psicoanalista por más que me cobre una guasada de plata por sesión, estoy en un momento de mi vida en el que realmente lo necesito) y que bailen, que bailen porque sí, porque se puede, porque es placentero, porque es la mejor forma de transpirar las penas.

¿Fui demasiado sincera esta ocasión? ¿Escribí de más? ¿Dije cosas absurdas? ¿Tiene sentido lo que digo? ¿Alguien acaso lo lee, alguien pierde su tiempo leyendo lo que publico en este blog? Lo único que necesito que sepan es: realmente, se los juro, no me pienso matar (aunque lo desee todos los días). En algún momento la vida va a volver a florecer. Pero, qué pasa: ¿Quién te dijo, estúpida, que iba a ser fácil?

 

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Sueño de la madrugada del 16 de diciembre de 2020.

Introducción. Con J. y B. visitamos una cárcel en un bosque iluminado por reflectores. Es que le fuimos a llevar una medicación al hermano de B. (¿está bajo algún tipo de diagnóstico psiquiátrico?).

Antes de eso. Yo pasé meses o años viviendo en el bosque. En un momento fui un ave, y vivía en un nido junto a otros pájaros blancos. Pero me echaron del árbol por ser humana; y, aún antes de eso – estábamos en Chile, pero la ciudad era definitivamente La Plata, en donde vivo desde hace 23 años – me bajo del bondi sobre lo que sería la rambla de 32 (a la altura de avenida 7) y saludo y abrazo a un rapero con el que venía viajando. Un loco con una porción de la ceja rapada me ve y me amenaza con un encendedor: me quiere prender fuego (por marica). Y es ahí que comienzo a caminar (hacia el oeste) y me adentro en el bosque donde viví un tiempo con las aves. Después de que me bajara del árbol y abandonara el nido, tengo recuerdos muy difuminados de haber pasado hambre y, vagando por cualquier lado, veía mi rostro cadavérico y con rastros de sangre, como si pudiera ver el interior, es decir, la carne y los huesos que la piel recubren.

Canopus

La cárcel, el bosque, las estrellas. A todo esto, seguimos en Chile. Vemos, al lado de la cárcel (que es como una muralla de piedra frente al bosque) un barrio privado, con departamentos y alambres de puas. Pero no es un barrio de gente adinerada, sino de trabajadores; parecen más bien departamentos dúplex, una vecindad con un portón compartido. En esa ocasión lo único que anoté es que bardeamos al gobierno chileno. Subimos las escaleras de la cárcel para darle la medicación al hermano de B. (al cual vemos hecho trizas, envuelto en una camisa de fuerza). Entonces me doy cuenta, con muchísimo asombro, de que en el cielo las estrellas se ven nítidas y de una manera que, por supuesto, nunca vi despierta (pero si en una ocasión y en otro sueño que tuve en 2018). Lo más parecido que puedo anotar de mis recuerdos, en relación a ver un cielo despejado y repleto de estrellas, son las noches que pasé en el monte, en las inmediaciones de Capilla del Monte y en el Rio Quilpo, a 12 kilómetros de San Marcos de la Sierra. Bajamos de la fortaleza-cárcel. Con J. nos disponemos a prender un fueguito en el bosque – pero toda la madera está húmeda y se dificulta. Hay cuadernos y porta útiles: pienso en agarrar tijeras y sacapuntas. Ahora las estrellas no se ven porque hay reflectores, pero llega un momento en que vuelvo a verlas perfectamente. Le explico a I. (un amigo de mi infancia y adolescencia con quien ya no hablo) sobre Sirio (mientras se la señalo) y sobre Canopus (hace un par de días le explicaba a una amiga que Sirio y Canopus son, después del sol, la segunda y la tercera estrella que con más luminosidad se perciben desde nuestro planeta; le mostraba ambas estrellas a eso de las diez de la noche y le explicaba que verlas juntas en el cielo es un privilegio de vivir en el hemisferio sur, porque Canopus no se ve en el norte: de ahí la siguiente parte del sueño en la que hablo sobre exactamente lo mismo). El cielo se ve tan hermoso que me lleva a una reflexión: “allá, en el cielo, lo que estamos viendo es un espacio real, que efectivamente es posible ir hasta allá atravesando ese espacio” - entonces me giro  y veo las estrellas del otro lado del cielo – “o hasta allá”.

Se hace de día, hay una escena confusa en la que nos tenemos que ir del bosque, que ahora está en un predio. Tiramos billetes fuera de los muros y salimos a buscarlos (¿?). Salen animales a cazarnos. Retrocedí en el tiempo.

Mi mamá. En este momento, mi vieja acaba de mudarse a una casa nueva (totalmente "ficticia") con mi papá, soy un chico joven (aun no transicioné ni cuestioné mi identidad de género). Esto es también, lo sé por las decisiones del montaje y la forma en la que la cámara enfoca los rostros de una señora y de su hija que aparecen en primer plano, una película de Pier Paolo Pasolini. La señora canta acompañándose con una guitarra. Su hija tiene los labios muy gruesos (demasiado gruesos) y pintados de rojo. Me pregunta a mí qué hago y le digo: “nada, pelotudeo todo el día, tengo ganas de matarme” (se lo digo, a la vez, de muy mala manera mientras cruzo el pasillo en el que estamos casi sin mirarla y dándole a entender que me cae mal y que no quiero saber nada de ella). No obstante, ahora tengo miedo de que al escuchar eso mi vieja comprenda que realmente quiero suicidarme.

Voy a su habitación, hay un desorden de cosas, sobre todo ropa, zapatos; voy a donde está la cama y veo libros de texto, los del colegio (como si ella estuviera chequeando que es lo que me enseñan en clases). Pienso: “claro, esta mujer aun lee” (porque soy consciente de que retrocedí en el tiempo, y de que en ese momento mi mamá todavía conservaba hábitos que hoy en día ya no frecuenta). Entonces descubro también otra cosa: aun es posible cambiar mis actitudes frente a ciertos hechos que llegarían en los años siguientes: la separación y la ruptura del vínculo entre mis xadres, etc. Despierto...


Interpretación. El sueño se me presenta como una figuración de las etapas en las que segmento mi vida. Visualicé así escenas que son una relación del paso del tiempo, y de como el paso del tiempo me vio crecer a una adultez en la que llegué a conocer una serie de inclemencias y situaciones problemáticas. El sueño comienza reflejando aspectos de mi vida adulta a través de las siguientes figuras:

 1) El rapero: en los últimos años conocí amistades, en Ensenada, que me introdujeron a la cultura hip hop y que producen y escriben canciones de rap. En ellas la cuestión social es una temática que se suele abordar de una manera que, cuando yo salí de un colegio católico y privado a los 18 años, aun no era capaz de concebir. Considero, por tanto, que en esos encuentros y en esas amistades, así como en la interiorización y la comprensión de los mensajes de las letras de esas canciones que ahora escucho, hubo una expansión de mi conciencia, una posibilidad de ver situaciones ante las que era indiferente o insensible.

2) Un loco me amenaza con un encendedor: desde los 18 años empecé a salir a la calle vestida de forma tal que la gente pudiera percibir mi disidencia sexual. En ese contexto, me acostumbré a recibir amenazas, a ser hostigada, a que me apedreen con baldosas rotas, etc. Hace poco escuché desde el balcón de mi casa, a la madrugada, a unos pibes en bicicleta gritarme "cerra la ventana putooo, vamos a entrar a hacerte la cola, pedazo de raro". A raíz de esto pensé: "no suelo darle bola a estos comentarios, los paso por alto considerando que solo son chistes, pero en realidad un día voy a salir de casa y me van a prender fuego". Por eso en el sueño el encendedor y su chispa representan este tipo de amenazas.

3) Los pájaros, el nido y el vagar por el bosque con la cara despellajada: esto se relaciona con una fábula que escribí a los veinte años, después de terminar una relación con una persona que "amé" muchísimo pero a la que herí por razones que se relacionan con mi neurosis de aquellos años y mi ceguera moral (por fortuna ya no creo en ese concepto del amor). Considerar que los pájaros son blancos: hay ahí una idea de la pureza, y de un estado idílico en el que te alimentan, y no es una preocupación el conseguir la propia comida. Cuando soy echada del nido vago por el bosque y en ese vagar hay una lastimadura, una herida relacionada con las inclemencias de la naturaleza y a todo lo que estamos expuestes por poseer un cuerpo de animal; ahora bien, esto también es una materialización onírica de algunas de las ideas que Hermann Hesse desarrolló en su novela Narciso y Goldmundo, en la que su protagonista adquiere libertad al vagabundear sin rumbo, a pesar de que en ese vagabundeo, por así decirlo, se le va la vida. (Pero la vida se trata de eso).

4) El barrio cercado por alambres de puas: vivo ahora en un departamento en el que la inmobiliaria decidió poner, penosa e inútilmente, un símil alambrado de puas entre sus balcones (lo que es ridículo en relación a la nula protección que ofrecen, además de ser, en mi consideración, totalmente innecesario). Mi opinión es que la civilización nos ofrece el pagar por una pequeña cárcel en la que habitar junto a nuestros miedos. Y eso está en contacto con la idea del gobierno: es el Estado el que nos sujeta a vidas de aislamiento y de soledad, a una individualidad cada más acuciante (aunque esto tiene que ver con qué tipo de vida une lleva, pues se pueden plantear formas de existencia comunitaria aun en el marco de una pequeña tribu conformada por amistades políticas, con un eje en el compartir no solo momentos, sino en una reciprocidad tanto de los afectos como de otro tipo de aspectos materiales de la vida como forma de relación social). No es casual que en el sueño frente a la cárcel como una muralla de piedras, en contigüidad (metonimia) exista otra cárcel: la cárcel de un barrio cercado, una vivienda que es más el alquiler gustoso de una celda que cualquier otra cosa.

5) La locura del hermano de mi amiga: otro punto relacionado con crecer y descubrir la dura realidad de las cosas humanas está en contacto con observar de frente la pérdida de la razón y los caminos oficiales para enjaular a quienes dejan de tener asidero con la realidad racional a la que nos tienen sujetades. La cárcel para destruir y "hacer trizas" al hermano de una amiga (a quien mi mente capaz seleccionó porque de adolescente nos enteramos que sufría una enfermedad, aunque no recuerdo precisamente si un diagnóstico psiquiátrico) es, también, una figura de la cárcel a la que yo misma me sujeto, o el miedo a perder la cordura, o, precisamente, a ser demasiada cuerda y, por esos límites mentales, no desarrollar mi verdadero potencial.


Pero frente a este demencial recorrido por las galerías del sufrimiento adulto se contrapone una experiencia de lo sublime, que es una experiencia de la libertad alcanzada en la contemplación extasiada de este universo que, como en un pantallazo, se nos dio la oportunidad de habitar en nuestras vidas efímeras de forma consciente. Frente al sufrimiento que supone el paso del tiempo, surge la admiración de la extensión, del espacio abierto, del mundo que nos es dado recorrer. Y esa observación que hago con respecto a las estrellas lejanas es, precisamente, una observación de la libertad: "yo hoy estoy acá, pero los lugares que veo en un mapa son reales, y puedo ir y recorrerlos". Es, así, la contemplación de un fenómeno de la naturaleza (las estrellas) lo que me remite a una experiencia de abandono de la cultura oficial a la que ya he referido: mi viaje a la provincia de Córdoba junto a mis amistades. Una sensación de liberación que se obtiene tan solo viajando. Así, se lo explico a un amigo de la infancia. La presencia de otra persona en el sueño (J.) tiene que ver con la posibilidad de conocer la localidad en la que vive y, así, salir de "mi pequeña burbuja", expandir mi realidad.

Finalmente, hay, después de una escena confusa en la que asocio animales con billetes (un símbolo de la alienación de la vida moderna) (ya sabemos que en los papeles devaluados de hoy en día ya no figuran próceres sino cualquier clase de fauna) un retorno en el tiempo a una época previa, a una época en la que todavía no salí del nido. Pero en ese retorno yo no perdí el conocimiento y la sabiduría adquirida a través del dolor de la vida adulta: por eso es que manifiesto que me quiero matar, y que preferiría la muerte. En ese retorno, veo, desde la experiencia, qué actitudes podría cambiar en mi pasado para que mi porvenir sea más provechoso; hay, así, una figura de la reencarnación, una idea de que repetimos una y otra vez nuestras vidas hasta que aprendemos, de una vez y por todas, la lección fundamental...


sábado, 12 de diciembre de 2020

De una madrugada

 

8 de dicembre, 2020.

Me pregunto qué recuerdos de hoy van a quedarse y cuáles van a evaporarse. Me pregunto, una vez más, por la memoria. Algunos, como el siguiente, son, lamentablemente, indelebles.




Ayer volvía a casa caminando por la avenida 520 pasada la meadianoche. Una cuadra antes de llegar giro la cabeza y veo a dos wachines en bicicleta. Seguí caminando y en la esquina uno de ellos se adelanta, frena en frente de mí y me empuja con su cuerpo. Entonces comprendo que me van a robar: veo como me apunta con un caño. Mientras le doy la mochila, al costado, frena el otro pibe y, mirando al que sostiene el arma a los ojos, le entrego también la billetera. No miro el arma: sólo busqué su mirada. ¿Es imprudente mirar a un chorro a los ojos? Pero me encontré a mi misma en el reflejo de aquella persona que me amenazaba. Me imaginé, al llegar a casa, que en ese momento exacto de nuestras vidas nos cruzamos y que lo que protagonizó nuestro encuentro fue un acto extorsivo, una amenaza de muerte o de herida de bala a cambio de seiscientos pesos, un celular y una mochila rota. Me imaginé, secretamente, que mi vida era la contracara de la suya, y que en esa polaridad yo ya había vivido su vida o que en algún momento iría a vivirla. Entonces se repetiría ese encuentro pero desde la perspectiva contraria: todo lo que él no supo de mí (cosas, después de todo, intrascendentes, ¿qué interés puede tener un chorro con respecto a los asuntos de aquelles a quien roba? De hecho, mientras menos sepa mejor, porque así más fácil se hace su tarea) se complementaría con todo lo que yo no sé de él, empezando por su nombre y sus orígenes. Porque el entrecruce de nuestras existencias fue un pantallazo casual, un breve mirar por la ventana de una realidad ajena, a partir del cual él se aprovecho de mi insensata caminata nocturna y, sacando provecho de mi bienestar material, de todo aquello que yo poseo porque tuve muchísimas posibilidades que él no, asumió la posibilidad y la oportunidad de despojarme y de cubrir así, con plata fácil, alguna de sus carencias (y aunque eso sea a través de la droga, pero esto a mí ya me resulta ignoto porque lo que yo sé de él es absolutamente nulo y, por lo tanto, solo puedo imaginar en qué va a ir a parar esa plata a través de hipótesis fundamentadas en mis prejuicios).

Vuelvo a pensar en el momento en que respondí a un impulso primario y despojado de cualquier clase de miedos. Vuelvo a pensar en los dos o tres segundos en que busqué su mirada y, traspasando el primer plano visual del fierro apuntando hacia mi rostro, fui al fondo de un par de pupilas que me urgían por debajo de un piruso. Jamás voy a comprender la subjetividad de quien en una calle desolada te increpa con palabras cargadas de bronca para que le entregues lo que sea que llevas puesto. Entre el universo cultural de pretensiones y abundancia en el que me crié y la marginalidad de la cultura oficial que él y su compañero seguramente atravesaron desde que por primera vez una mirada blanca los identificara como negros cabeza y de ahí en adelante los estigmatizara por nada más que la apariencia de sus caras existe un abismo. Y ese abismo es tan desolador, tan infranqueable que intentar siquiera tender un puente me resulta hoy en día una ingenuidad. Sin embargo, en dos o tres segundos de contacto visual yo vi lo que hay más allá de mis seguridades económicas y de mi buena o mala fe ideológica: vi, en el portador de un arma que aseguraba dispararme en caso de que se me ocurriera oponer resistencia, a un adolescente educado a base de gritos y golpizas, menospreciado por las instituciones educativas del estado, quizás semianalfabeto. Vi a una persona enteramente arrojada a un margen del cual a mí me hablaban siempre a través de libros y películas, pero cuyos rigores nunca tuve que enfrentar con la integridad de mi cuerpo y de mi mente. Supe, por lo tanto, que enojarme era más que imposible: era absurdo. ¿Enojarme con quién, contra qué, por qué motivo? Si se trata de perder lo que en mi tiempo de trabajo costaría reponer lo que en ese instante me fue arrebatado: ¿Cuánto tardaría? ¿Dos semanas, un mes? En cambio, a ellos dos: ¿Quién les devolvería lo que nunca tuvieron? ¿Quién les iba a plantear una alternativa? ¿De qué forma obtendrían tanto dinero en tan poco tiempo? (Literalmente, menos de un minuto en una actividad riesgosa, pero fructífera).

Venía esa noche de bailar en la vereda de diagonal 76, donde queda un bar llamado Pura Vida. Mi prima cumplía dos años como DJ y lo festejó con todas las personas que desde un primer momento bancaron su iniciativa y la acompañamos en cualquier clase de eventos e instancias laborales. Habíamos fumado ese porro exquisito que no es fruto del tráfico ilegal sino de la cosecha propia. Y bailado tanto y tan sentidamente que, frente a la timidez de los cuerpos quietos, podríamos habernos desencajado de la risa porque vivíamos en América del Sur y, como dice la canción de Milton Nascimiento, acá no se precisa de la timidez. En un momento me dije que ya era tarde para volver, y fui caminando por siete hasta que, en un momento, me dije también que era tarde para seguir caminando y decidí esperar un micro. Yo, que esa noche sólo había fumado y que no sentí la necesidad de tomar ni un sorbo de alcohol (a veces se baila mucho mejor tomando solamente agua) vi a las juventudes bebiendo cerveza en locales ridículos y ventilando sus vidas privadas en las galerías inhumanas del centro de una ciudad arruinada en el marco de una civilización decadente. Me sentía superior a todes elles porque pensaba que la edad otorga sabiduría. Y, muy vanamente, pensaba que yo conocía bien mis calles, que nunca iban a robarme. Más tarde esa noche, entregadísima frente a dos extraños oportunistas, caminando sola entrada la madrugada, me tuve que recordar a mí misma que los palos de la vida también dan sabiduría. En mi travesía por la noche platense fueron dos menores de edad los que, conocedores de un arte mucho más triste y más sangriento que cualquier otro que yo vaya a aprender en mi existencia, vinieron a demostrarme que no es necesariamente la edad sino la necesidad lo que te enseña a valerte por tus propios medios, sobre todo en condiciones de vida pésimas y a través de esas actividades censuradas y que ameritan oleadas de punitivismo clasista, actividades en las que nadie de mis círculos sociales querría incurrir pero que al final del día también constituyen un trabajo, un trabajo realizado por quienes están armados y ya no tienen nada que perder en esta sociedad que nos empuja, con una insistencia cada vez mayor, a sacarnos las tripas, a perdernos de vista, a odiarnos en silencio, a morir de miedos imaginarios. Pero yo nunca pude tenerle miedo a caminar sola en la calle y de noche. Mi ingenuidad frente a los delitos espontáneos es parte, también, de lo que yo reivindico como la libertad de ir a donde quiera en el momento que quiera. Por supuesto que hay zonas de la ciudad que jamás pisaría sola y de noche. Claro: entre esas zonas no incluyo a mi barrio. Y fue en la esquina de mi propia casa en donde me hallé desprevenida. Porque venía relajada después de horas bailando y fumando. Venía con una tranquilidad de la mente y una apetencia, que es cada vez más y más irrefrenable, de intensidad, de saturar los límites de todo lo que está más allá de mi imaginación. La naturalidad con la que me dejé robar fue una condición provista por el porro: entregarme, sin chistar (apenas crucé palabra con el chorro más que para explicarle que el celular estaba dentro de la mochila, y eso porque me lo preguntó) a lo que tiene que ser porque frente a la amenaza de un fierro no hay más alternativas razonables que la aquiescencia. Dejarme manipular por dos personas que supieron con tan solo verme lo regalada que estaba. Y, en ese aceptar las condiciones de la noche, de la soledad de las calles, del silencio y de la marginalidad, aceptar que las cosas que poseo son solo un disfraz, una demostración más de lo efímero, que es el hábito propio de todo cuanto existe. Porque estaba fumada supe al instante lo que tenía que hacer; porque estaba fumada, entonces, a la orden de “date vuelta y corré”, giré, apuré el paso y, un instante después, me volví a girar y terminé el camino hasta mi casa con total normalidad, como si no hubiera pasado nada, mientras ya al fondo de la avenida se perdían esas dos siluetas en bici que se llevaban lo que hasta ese momento yo tenía, excepto mi ropa y mis llaves. Y porque estaba fumada sentí el impulso, la necesidad, la locura incluso, de mirarlo directo a los ojos, pero sin delatar nada en mi mirada, salvo, quizás, curiosidad. Como no tenía miedo (porque sabía que en ningún caso me iba a disparar porque yo no iba a darle razones para eso) y como ni siquiera hice gesto o ruido alguno que expresara una contradicción interna, una pesadumbre de tener que entregar lo que hasta ese instante era mío y entonces dejaba de serlo, como no podía, tampoco, sentir temor por dos adolescentes aunque uno de ellos estuviera armado, me sentí esa noche estoica, valiente y creí estar curada de espanto. Pero, en realidad, quedé shockeada y en un estado de vulnerabilidad psicológica que, cuando hoy me desperté y salí a la calle, me condicionó a ver cualquier amenaza infundada en la piel de los desconocidos. En sueños reviví el delito, ese mal trago. No sabía lo tanto que esto me había afectado hasta que no lo reviví en sueños.