viernes, 30 de octubre de 2020

Koyaanisqatsi

28 de octubre, 2020. 23:21 hs.

Se dejó caer en un colchón constituido de pensamientos espesos. El mate era un cuenco de calabaza que despedía vapor. La bombilla de color dorado asomaba sobre el teclado de la laptop sobre la que reponía el material lingüístico en que sus pensamientos flotaban. Materializaba la sustancia de su mente. Un colchón de pensamientos espesos, densos, pesados, de color apagado, morado oscuro o bordó como un vino tinto. Su mente. Sus frágiles ideas que no carecían de sentido, no, aunque ella las consideraba el fruto del delirio. Y del sueño que su vida era (“y el sueño que es mi vida desde que yo nací”, recordó el verso de aquel desesperanzado soneto de aquel desesperanzado nicaragüense que había fallecido por complicaciones de la cirrosis). A la izquierda el termo, a la derecha el mate. En medio, el soporte digital que plasmaba la materialización de la sustancia de su mente. “Es hora”, se dijo, “a escribir”.


Escribir, como siempre, sobre la nada misma en que sus días transcurría. Como una sucesión de horas en las que aturdida por el estrépito de los camiones que sacudían la 520 desde la madrugada hasta que se fundía la luz en el cielo hacia el oeste no hacía otra cosa que no fuera comer la comida de siempre (el arroz integral y las lentejas, el repollo, la zanahoria, el apio y el hinojo, el aceite de oliva y el vinagre de manzana) mientras estudiaba, por intermedio también de la computadora, la bibliografía recomendada por las cátedras de la facultad que aquel año, el año de la peste, se había trasladado a los recintos virtuales sostenidos por la señal de red y que eran aulas virtuales en las que nadie participaba por vergüenza o por puro desinterés. ¿Sería ella la única loca que todavía tenía ganas de debatir por videollamada? ¿No sería demasiado lujo de hija de profesionales hablar de la primavera de los pueblos de 1848 en una reunión de zoom? ¿Y qué pensarían quienes sostenían sus economías domésticas con la escasez de recursos disponibles en esa coyuntura si ella les contara el interés con que había preparado el día anterior y esa mañana la clase en la que comentaron la toma de la fábrica de algodón Yarur por sus trabajadores en el Santiago de Chile revolucionario del año 71 y el proceso histórico de la Guatemala del siglo XX, un país en donde el ejército, siguiendo las pautas de la doctrina de seguridad nacional y los métodos propios de la guerra sucia anticomunista, es decir, el terrorismo de estado, procedió en defensa del capitalismo y del espíritu de occidente al genocidio étnico y a la quema de más de 600 aldeas indígenas? Sólo hubiera deseado no haber sido la única en participar en esa clase que la informó de experiencias históricas de las que apenas tenía noción hasta ese momento…pero, también, ¿quién estaba a la altura de esas circunstancias? ¿Quién no estaba extenuade y harte de la facultad virtual? Todo era, sin dudas, un caso aparte, un lapsus (que perduraba ya por siete meses) de la cotidianidad, un tormento al que, de todas formas, nos habíamos súper acostumbrado. Porque la costumbre hace al humano, ¿no es así?


Y si no, de todas formas, ¿qué más daba? La realidad se difuminaba en los contornos de esas pantallas y la quemadura por ellas producida carcomía los ojos de la misma forma que carcomía las capacidades del pensamiento. ¡Quién tenía ganas de pensar, con tanto estímulo distractivo, con tanto entretenimiento, con tanto espejismo oculto en un código html! Bueno: era la realidad que nos tocaba habitar. Y siendo lo único existente, la negación de todas las alternativas que a lo largo de la historia fueron propuestas en favor de un recorrido único que era la realidad capitalista hipermoderna tal cual la conocían, lo que es, la pura y ontológica verdad, en fin, el plano en el que la existencia estaba transcurriendo, no quedaba otra cosa que no fuera decir: “henos acá, conformémonos con algo, deseemos mínimamente sobrevivir otro día o, siquiera, intentar pasar un día sin pensar en el suicidio, hagamos de tripa el corazón y disfrutemos lo que está a nuestro alcance disfrutar”. “De todas formas la muerte ya está pactada”. “Y cuando renazcamos en el siglo XXII todo esto sólo será un mal sueño”.

Había soñado esa madrugada un sueño que se permitió olvidar de puro espanto. Y no había sido una pesadilla, no en los términos estrictos en que ella definía a las pesadillas: un nudo de angustia condensada en el descontrol de la conciencia onírica, un despertar con la espalda transpirada y la sensación de la muerte, del espanto y del miedo absoluto hecha escalofrío en la medula dorsal. No era una de esas pesadillas lo que la había atosigado esa noche, pesadillas de aquellas en las que era perseguida por una banda de matones en la calle o veía como un rayo hacía reventar en pedacitos sanguinolentos el cuerpo de un hombre moreno al que habían crucificado. Era una manifestación muchísimo más serena y reposada de su mente la que se le había representado esta vez en sus horas nocturnas. Pero no por eso era menos triste. La imagen que se había grabado con mayor fuerza en su memoria era la de un horizonte crepuscular y anaranjado, un naranja intenso, pleno, del penúltimo instante del atardecer. Sobre ese fondo se erguían plataformas petroleras que resonaban a carcoma como grúas oxidadas en medio del océano, como instalaciones dispuestas en un muelle sobre el agua contaminada con el objetivo de pinchar a fondo el subsuelo marítimo y extraer de ahí el hidrocarburo. El acero de los torreones abandonados y de los andamios obsoletos permanecía anclado ahí para siempre e ilustraba la seña representativa de un momento ido y pasado de la historia: el siglo XXI. Ese momento era su presente y en el sueño lo veía como algo propio del pasado, un fenómeno roto, ajeno y extinto de la misma manera en que para ella el siglo XX, aquel en cuya última década ella había encarnado en la galaxia de la cultura, era una realidad inexistente, desaparecida, un pasado roto, ajeno y extinto. En su historia de vida no llegó a presenciar de forma consciente el siglo XX y para la realidad de su cuerpo y de su mente proyectadas sobre el ahí y el ahora del siglo XXI, el siglo inmediatamente anterior al que ahora habitaba era una estructura vestigial que proyectaba una sombra, una sombra equiparable a la cirrosis que consumió la vida de aquel eximio poeta nicaragüense, una maldad invocada en los aparatos sucios, en los automotores desvencijados, en las arrugas de los ancianos, en las estaciones de servicio abandonadas, en las fotos que retrataban a Augusto Pinochet, a Margaret Thatcher o a Bhagwan Rajneesh. Pero ahora en su sueño había visto algo mucho más horrible: era el siglo XXI el que, a la luz del futuro, representaba un vestigio del pasado. Era el peso de su legado el que se difuminaba sobre un tiempo venidero al que ella pudo acceder a través de la figuración onírica. Y en ese tiempo venidero ella habitaba en un gueto y para entrar y salir de ahí se embarraba la planta de los pies descalzos, y no dormía en una cama sino sobre el suelo arropada en una manta. Los muchachos jugaban al futbol y cuando ella pasaba cerca de ellos la empujaban con sus cuerpos lumpenproletarios. Y sobre el horizonte, a lo lejos, sobre el fondo naranja del atardecer y sobre el agua contaminada, se erguía una plataforma petrolífera oxidada, un andamiaje de herrumbre, una melancólica carcasa de metal a la vista de una población empobrecida que habitaba en casas hechas de chapa. No había soñado una pesadilla pero su imaginación era sobresaliente cuando de idear realidades trastocadas por el espanto se trataba.


Capadocia, actual Turquía.

Ese día, además de la clase virtual, había ido a la casa de su viejo a buscar ropa, un cuaderno y un dildo y un lubricante anal que no había tenido el tiempo de trasladar a su nueva vivienda alquilada sobre la 520. De paso, aprovechó y se llevó unos garbanzos congelados, unos canelones de verdura, el mate de calabaza en el que ahora estaba bebiendo, una efigie artesanal hecha de material reciclado que representaba a San La Muerte y una balde de pintura pintado de rojo y convertido en macetón en el que con la primavera estaban renaciendo, desde sus raíces y después de que el invierno las matara, unas plantitas de menta. En los meses que se había alejado de su viejo no había tomado noción de lo desmejorado que estaba. Y no era una evidencia corporal, a pesar de sus casi setenta años y de haber padecido coronavirus hacía unos meses, del que se había recuperado sin la necesidad de una internación; era, más bien, un desmejoramiento anímico, psíquico, una inconsistencia y una fragilidad en los gestos, en las palabras, en la manera de expresarse y de dirigirle la palabra que eran, ya definitivamente, los gestos, las palabras y las maneras de expresarse propias de un anciano. Pensó en Eneas cargando a su padre. Tuvo miedo, una vez más en su vida, tuvo miedo. La televisión prendida en esa enorme casa que era hábitat solitario de aquel hombre con el que ella no sentía ya ningún tipo de afecto mostraba imágenes de la toma de tierras en Guernica. Se imaginó la cantidad de temores absurdos que los medios de comunicación infundían en él día a día. Y se sintió libre de no tener que cohabitar ya con ese sujeto. Se sintió liberada, a su vez, de la responsabilidad de tener que cuidarlo en algún momento. Habría forjado, de forma definitiva, su independencia económica para ese momento probablemente no muy lejano. Ya no lo necesitaría para nada. Sus medio hermanos, hijos de ese hombre pero de otra madre, se encargarían de él, porque ellos tenían más de treinta y cinco años y ella apenas veintidós. No le importaba que le recriminasen una ausencia. La familia no estaba hecha a la medida de sus aspiraciones. No le importaba la familia. Todo se desvanecía, el mundo que ella en algún momento había conocido, el mundo en el que la habían educado, era un mundo desaparecido, un mundo vestigial, un mundo propio del siglo XX. “Nos parecemos más a nuestro tiempo que a nuestros xadres”, como decía el refrán. La espiral del tiempo aceleraba sus picaduras. La sombra de las generaciones antiguas se esfumaba en el río de la historia, ese río que iba a desaguar en el lago de la memoria. El presente quedaba en la dirección contraria.



¿Qué había pasado por su cabeza la noche anterior, antes de irse a dormir? Retomó su cuaderno y encontró aquel texto, inspirado por la prosa surrealista de Ramón Gómez de la Serna (no dejaba de ser una pobre imitadora del estilo pero, ¿no era cierto también que sabía imprimirle una impronta propia a su prosa hija del delirio?). Era hora, ya, antes de irse a dormir de nuevo, de transcribirlo.

 

Lo que escribió en su cuaderno la noche antes de soñar con la plataforma petrolífera.

 28 de octubre, 2020. 01:00 a.m.

 

Unas palabras sobre la excepcionalidad del momento histórico presente.

 

Comprendemos hoy, a dos décadas de iniciado el siglo, que estamos viviendo la era más excepcional que la civilización conoció. Estos no son los tiempos de relativa calma de las antiguas culturas andinas que hicieron de Tihuanaco (y más tarde, de Cuzco) el eje sagrado que equilibraba el arriba con el abajo, el norte y el sur, el amanecer y el atardecer, la sierra y la costa, el cielo y la tierra. Estos no son los tres milenios de civilización faraónica sobre el curso inferior del río Nilo, milenios en donde la riada anual y la fuerza de trabajo de las aldeas campesinas facilitaban la cosecha ubérrima del trigo y en los cuales la vía láctea debía aun verse por las noches sin la ayuda de un telescopio. Vivimos años tan escalofriantes y asombrosos que las contradictorias sensaciones que nos atraviesan las palabras apenas logran reflejarlas. Pero descreemos ya de la palabra escrita y nos motivamos a grabar nuestra voz con el fin de hacerla perdurar: ¡nunca antes las voces de los seres humanos tuvieron la facilidad de llegar a oídos cuyos dueños habitan en continentes distantes así como la facilidad para quedar archivadas imperecederamente! No le debemos nada a los libros y los vemos como un ajeno campo del dominio que las generaciones pasadas ejercieron sobre la nuestra, que es la más lastimada y a la vez la más contestataria de cuantas generaciones han existido. Ahora todo está desvelado, no hay naturaleza oculta que descubrir (tal como lo intuyeron los filósofos del pasado siglo). ¡Todo está descubierto y, si bien quedan misterios aun por resolver frente las limitaciones del lenguaje con que el humano piensa al universo al pensarse en él, el contraste, cuando nos comparamos con los quechuas que aun vivían libres del yugo hispanoparlante y los egipcios que no supieron nunca del nombre de cristo, es brutal!

Vivir el acá y el ahora – y estar dispuesta a contarlo con palabras puestas por escrito – es símbolo de una valentía que no tengo razones suficientes como para seguir escondiéndola: es una valentía tal la de esta hazaña que me propongo – hablar, en mis propios términos, sobre la excepcionalidad de atestiguar el momento presente – que, a la vista de las empresas bélicas y marítimas del pasado reciente, aunque suene a vanidad, es aun más extenuante. Porque requiere estudiar tanto la historia – ese pasado que se imprime en las características y las determinaciones de la gran combinación entre cámara de torturas y vergel hedonista pleno de drogas de diseño que supone habitar este misérrimo y a la vez glorioso siglo XXI – que ante la mera formulación de la hoja de ruta mis ojos, fusilados por leer en pantalla textos digitales, reclaman que me detenga, que me abandone en el instante y me entretenga con lo que sea que halle al alcance, sea, por ejemplo, un video pornográfico que sirva para acariciar mis genitales o la contemplación extasiada de la colonia de moscas, arañitas y larvas de no sé qué clase de insecto que prolifera en la maceta en la que crece una planta gomero. El presente es alucinante pero por culpa de este leviatán embriagante que es la sociedad moderna (basta pensar en lo barato que es comprar alcohol) podemos llegar a olvidarnos – y olvidarlo todos los días es un requisito necesario para que no nos rebelemos y destruyamos el estado, acribillando a todes sus gobernantes – que el presente es también un ámbito atroz habitado por quimeras que se alimentan de carne humana, que inducen la desnutrición, que nos chupan las ganas de vivir. Querer contarles, con la lengua saboreando una saliva que no es la mía, lo mucho que me gusta que me escupan: lo mucho que me gusta habitar este presente sucio y lo mucho que me conflictúa el imaginar que hace cien años siquiera éramos un poco más felices y el campo olía distinto y la palma de la mano acariciaba los pezones (con lo que quiero referirme a las tetillas de los cuerpos biocodificados como masculinos) con una delicadeza que hoy se pierde en el acto voraz de no experimentar el tacto del cuerpo entero cada vez que cojemos, porque nos concentramos en jugar a que el que eyacula primero gana.

¡Sangre derramada para la constitución del imperio!

La tierra se derrite, los rostros del salvador hipotético se desfiguran en una maraña de genocidios, de obscenas violaciones a la dignidad humana. Cuerpos atravesados por lanzas que son rayos de la luz de una pantalla, ciudades enormes en las que la vida es un artificio y suponer que no nos enferma el agua de la cañería que dócilmente bebemos, un truco de la próxima campaña presidencial para mantenernos engañades. ¡Y cuidado con los ciclotímicos arrebatos de ternura seguidos de una ira tan precoz como mal encaminada! Para destruirlo todo, ¿no sería más sencillo destruirse a une misme? La luna, sólo la luna permanece igual que hace cien mil años.




Sobre la insurrección popular en los procesos revolucionarios de la independencia hispanoamericana

Palabras liminares: reproduzco por acá la redacción de un parcial que me pidieron para la cátedra de historia americana de los siglos XIX y XX de la FaHCE (UNLP). Si lo comparto es por dos razones: la primera de ellas, porque espero que le sirva de modelo y de guía a toda persona que se interese por estas temáticas o que este en esa encrucijada de tener que responder una pregunta de parcial en tono académico sin encontrar la inspiración suficiente o una idea precisa de cómo se deben responder este tipo de consignas (en todo caso, sepan que también ofrezco ayuda personalizada en la realización de tareas, parciales, trabajos prácticos y también para la preparación de finales, motivo por el cual pueden consultarme y mandarme la bibliografía que estén trabajando al mail lihuelsankari@gmail.com) porque, si vamos al caso, nadie te enseña debidamente a escribir en "tono académico" y la facultad termina siendo un espacio súper excluyente en relación a sus exigencias y a las constricciones impuestas por las instituciones encargadas de la producción del conocimiento oficial, como si el hecho de que la universidad fuera pública estuviera garantizado en la posibilidad de que todos accedan a ella cuando en realidad, una universidad sería realmente pública si cualquier persona pudiera enseñar en ella, y no sólo un docente con un título de grado y una jerarquía dentro de la institución; y, la segunda razón, porque el parcial que yo entrego a la cátedra es trabajo que yo realizo en mi provecho, en la capacidad que yo tengo de sintetizar debates o problemas relacionados con el campo de estudio de la historia y, siendo mi trabajo, no es algo que envío al docente y que queda ahí olvidado para siempre, sino que es algo que me costó horas de lectura y de escritura y que elijo compartir y difundir, porque reconozco lo que mi trabajo vale, y la facultad no es dueña de este, ni su emisor privilegiado...

(Consigna: ¿Cuáles son para los autores [Gabriel Di Meglio y Eric Van Young] las motivaciones que impulsaron la participación popular en el período revolucionario? ¿Qué implicancias tiene la escala [se refiere al carácter localizado de la participación, es decir, las influencias del contexto regional] en dichas explicaciones? ¿Qué posiciones esgrimen sobre la autonomía o heteronomía de la movilización popular?)


Los siguientes párrafos son un resumen de algunas lecturas sobre la problemática histórica e historiográfica que interroga por las características y las motivaciones de la participación de los sectores populares hispanoamericanos en los diversos procesos políticos definidos como revolucionarios que, a partir de la década de 1810, desencadenarán la independencia de nacionalidades incipientes en el ámbito territorial conformado por los (ex) virreinatos y capitanías de la Corona española en América.  

Considero, tras la lectura de la bibliografía sugerida por la cátedra, que la contextualización de dichos procesos independentistas es fundamental para comprender la especificidad regional de las formas de participación adoptadas por los grupos subalternos de principios del siglo XIX. Fue a partir de las conclusiones del artículo en que Di Meglio[1] aborda estas temáticas que relacioné la existencia de un factor general desencadenante para comprender los alzamientos populares que en las distintas regiones de Hispanoamérica acompañaron al cuestionamiento estructural del sistema de gobierno. En un primer lugar voy a describir la significación de la coyuntura crítica que comportó la invasión de la península ibérica por el ejército napoleónico y las abdicaciones de los monarcas borbónicos al trono de España y su relación con la inclusión de las masas en la participación política del período revolucionario hispanoamericano. Una vez analizada esta causa general de la politización y participación popular procedo a expandir el desarrollo de la problemática a escala local, analizando las especificidades regionales y las motivaciones particulares de los distintos grupos subalternos.  

 Con contextualización me refiero, por lo tanto, a la crisis política de la monarquía española tal como fue enfatizada en la obra de François-Xavier Guerra[2]. Ella tuvo como consecuencia la actualización de un debate público concerniente a la representación política de los americanos en el contexto de acefalía que se dio a conocer luego de la divulgación de las noticias de las abdicaciones de Bayona y de la formación de una Junta de gobierno provisoria en Sevilla. Frente a la posibilidad de participación de representantes americanos en la Junta lo que se inaugura es la discusión, en los términos modernos derivados del proceso revolucionario francés, concerniente a la nación y a si quienes la constituyen son individuos proclamados como iguales en detrimento de las jerarquías estamentales o relacionadas con otro tipo de privilegios, como por ejemplo, aquellos concedidos por la posesión de sangre europea y codificados por medio del color de la piel. ¿Qué sentido comporta, dadas las transformaciones culturales de principios del siglo XIX, la noción de soberanía? ¿Quiénes y de qué modo la ejercen? Un segundo eje de discusión en los años fundamentales previos a la constitución de las primeras juntas locales de gobierno en las dependencias americanas de España fue, frente a la desigualdad en el trato y en el número de los representantes de los reinos indianos expresada en la convocatoria de la Junta Central de 1809, la problematización tanto del vínculo político e institucional que unía a dichas dependencias con la metrópoli como la de los vínculos sociales establecidos al interior de ellas y que marcaban una separación estatutaria entre españoles peninsulares y criollos[3].


Ahora bien, contemplar la idea de que existe en la crisis política de la estructura del gobierno monárquico español un aglutinante global que permite pensar la movilización de los sectores populares, según lo plantea Gabriel Di Meglio al señalar los límites de la perspectiva eurocentrada[4] que regla la interpretación del proceso realizada por el autor francés, no contradice las siguientes afirmaciones: que, en primer lugar, hubo también en el repertorio de acción y el imaginario populares una herencia proporcionada por experiencias surgidas en América durante el siglo XVIII y que impugnaron el status quo de la sociedad colonial, conllevando así la transformación, según la conceptualización de Koselleck, de los “horizontes de expectativas”[5] de los actores sociales que estamos abordando; así es que deberíamos sumar a los ya mencionados debates públicos suscitados por la divulgación del pensamiento europeo ilustrado (en lo tocante al ejercicio de la soberanía y a la igualdad política, por ejemplo) acontecimientos con gran peso simbólico como la insurrección andina de la década de 1780, la independencia de los Estados Unidos y, crucial para las identidades negras y los esclavos, la revolución haitiana de 1791[6], lo que nos lleva directamente a considerar que, en segundo lugar, por más que el desencadenante de la participación popular responda a una crisis política generalizada, lo cierto es que tanto las motivaciones específicas que permiten comprender el posicionamiento de los sectores subalternos frente a las lógicas del funcionamiento político y económico y de las divisiones sociales presentes en las diversas regiones del extenso dominio español en América como las de su participación en los movimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios del período deben ser analizadas, sostiene Di Meglio, a escala local. Porque es a escala local que, frente al vacío de poder, “desde 1809 se politizaron tensiones previas” y afloraron conflictividades latentes (sociales, étnicas, relacionadas con la propiedad de la tierra, etc.) y tradiciones de lucha que permiten comprender, si bien no todos los casos de participación popular, precisa el autor, sí una gran parte de ellos[7].

Habiendo hecho las precisiones correspondientes a la interacción entre desencadenante causal general y motivaciones específicas de la participación de los sectores populares, resta reseñar las conclusiones extraídas de la evidencia empírica que Van Young[8] trabajó para el caso novohispano y así profundizar en el sentido de lo que implica pensar “tensiones  previas” y “conflictividades latentes” en relación a esta problemática. La situación de un caso de participación popular me permitirá establecer conclusiones provisorias con respecto al interrogante referido a la autonomía o la heteronomía de las movilizaciones.

Voy a dedicar unas líneas, entonces, a las apreciaciones de Eric Van Young sobre la participación del pueblo llano en el decenio revolucionario del actual México. En su investigación planteó tres elementos constitutivos, relegados en la construcción del proceso elaborada por cierta historiografía, que guiaron y definieron las pautas de la actuación popular durante la insurgencia posterior al colapso de la legitimidad del gobierno hispánico monárquico; así, bajo la figura de una “geografía moral” de la insurrección popular mexicana constató que 1) por debajo de la elite criolla y dirigente del proceso independentista una amplia mayoría de sus actuantes eran oriundos de comunidades de identidad preeminentemente indígena y que, actuando en la circunscripción territorial de sus poblaciones (“campanilismo”), no concebían su participación política en dirección a la forja de una entidad nacional mexicana o de una “comunidad imaginada” que conectase sus intereses con los de los otros sectores de las demás regiones del virreinato, que 2) como modalidad recurrente de sus intervenciones se ejercía un tipo de “violencia pública colectiva” orientada contra los agentes propios del orden colonial, administradores blancos, “terratenientes no indígenas”, etc., conformándose así gruMpos “guerrilleros” con dirigencias locales, jerarquías volátiles y conflictos internos y, finalmente, que 3) como trasfondo cultural de la insurgencia existía una concepción popular y “premoderna” de la política en términos religiosos y la de la comunidad en términos sagrados, así como la expectativa milenarista-mesiánica (originada en el sincretismo de las religiones mesoamericanas y la evangelización cristiana) puesta en el retorno de una figura mítica redentora[9].

La confluencia de intereses entre sectores criollos dirigentes y participación política popular es puesta en duda. Aquellos no guiaron, por lo menos en el caso descrito, las dinámicas de esta, ni sus principios de acción fueron, dada la impronta cultural religiosa y fuertemente arraigada al territorio y a la comunidad presente en los grupos constituidos por integrantes de los pueblos indígenas, los mismos. Di Meglio afirma que “la crisis forzó a los súbditos del rey a actuar”[10]; ello no quita, sin embargo, que las motivaciones específicas hayan diferido enormemente entre los grupos y segmentos de la sociedad así como entre los distintos territorios del imperio. La expresión de “tensiones latentes” existentes en los reinos hispanos de América adquiere, finalmente, un contenido más preciso si comprendemos que, detrás de las motivaciones específicas de los alzamientos protagonizados por sectores populares, sea agrupados bajo la consigna revolucionaria o desde la de la contrarrevolución (v. gr. los esclavos en Venezuela oponiéndose a la aristocracia criolla revolucionaria[11]), se verifica un sentimiento antieuropeo y anticriollo que interpreto como expresión de la lucha contra las jerarquías raciales y la propiedad privada en el marco de un régimen de gobierno colonial[12].



Bibliografía y referencias. 

El contenido al que no se pueda acceder con facilidad en la red y de forma gratuita va direccionado a un link de mediafire en el que lo comparto para que su acceso también sea libre.

[1] DI MEGLIO, Gabriel (2013), “La participación popular en las revolucioneshispanoamericanas, 1808-1816. Un ensayo sobre sus rasgos y causas”, en revista Almanack, núm. 5, pp. 97-122, publicación de la Universidade Federal de São Paulo.

[2] GUERRA, François-Xavier (1992), Modernidad e independencia. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Madrid, Mapfre.

[3] Ibid. pp. 133-4.

[4] cf. DI MEGLIO, op. cit., p. 121: “una revisión de su sólida explicación [la de Guerra] de la simultaneidad de las reacciones políticas americanas entre 1808 y 1810 desde la observación de la participación popular desplaza el centro que en su argumentación tiene constantemente España”.

[5] KOSELLECK, Reinhart (1993), Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, p.  342: “la tensión entre experiencia y expectativa es lo que provoca cada vez de manera diferente nueva soluciones, empujando de ese modo y desde sí misma al tiempo histórico”.

[6] DI MEGLIO, op. cit., pp. 118-120.

[7] Ibid., pp. 115-116.

[8] VAN YOUNG, Eric (2000), "Los sectores populares en el movimiento mexicano de independencia,1810-1821” en URIBE-URAN, Víctor y ORTIZ MESA, Luis Javier (Eds.), Naciones, gentes y territorios. Ensayos de historia e historiografía comparada de América Latina y el Caribe, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, pp. 141-174.

[9] Ibid., pp. 315-328.

[10] DI MEGLIO, op. cit., p. 121.

[11] Ibid. p. 103.

[12] Ibid. p. 105.

domingo, 25 de octubre de 2020

¿Dónde quedó la realidad?

 

21 de octubre, 2020.

 

Viajó la mañana del martes para visitar a la familia de su amiga en La Granja, que es como le dicen a un barrio de San Carlos, la localidad que linda con Tolosa y La Plata hacia el oeste (aunque convengamos que con el crecimiento del ejido urbano ya es casi indistinguible una localidad de la otra, de no ser por los baldíos y los clubes y canchas de rugby que intermedian la rotonda de 19 y 520, ahí donde quedan los supermayoristas Vital y Nini, y la zona más poblada que se distingue a partir de la 31 en adelante, aunque ya es incipiente la construcción de nuevas barriadas también en esa zona). Un viaje de menos de veinte minutos en micro (en la línea característicamente llamada oeste, que llega hasta la localidad de Melchor Romero y hasta “el lejano Abasto”, cerca de la ruta 2). “Viajamos en una centella” pensó, mientras miraba por la ventanilla del micro las paredes naranjas de los edificios sin revocar, recordando aquellos versos en que Antonio Machado describió su experiencia de viajar en tren por la España de principios del siglo XX. “Qué iluso”, pensó, “hoy se viaja incluso el doble de rápido”.

Cuando amaneció aquella mañana llovía. Le costó, como todas las mañanas, salir de la cama. Se dio una ducha sin apurarse. Sabía que se inundaba el piso cada vez que se duchaba. Al principio se daba duchas cortas, con agua fría, para mojar así lo menos posible y no tener que pasar el trapo. Ahora ya se bañaba el tiempo que quería, con agua caliente, y se iba de la casa dejando todo encharcado. Después, cuando volvía, corría el riesgo de olvidarlo y de patinarse al entrar a mear. Pero le molestaba demasiado agacharse, fregar, escurrir el trapo húmedo. En algún momento de la madrugada, probablemente por causa de la diferencia de temperatura entre las últimas horas de oscuridad y el amanecer, el piso del baño se secaba solo, como por encantamiento.

Se tomó un café antes de salir mientras revisaba el mail y jugaba una partida de ajedrez que ganó: ella venía perdiendo y su oponente, equivocando las jugadas, no supo evitar un patrón de mate a través del cual, gracias a la acción combinada de las dos torres, acorraló y acogotó al rey negro en una esquina del tablero mientras las demás piezas de su rival, que para colmo contaba con un caballo de ventaja, miraban frustradas como se les iba la victoria. Claro que ganar de esa manera (habiendo tomado pésimas decisiones durante toda la partida como, por ejemplo, estrellar un alfil con el único objetivo de desarmar el enroque enemigo y sin obtener suficiente compensación por ese sacrificio de pieza) le dejaba un gusto amargo en la boca, como el café que estaba tomando en ayunas y que le hizo verga el estómago; sin embargo, también se sentía mínimamente contenta porque le demostró a aquel anónimo holandés contra el que jugó esa mañana que, aun en una situación desventajosa, podía engatusarlo con estrategia improvisada y desarticular su confianza en lo que este ya seguramente se pensaba que era una intranscendente partida online de ajedrez a treinta minutos ganada. En su foto de perfil a ella se la veía echada sobre la cama con el gato rubio y recontra puto que había sido su compañero durante los meses de encierro en los que había preparado tres finales de la facultad que rindió por videollamada, en medio de la compulsión por el encierro que la sociedad había asumido desde marzo del año de la peste. Que el holandés al que se le dio vuelta la partida relacionara su derrota con la foto de aquella trola con una banderita sudaca de perfil le generaba una mundana vanidad imaginaria. Estaba tan loca que eso le proporcionaba placer, más placer que coger y que comer. Le generaba apetito de seguir acumulando victorias en esa vitrina boba que era no más que un servidor de ajedrez online. Intranscendente, como todo lo que le venía pasando en la vida; intranscendente como estas páginas sueltas en la vorágine digital de las redes sociales, páginas que probablemente nadie iba a leer y que si seguía escribiendo era no más porque la intranscendencia, la asunción de esa mundana vanidad imaginaria que se apoderaba de ella cada vez que escribía o que ganaba partidas de ajedrez a treinta minutos era lo único que quedaba en un mundo consumido y arruinado por las propias dinámicas del orgullo, del lucro, de la acumulación, de la autodestrucción como hoja de ruta de un modelo económico que premiaba a les sociópatas capaces de reprimir sus sentimientos toda una vida con tal de sacar un título de grado en psiquiatría o en arquitectura a la vez que patologizaba a toda persona que presentara un mínimo grado de inadecuación frente a las normas o que prefiriera, antes que ahorrarlo, destinar su dinero a comprar unos vinos para compartir con su círculo de pares. Vino, ajedrez y porro: ¡Qué combinación digna del demonio!


No debió haberse tomado un café aquella mañana, en ayunas. Recordó, por vigésima vez en su existencia, que el café no se adaptaba a la especificidad de su organismo. Su sistema digestivo reaccionaba al revés con ese estimulante representativo de la edad moderna. Una droga perniciosa, necesariamente legal en un mundo en el que tanto oficinista era el esclavo de una renta de alquiler, de pagar los servicios de electricidad y agua clorificada; una droga representativa del estado de cosas presente en aquel mundo en el que ella, testigo apesadumbrada de todas las cosas que la rodeaban, había nacido en el momento adecuado para empezar a ver como todo se iba al carajo. No tenía más que veintidós años pero todo ya estaba devastado, todo ya estaba calcinado por esa fuerza bruta del dinero verde que no pedía permiso sino que se imponía sobre las vidas y que, al imponerse, las degradaba. Con papeles de colores dominaban a las naciones, esos organismos vicarios del control colonial; por medio de esos papeles, el pueblo, los pueblos de todo el planeta, sufrían una dominación a través de la cual el 90% de la población del planeta se veía obligada a entregar su tiempo de vida, su energía vital, su “fuerza de trabajo”, para la valorización económica de bienes que eran llevados al extranjero y que engrosaban las cuentas bancarias de aquel otro 10% (pero estos números sólo son una estimación imaginaria, digamos que bien podría tratarse de un 99% frente al 1% restante) que vivía del trabajo ajeno. La dominación siempre había sido así de grosera, no malinterpretemos el pensamiento de esta muchacha: les esclaves del propietario romano o ateniense, les esclaves negres que trabajaron a fuerza de látigo en (lo que hoy es) Cuba, en (lo que hoy es) Haití, en (lo que hoy es) Brasil, en (lo que hoy es) Estados Unidos, los indios mitayos que fueron forzados a extraer la plata de las minas de Potosí y el mercurio de las minas de Huancavelica, en fin, la dominación y la explotación siempre fueron una clave determinante de los asuntos humanos. ¿Era posible hablar del presente en los términos de una particularidad tal que convirtiera a la dominación de las mayorías por las minorías en el siglo XXI un asunto más podrido, más degradante? Ella pensaba, a manera de respuesta, en el conformismo, en la aquiescencia de les dominades. Ella misma se veía envuelta en esas redes del control por los medios del placer (y en este punto, Brave new world, la novela de Aldous Huxley traducida como Un mundo feliz era, sin lugar a dudas, una ficción distópica que se había vuelto más real que la realidad, era la realidad que ella le había tocado el espanto de habitar). Era la incapacidad de hacer algo, era la destrucción de cualquier otra alternativa que no concluyera en terminar sus noches encerrada, obteniendo gratificación por pequeños actos que eran trucos psicológicos con los que habían formateado su subjetividad desde chiquita. Una partida de ajedrez online, era, por ejemplo, una pequeña nulidad que le proporcionaba placer. Pero al terminar todo seguía igual y el paso del tiempo se clavaba en sus costillas y en las manchas de su piel.  Al comer alimentos con aditivos artificiales o al masturbarse mirando pornografía estaba consintiendo a que el mundo injusto y deplorable se aprovechara de su cerebro conformista. Nunca tuvo herramientas para desarmar lo aprendido. La conexión de red anulaba el filo y la radicalidad de sus pensamientos. Estaba condenada, como todes sus congéneres, a ser una servidora de un poder que la sojuzgaba, sí, pero que le daba, a cambio de su coparticipación en la destrucción del planeta y la degradación de las vidas humanas, una cuota de comodidades, una porción de placeres y de vanidad intranscendentes diseñada a la medida de su psicología infantilizada, con cero resistencia a la frustración y altos grados de dependencia emocional en relación a la tecnología. Mientras ella veía la pantalla de su computadora, reflejado en la pared desde la ventana se veía también el resplandor azul que despedía la luz de un patrullero que vigilanteaba unas calles tan vacías como en aquel cuento de Ray Bradbury que describía una ciudad en donde imperaba un permanente toque de queda…

“Viajamos en una centella”, pensó, “sí, pero igual de cierto es que vivimos en una distopía”.

Esperando el micro aquella mañana del martes en que viajó hasta La Granja un señor le preguntó la hora. Como tenía el barbijo puesto le tuvo que repetir tres veces las mismas palabras para que pudiera entenderle con claridad. Al chofer del micro con repetirle una sola vez que iba hasta calle 138 fue suficiente.

Venía zafando del coronavirus de pedo. No podía acostumbrarse ya al encierro. Necesitaba saber que contaba con el apoyo de quienes sentían y vivían en afinidad a los derroteros mentales de su propia cabecita trastornada.

Hablar con la mamá de su amiga, con su amiga y con la hermana de su amiga consiguió aplacar la negatividad de su estado de ánimo. No estaba sola en el planeta tierra. Existían pequeños refugios de comunidad soldada en el cariño, en la reciprocidad. Había amasado, la noche del lunes, durante una hora, masa para cocinar unas tartas con cebolla, zanahoria, pimientos y unas acelgas caseras que crecían en el patio de la casa de su amiga. Compartir un almuerzo era exponerse al virus; sin embargo, seguir habitando la completa soledad, conversando sólo por mensajes mediados por su teléfono celular, era una forma indigna de vivir, era la humillante representación digital de la alegoría de la caverna.


La acelga de la huerta era un manojo de hojas gigantes que duplicaban el tamaño de su mano. El color era esmeralda y parecían sacadas de un sueño. Existía, siempre, un más allá de las pantallas que era la realidad más real y, por más real, la más dulce, la más disfrutable, la más digna de ser vivida. Mientras esperaba que su amiga despertara habló con la mamá de ella, que era ya también su amiga por derecho propio, sobre el acto de viajar. Se rieron de les hippies que iban en bicicleta hasta Ecuador o Colombia y que, en un punto del viaje, tenían el respaldo económico suficiente como para volverse en avión. Entonces le contó historias de sus viajes pasados, que parecían sacados de una dimensión espacio temporal completamente ajena a la que estaban habitando desde marzo del año pestífero. Le contó, por ejemplo, de aquella vez que no llegó a tomarse el tren en Córdoba Capital y tuvo que dormir (en aquella época, 2018, ella aun no había problematizado su identidad de género y aun se identificaba como un varón), con cuatro personas más, en una plaza. Le contó de aquel viaje de tres meses que cambió su mentalidad y su forma de pensar. Nadie podía venir y contártela: había que salir a vivirlo. Pero ahora salir a vivir parecía estar prohibido, aunque era ya una prohibición que nadie acataba. Las calles volvían a estar repletas y la gente necesitaba laburar en un país en el que cada vez había menos trabajo y la comida estaba cada vez más cara. Lamentablemente el virus no detendría su expansión, sino todo lo contrario. Pero para tanta gente desde hacía meses ya que no había alternativas: salir a ganar el mango, aunque se comprometiera la salud propia y el sistema sanitario colapsara por falta de insumos y de personal. Situación crítica que no había comenzado ayer, cabía aclarar, sino que era producto de años de desfinanciamiento. ¿Qué otra situación era posible en aquel país en el que había nacido? ¿Qué alternativas le restaban a un gobierno que, a pesar del apoyo popular recibido en las elecciones y que de alguna forma u otra, perduraba – en la medida en que todas las demás propuestas de gobierno eran inviables agendas antipopulares, y la del gobierno, en cambio, aún mantenía una retórica, aunque fuera ya sólo la retórica y en los hechos demostraran cosas bien distintas, que apelaba a conceptos como la justicia social y la soberanía -, qué alternativas le quedaban, en fin, a un gobierno que se veía sobrepasado por una emergencia sanitaria que había desorganizado toda la agenda política estipulada previamente a marzo, que había modificado por completo la distribución de las prioridades en la toma de decisiones y que, para colmo, la gente era ya incapaz de tomarse en serio, en detrimento de quiénes realmente necesitaban de la asistencia brindada en hospitales y de los grupos más vulnerables a los efectos del COVID-19? Las preguntas eran demasiadas: el laberinto de la crisis argentina se retorcía grotescamente en los callejones de las cifras ominosas, de todas las muertes al pedo que la pandemia produjo, de los miedos generados sobre individuos cada vez más aislados de sus comunidades, insertos en mundos digitales sin profundidad ni relieves, en trabajo por videollamada y clases virtuales para quienes fueran capaces de afrontar los gastos de una PC y de una conexión de red…y para quienes estuvieran desconectados, para quienes no contaran los medios para insertarse en la realidad de las pantallas y de los códigos binarios, entonces bueno, ella podía verlo todos los días desde la ventana de su casa, sobre la avenida 520: no había hora, ni de noche ni de día, ni a la madrugada ni al atardecer, en que no pasasen familias con carritos de supermercado llenos de cartones o parejas que los juntasen en una carreta que movilizaban con una moto. La realidad, una vez más, desbordada; las respuestas del estado, finalmente, parecía que nunca iban a llegar.

Las siguientes palabras, escritas por Carlos Vilas, le recordaron que los años siguientes probablemente serían peores que el año de la peste: ¡pronóstico alentador, conociendo la búsqueda por maximizar sus ganancias de aquellos que eran la verdadera gestión de las decisiones por detrás de los andamiajes de tal o cual gobierno

“Entre tanto, corresponde trabajar en la pospandemia. En consecuencia, la configuración del mundo post pandemia comienza a diseñarse desde las estrategias, políticas y acciones encaradas durante la pandemia. El futuro del capitalismo y de la Argentina deben discutirse ahora, no después de la pandemia. En el comportamiento de las élites y los grandes actores de la economía vemos que –para esos grupos– ya empezó la pospandemia: especulación cambiaria, remesas de utilidades y salida de capitales, despido o suspensión de trabajadores, reparto de dividendos, enfrentamiento e incumplimiento de mandatos legales. Si dejamos libradas las cosas a su inercia, el mundo que emergerá de la pospandemia será de profundo y amplio empobrecimiento, mayor centralización del capital, masivo desempleo, profundización de las desigualdades y crecimiento exponencial de la pobreza. Es decir, peor que el de la pre pandemia”.

 

viernes, 16 de octubre de 2020

¿Alguna vez te preguntaste por qué nos quieren así de drogades?

 

El espectáculo es la violencia. 

Del 16 de octubre de 2020.

 

“La conjunción de modernidad y esclavitud es, pues, sumamente perturbadora para quienes tienden a pensar la modernidad como un homogéneo ‘bloque de progreso’, e incluso, para nosotros, para quienes –aún desde una perspectiva crítico-dialéctica que por un lado no quiere dejarse seducir por el anti-modernismo reaccionario de ciertas postulaciones ‘postmodernas’, y por el otro visualiza a la modernidad como un espacio de conflicto al cual también pertenecen pensadores críticos de la modernidad ‘oficial’, como Marx o Freud- un elemento atractivo de la modernidad fue siempre su promesa de emancipación y autorrealización. Las comunas tardo-medievales, como lo recuerda Blackburn, produjeron aspiraciones de ciudadanía que dieron una expansión temprana a los conceptos de libertad cívica; la Reforma protestante, por su parte, ofreció una versión religiosa de esa promesa con su noción de la conciencia individual. La emergencia del sentimiento nacional, que reclamaba la participación de la “sociedad civil” en la soberanía estatal, fue una parte sustantiva de la modernidad tal como surgió en los siglos XVI y XVII. Todo ello hace más aparentemente paradójico el hecho de que fueran precisamente las naciones nodoccidentales de Europa las que desarrollaran más acabadamente (y también más cruelmente) el sistema esclavista afroamericano. Es decir, aquéllos ‘pueblos’ que supuestamente más detestaban la idea misma de esclavitud fueron los que más sistemáticamente la practicaron con sus ‘Otros’ ”.  (Eduardo Grüner, La oscuridad y las luces, Edhasa, 2010, pp. 233-4).

 


Donde sea que detengamos la mirada nos vamos a encontrar con un hecho constitutivo: la violencia. Se trata de un pilar del diseño de las sociedades de siglo XXI que habitamos. Se manifiesta como un desgarro patente, escrito en la propia piel, que nos cruza el doble si vivimos en una ciudad o en un ámbito rural de una región periférica del régimen expoliador capitalista. Nuestra pobreza, digamos, “estructural”, corresponde a que la riqueza de las demás naciones, la de los países con buenas democracias y buenos sistemas de gobierno capaces de proveerle (o al menos eso nos cuentan sus propagandistas) servicios y bienes de calidad a sus pobladores (pero no a todos a sus pobladores, por supuesto), es fruto visible y lógico de la violencia que en procesos históricos de diversas características y alcances sus antepasados ejercieron sobre los habitantes de estas tierras que hoy son periféricas. ¿Hace falta que explique una vez más que el bienestar moderno, si es que podemos decirle bienestar a este insalubre estilo de vida consistente en mirar una pantalla las 16 horas del día que no estamos durmiendo, es fruto de un despojo histórico, del saqueo, de la violación, del crimen, de la esclavitud, del racismo, de las matanzas colectivas, de la muerte programada, del extractivismo, de la alienación laboral? Ese despojo significó, en instancias múltiples de nuestros pasados colectivos como comunidades violentadas, el ejercicio de una violencia metastatizada en progreso, el ejercicio tanto de la tortura como de la mutilación en defensa de un cáncer que es la mentalidad colonial del asesino blanco y heterosexual. No verlo es mirar a la pared a fuerza de golpes de significación con los que embriagaron nuestra mirada. No verlo es consentir, es transigir, es entregar el cuerpo a una maquinaria más bestial que las bestias, a una cadena cuyos eslabones hoy en día ni siquiera son (a menos que hayas crecido en un gueto de tu ciudad o en un barrio “con calles de luces difuntas”, como rapea el mc de Alejandro Korn) coercitivos, sino que, con mayor ímpetu, son psicológicos, son una introyección de los valores dominantes, de los valores de la hegemonía económica, social y cultural, en el cauce de tu existencia, en la jerarquización de tus placeres, en la forma en que tu mirada completa la plantilla que es el mundo, en el diagrama con el que te proyectás sobre el mundo y sobre tu cuerpo como último bastión de resistencia ante esta avalancha de información nociva y de aprendizajes cuyo objetivo no es liberarte, sino ensordecerte, destruir tu capacidad de reacción. Para la norma que rige en la sociedad, en términos llanos, un violador es un hombre sano, funcional, e incluso, viril (en la justa medida en que se corresponde con lo que la sociedad espera de un hombre), por más que su conciencia despliegue la fundamentación de su accionar, que es una imposición de su voluntad sobre un cuerpo ajeno por la vía más explícita de la violencia , a través una sórdida ficción de dominación sobre el género femenino; la misma norma dictamina que un hombre que no se identifica con el género que le asignaron al nacer es “un trava de mierda”. Como sabemos con una amiga desde el momento en que tuvimos que acostumbrarnos a vivir en esta bola de pus que es la comunidad de los seres humanos estructurada en ciudades y estados nacionales, intentando, en el camino no perder esa chispa de originalidad que no nos vuelve mejores, sino distintas, no es sano acostumbrarse a una sociedad enferma. La locura es sólo un conjuro para desterrar potencias; comprenderlo es comprender que los antidepresivos son negocio, que las sesiones con psicólogues llegan a costar una luca, que se comercia con vino barato, pepas que son cartones de ácido de pésima calidad, cigarrillos que ni siquiera hace falta blanquear que son un veneno cancerígeno (aunque la mayoría de los alimentos y el agua que consumimos están envenandos). Todos los años se inventan drogas nuevas, y más que buscar un consumo adictivo en una sustancia que ingerís y que modifica la química de tu cuerpo, ya con tan solo considerar que la computadora con la que te entretenés o el celular que usás para laburar y comunicarte te proporcionan vías de escape y espacios de expresión vaciados en los que te podés quejar de la realidad (que es un poco lo que estoy haciendo ahora) sin salir a cambiar nada (que es de lo que me estoy quejando). Vivimos en una cárcel de diseño psicológico. Es la experimentación en ingeniería social diseñada para hacerte servil, para evitar que cuestionés el fundamento mismo que sustentó la construcción de estas sociedades nuestras tan repletas de lujos aparentes, de comida al alcance de un billete, de horas y horas de videojuegos y series y películas capaces de dejar tu mente en un estado de ebriedad y acatamiento vergonzosos. Y no te juzgo, porque yo estoy en esa misma movida, rodeada de comodidades que me impiden despegar. En cierto modo, revisar el fundamento social de estas limitaciones implicó, en este punto de mi vida, renunciar a ciertas presiones, renunciar a ciertas cargas que me habían sido impuestas (vengo narrando, en anteriores posteos, mi transición de género hacia una expresión no binaria y orientada a lo femenino, en rechazo a mi asignación y biocodificación como hombre a partir de la absurda equiparación “cachorro humano con supuesta naturaleza corporal propia de primate macho con genitales alargados y convexos y producción de testosterona = identidad de cisvarón en base a un diseño decimonónico y europeo de masculinidad basado en la represión, la negación de los sentimientos, el ejercicio, precisamente, de la violencia sobre sí mismo y su cuerpo”) y que atentaban contra mi propio deseo de vivir, o, bien, de seguir viviendo. La vida, desde la celda de mi masculinidad, era un campo destinado al sufrimiento, y nada de lo que yo pudiera realizar como varón iba a satisfacerme en lo esencial: la búsqueda de lo esencial y de la satisfacción imperecedera formaba parte de la violencia que yo ejercía contra mí misma, cuando aún no había transicionado. Y ahora que transicioné no es que de un día para el otro transformé mi cabeza, no es que soy un ser absoluta y completamente renovado, sino que sigo cruzada por ataduras de miedo y de sufrimiento, pero puedo analizarlas, puedo hablar de ellas, puedo diseccionarlas para saber mejor lo que me pasa. De igual manera, revisar el fundamento social que rodea a la estructura económica o material a través de la que me proporciono la sobrevivencia en este mundo en el que nos destinan a entregar nuestro cuerpo a la dominación de un salario, es encontrar, una y otra vez, a la violencia como el origen, como la causa, como el motor, como la constitución de todo cuanto existe y es posible en nuestra era hipermoderna en la que las cámaras de gas del nazismo son consideradas un genocidio pero hay mataderos en donde se hace lo mismo con animales no humanos, a los cuales se transporta en camiones en las mismas condiciones en que en trenes llevaban a los detenidos a los campos de concentración, y vos no sólo no lo pensás en esos términos, sino que a lo mejor comés con apetito la carne que es producto de esa matanza llevada por un trabajador precarizado a la puerta de tu casa. Si nos quieren atontades es para que no veamos lo que nos rodea: si miraramos, y aprendiéramos una y otra vez a desnaturalizar lo mirado; si, además de desnaturalizar lo que vemos aprendiéramos también a escuchar, y a ejercitar la crítica a través de la percepción (que fue captada por la inmediatez de las respuestas fáciles y automáticas, que fue captada por el acto reflejo de scrollear en las redes sociales y del follow y el unfollow con el que elegimos qué contenido nos queremos administrar como dosis diaria de entretenimiento) vamos a recordar que la vida tal como la conocemos hoy es posible únicamente gracias al conformismo y a la indolencia con respecto a aquello que es su condición de posibilidad: la violencia.

domingo, 11 de octubre de 2020

Contención y potencial

 

Reflexión emo del día – pero no tan emo.

Miércoles 7 de octubre, 2020.

 

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Mangaka: Shintaro Kago.


Es fruto de pensar que estoy averiada, que como me lastimo los dedos y tengo pensamientos de carácter negativo, pensamientos “oscuros”, por así decirlo, acompañados por un sentimiento de aversión por la sociedad y la cultura humana, es fruto de pensar así que siento un especial asco por aquellas personas que podríamos considerar normales (aunque acá cabría preguntarnos quién no es en el fondo un poquito anormal), aquellas personas (*que yo percibo*) que no tienen los miedos que yo tengo, que no sufren por simplemente existir como yo sufro, que no se autolaceran cuando sienten ansiedad o cuando en su mente la reproducción de los pensamientos “feos”, por decirles de algún modo, los pensamientos “malos”, roza lo obsceno: mas, llegado a este punto, vuelvo a preguntar: ¿Existen realmente las personas normales? ¿Existen las personas que no sueñen cada tanto con matarse? ¿Y por qué yo defino, finalmente, la normalidad con las ganas de vivir y con la facilidad para pensarse en un medio social como este en el que vivimos, por la fuerza, agrupades de a millones en ciudades que nos plantean el anonimato y el egoísmo  como única alternativa para existir en comunidad? Si es que yo conozco a alguna persona normal según este concepto de equiparar normalidad con adaptación o conformismo a un estilo de vida que para mí es combustible de pesadillas, entonces descubro ahora que no les tengo asco, sino envidia; ¡ya quisiera sabe disfrutar como disfrutan elles! Por cierto, la vida es tanto sufrimiento como disfrute (no la unilateralidad del dolor o la unilateralidad del goce); más un equilibrio de  incongruencias sostenido en la mirada y en la interpretación del ego constructor de sentido: ese haz de luz de la perspectiva que construye un mundo de significados subjetivo (o más bien, que ilumina un nuevo mundo abstracto, simbólico, sobre la faz inerte del mundo material), sí, claro, pero mediado también por un lenguaje colectivo: aquel proporcionado por la sociedad, por la cultura, y patente en la estructura del lenguaje, que se convierte, en algún punto de nuestras infancias, en la estructura de nuestras mentes. El punto es que yo creo que por tener que sobreponerme a estos sufrimientos voy a fortalecerme de a poco, y que algún día sabré servirle a la gente ese potencial que yace encapsulado en mí y que aún no sé liberar. Entonces, sí, ¡qué celebración, qué fiesta! “Darlo todo” por la realización de un ideal: un ideal que soy yo misma, pero sin constreñimientos, sin estas ataduras de tristeza.




sábado, 10 de octubre de 2020

Soy no-binaria (2)

 Las conclusiones que extraje en las últimas semanas las resumí brevemente al comenzar a publicar estos dos escritos en los que redefiní mi vivencia e identidad del género. El siguiente texto es una versión ampliada que problematiza con mayor profundidad lo que ya expresé sintetizado en el primer apartado de este posteo.

Soy no binaria (dos semanas después)

4 de octubre, 2020.

Cuando me propuse escribir y aclarar ante mi propia conciencia este proceso íntimo que me llevó a descubrir mi verdadera identidad de género, no había tenido en cuenta, en primer lugar, que la noción de transitar de la masculinidad adherida a mi constitución biográfica, impuesta por la lectura social que hizo de mi cuerpo con genitales masculinos el cuerpo de un “hombre”, impuesta por mis xadres y por el sistema sanitario que auscultó mis formas visibles y dedujo a partir de ellas la seña de mi ser como varón, que la noción de transitar de esa masculinidad, como venía diciendo, a esta nueva expresión de género que considero, así como más femenina, también mucho más ambigua, iba a suponer etapas de desconcierto y de incapacidad de autodesciframiento. Esto lo digo porque, si buscan más en el fondo de este blog, mi primer intento de borrar la marca del género masculino que contuvo mis expectativas vitales durante mis dos primeras décadas de vida supuso identificarme plenamente (y en su momento, por supuesto, con sinceridad) como una mujer transgénero. Pero, pasado el tiempo, conversando y observando detenidamente lo que implica ser una mujer, lo que implica en nuestros términos sociales y culturales específicos (los de América del sur a principios del siglo XXI) ser una mujer, así como las implicaciones a largo plazo de la terapia de sustitución hormonal que había considerado comenzar, descubrí (y de acá deriva el desconcierto y la incapacidad para expresar concretamente a qué ha llegado mi identidad) que mi vivencia del género supone una negación mucho más acentuada ante la idea de que existen hombres y mujeres, personas definidas por una identidad prioritariamente femenina o masculina. De hecho, vengo pensando en todas estas cosas desde hace ya unos cuantos años. Pero, ya como hombre gay o como mujer transgénero (identidades ambas con las que me identifiqué a lo largo del 2020, saliendo ahora a la luz mi nueva exploración tendiente a la ruptura de esas dos categorías), la limitación impuesta por la contradicción aparente de los cuerpos y de los roles sexuales me atormentaba, impedía la exploración de un nuevo recorrido en mi existencia, que es el que ahora, valga la redundancia, estoy transitando. Y se trata este de un recorrido que me arroja ya de la órbita de la sexualidad binaria, que me desliza hacia el ámbito de la crítica absoluta con respecto al sistema de ciframiento y codificación de las personas en relación a sus genitales, sus cuerpos, sus características sexuales secundarias y su orientación sexual. Considero, en definitiva, que esa es la expresión de una imposición extranjera (más precisamente, la manifestación eurocentrada, es decir, colonizada, de casi todo lo que en nuestro contexto de sudamericanes del siglo XXI realizamos, teniendo en cuenta que el modelo y la construcción de la masculinidad y la feminidad que hoy son hegemónicas vinieron importados de Europa). Y que mi forma de desatarme de esa sujeción simbólica es expresar, ciertamente, que yo no respondo a ese molde de masculinidad e, incluso más, que yo no me considero más un varón.

Que decida no renunciar a mi cuerpo de varón, es, de alguna forma, problemático. ¿Pero cómo puedo juzgar por mí misma la orientación de mis búsquedas por el placer que ha sido constituido, sin que yo tuviera la posibilidad de decidirlo, pues era una menor de edad, en el proceso de mi socialización como miembro “funcional” de una sociedad disfuncional? Siendo una nena jugaba a frotar mi pene contra el pene de un compañero de mi escuela. Mi papá nos vio en la pieza y, si bien no dijo nada, emitió una exclamación que delataba tanto sorpresa como repugnancia antes de cerrar la puerta. Lo que vio era una censura de su propia vida materializada en la carne de su hijo, un desviado que no tardaría en volverse adolescente y en renegar para siempre de la sexualidad reproductiva, aún antes de volverse adulta y manifestarse como una feminidad trans y no binaria. Busco hoy lo que buscaba de pequeña: frot, placer fálico con un compañero que sea más el cómplice de un juego absurdo, inestructurado y consistente en nada más que en el placer proporcionado por su práctica que una pareja con leyes y códigos de convivencia, con disputas de acervo monogámico, heteronormado y burgués. Realmente: aplicar el concepto de “pareja” con otros personas (lo hice dos veces en mi vida) fue un completo desastre, para mí y para ellas. Asumo todas las responsabilidades del daño que realicé. Por mi propia ceguera, ceguera de aún considerarme un varón y de no haber tomado perspectiva de la realidad social en su complejidad y en sus contradicciones (pero, ¿cómo podía ser consciente de tantas cosas que me hubiera sido útil saber a los veinte años? El aprendizaje es también producto de la experiencia) lastimé a las personas que, irónicamente, decía “amar”. La trampa del amor romántico es la misma trampa que la de la familia. En nombre del cariño tal vez buscamos aprovecharnos de las personas, cuando no, despedazarlas. Las familias son los órganos de esta sociedad encargados de reproducir la violencia a nivel molecular. Las parejas, por su parte, son soledad aglomerada, compartimientos fríos en donde ambas  partes descargan sobre la otra sus inseguridades, además de entablar un vínculo que redunda (¿casi siempre?) en la dependencia emocional. También son la proyección de una película basada en la idea del matrimonio conyugal, y esa película es de larga data y, como planteaba más arriba con respecto a la construcción de nuestros modelos de género, es de origen europeo. Con esa bosta ya no comulgo. Mi búsqueda del placer se vio, así, liberada de una mochila inútil cuando dije “ya no me puedo considerar más un hombre, y, de la misma manera, no puedo destinar mi energía a tener una pareja porque, realmente, la idea misma de pareja me suena a esclavitud consensuada”. Detesto los formalismos.



 Debería hablar, partiendo de la idea de que lo que hoy tengo que hacer es reescribir mi pasado, reencontrarle un significado a la luz de este presente que se me hace la más rara invención del azar y de lo improbable, debería hablar, así, de cómo me desenvolví siendo un varón homosexual desde el año en el que salí de la escuela (2015) hasta el año presente en el que transicioné ya en dos ocasiones, en junio, de varón a mujer trans y, en septiembre, a fines de septiembre, de mujer trans a ser simplemente, una feminidad indefinible, no-binaria en la amplitud de la ruptura que esta idea conlleva, y aun con la carga, el peso social, que las señas masculinas de mi cuerpo de primate macho me imponen. Porque comprendo que va a ser difícil despegar mi imagen de varón de mi identidad que no se corresponde con una idea que la gente generalmente se hace con respecto a lo que implica llevar el cuerpo de un varón y, por supuesto, la significación social de ser un varón.

No soy un varón. Soy una maricona trans no binaria. Tampoco soy una mujer. Dejar de ser un varón, y aunque mi identificación entre junio y septiembre de este año fue femenina al punto de pensarme como una mujer y de desear iniciar una terapia de sustitución hormonal, es, en el fondo, un acto de enunciación y una demostración de negatividad. No quiero acordar con ninguno de los lugares comunes que esta sociedad me propone. No quiero que para ustedes y para la imaginación de ustedes mi realidad sea una realidad fácil de representar. Voy a buscar volver al origen poético de mi sueño adolescente: ser un margen, ser un reverso, ser una identidad cuya identidad es inidentificable. Estar por fuera del registro de las definiciones. Las definiciones son como cárceles. Los límites de mi cuerpo no son los límites de mi autopercepción. Mi autopercepción es mucho más elevada que el contorno de mi cuerpo. Porque yo digo “tengo el cuerpo de un macho biológico” y, a continuación, agrego, “tengo también la noción cultural, expresada gracias a mi capacidad de abstracción simbólica, única en el reino animal, codificación del universo en signos, en sonidos, en palabras; tengo la noción cultural entonces que me permite saber que hay un más allá de la representación humana que evade y que a la vez multiplica la realidad en pequeñas celdas de subjetividades moldeadas por la historia, es a partir de ese más allá propiamente nuestro, especificidad y enigma del reino animal, que yo me voy a definir como un ser que apunta con su mirada al cielo y distingue las estrellas y el ciclo de la luna y se dice, por más que sea para sí y nadie en el mundo entero le reconozca la razón o le preste oídos a sus quejas solitarias y plenas de vanidad, yo puedo explicarme por fuera de mi cuerpo de primate macho, mis genitales, como dice la consigna, no me definen, mis rasgos sexuales secundarios a veces son una condena porque me reducen a una visibilidad masculina pero también soy afín a mi cuerpo tal y como es y, sin ser un varón, tengo un cuerpo leído como el cuerpo biológico de un varón, sólo que yo no comparto esa idea, está todo más que mal con esa idea, porque no me voy a identificar con una idea que en sí misma conlleva una pesada carga cultural, la opresión de género, las actitudes de soberbia machista con que en cada gesto el señor ignorante delata su condescendencia al hablar con una mujer, género masculino que además es una invención europea y del siglo XIX; si ese es el modelo de ser humano que mis ancestros propusieron para mí yo le escupo en la cara a mis ancestros, incluso a mi padre, yo no soy ese hombre que querían que fuera, yo no soy un hombre, detesto a los hombres – aunque me los coja – y quiero nombrar la libertad de ser en femenino, que mis amigas me tratan de ella y no de él, que mi nombre, mi nuevo nombre, Lihué, no tiene marcas de género (y tampoco es europeo)”.

Entiendo ahora que ya no tengo tantas dudas al respecto, que ya casi ni tengo dudas.

Pero entonces llegan todos los demás fantasmas que me acosan en la perspectiva de mi presente, de mi actual crisis. ¿De qué voy a trabajar? ¿Puedo ser autogestiva? ¿Qué herramientas dispongo? ¿Qué herramientas puedo diseñar para mi futuro? ¿Existe realmente la posibilidad de…

Lo que yo quiero hacer con la vida, tal es el problema, aun no fue creado. De lo que yo quiero vivir no hay registros escritos, ni memoria, ni abordajes académicos. Soy única – como todo ser humano que nace, que nació y que va a nacer es único. Tengo que reinventar lo creado a partir de mi especificidad (otra vez, volver a barajar el mazo). Tengo que salir de mi cascarón, una vez más; o, una vez más, romper el huevo que contiene mis proyecciones vitales, que las demora; una vez más, exorcizar a los fantasmas que me reducen a la imposibilidad de ser, al miedo infatigable, al espanto de estar viva en un mundo moldeado a partir de una violencia de la que no quiero formar parte pero de la que, sin embargo, ya soy parte constitutiva (no quiero pensar cuántas vidas extingo con el mero fin de perpetuar la mía).

Las dudas renacen pero apuntan ahora en otra dirección…