lunes, 1 de agosto de 2022

 “Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste”. (Alejandra Pizarnik).

 La siguiente reflexión data del 26 de noviembre de 2020.

 

Yo, dos años más tarde, siendo linda en el apocalipsis 2022.

Me convertí en la persona que de chiquita menos quería ser. Era imposible no llegar a esto, después de todo. Soy el fruto coherente de mis represiones. Mi vida no fue demasiado alegre, he de decir, pero eso tiene que ver con el hecho de que para vivir alegremente una se tiene que desapegar de moldes culturales normativos y estrechos, como los que me proporcionaron a mí en mi tristeza de familia profesional pequeño burguesa (que en realidad era una unión conyugal conformada por dos trabajadores docentes que creían ser mucho más de lo que eran por vivir de una determinada manera, razón por la cual ya en mi propio nacimiento estaban configuradas las raíces de mi posterior neurosis), con la casa de dos pisos, el patio con fresnos, quincho y pileta, los gatos, las pelis berretas de disney en video cassette, la educación católica en un colegio privado de un barrio que, para que vamos a negarlo, es un barrio en el que vive mucha gente careta. Como les xadres de mis compañerites del colegio, a quienes recuerdo como la refracción grotesca de la cultura de lo que ahora comprendo en términos sociológicos como “sectores de ingresos medios”. Gente desapasionada, gente moldeada por la rutina y por las aspiraciones y los miedos culturales (¿qué clase de miedo los lleva a hablar, sino, de “los negros de mierda” con respecto a quienes,  mediante una demostración estética efectuada en el consumo, se quieren diferenciar?), que estiman el hogar como estructura incuestionable y son parte fundamental en la reproducción social de la mierda. Como yo me crié entre gente así, y me dieron las consabidas clases de catequesis que enseñan que coger por la cola es un pecado, que es mandatorio sentir mucha, mucha culpa para llegar a arañar el cielo, que el status quo debe ser preservado a como dé lugar, que los animales no tienen alma, yo tuve que llegar a ser esto que soy ahora a través de una adolescencia retardada, que me pegó en la gran neurosis de mis diecinueve y veinte años, cuando me enamoré de una persona con la que ni siquiera tuve la coherencia necesaria como para no perder su estima en menos de seis meses, siendo yo por aquel entonces una loca hipócrita y mendaz (no pude acompañar a mi pareja cuando más desasosiego existencial estaba atravesando, yo sólo quería vínculos fáciles, nada de problemas ni mucho menos escuchar llanto, pero entonces, ¿para qué jurar amor? ¿Para qué decir te amo? Por suerte ya no creo en esos delirios con que también nos empantanan la cabeza), temerosa del porro porque me hacía “malviajar”, y, por supuesto, re mil reprimida. Como tuve que chocarme contra la pared de mis limitaciones para ver que yo estaba repleta de un vacío enorme al cual, para colmo, cubría con las proyecciones idealizadas de mí misma que existían en la nube de pedos de mi cabeza aislada de todo contexto y realidad social; como encima seguía aún pensándome como un “varón cisexual”, una persona abombada por representaciones sobre lo que debía ser para cumplir con las expectativas de un mandato masculino y no podía dejar de cifrarme en torno a esos conceptos hueros, llenos de vanidad humana; como yo, para seguir agregando datos sobre la lista de disparates que cubrían mi autopercepción de los veinte años, que fue el año de mi gran neurosis, neurosis que curé a fuerza de litros de vino toro (bebidos en lugares y situaciones que forman parte de mi breve huida de tres meses del mundo de la cultura pequeño burguesa que había alimentado mis expectativas de futuro y mi mísera y egoísta construcción identitaria como putito bien criado en Villa Castells, como por ejemplo, la placita de Cosquín desde las diez hasta las doce de la mañana, desayunando el vinito con gaseosa y unas facturas que habíamos reciclado, o en Villa María, a la tarde y hasta quedar totalmente frita e incapacitada para hacer cualquier cosa que no fuera dormir tirada al lado del río) y de sacarme fardos y fardos de una mochila que al final estaba repleta de cosas que no me constituían realmente, pero con las que creía que tenía que cargar.

Ahora que miro el cielo y veo pasar a la gente por la calle, ahora que sé y me descubro como una persona averiada en todos sus rincones, ahora que por fin puedo decir cuál es la verdad detrás de lo que piensa y oye: por fin, por fin soy libre, supongo, y esa libertad me hace sentir que soy demasiado joven, pero que de todas formas la juventud ya se me fue, que no tengo direcciones, que no puedo hacerme cargo de mis cosas, que prefiriría, siempre prefiriría estar muerta. Pero, a diferencia de un amigo que tomo esa decisión (exterminarse) yo no podría hacerlo. Porque le tengo miedo a la posibilidad misma de hacerlo mal, de sentir dolor, de pasar el resto de mis días, si por ejemplo sobrevivo de una caída, cuadripléjica. Sabemos que la muerte no es la solución a los problemas, pero pensamos que lo es porque caímos en la desesperación. ¿No se arrepienten los suicidas de matarse al último segundo? ¿No se quiebran primero que nada las muñecas, porque es un acto reflejo el estirar los brazos e intentar amortiguar el golpe? Tengo la oportunidad de estar en esta tierra, y eso me genera fervor. Tengo la oportunidad de estar viva, aunque envejecer me parezca una perspectiva desoladora. Estar acá me parece demasiado misterioso: soy, después de todo, un conjunto orgánico de moléculas que, en el desarrollo de sus propias funciones, adquirió conciencia de sí y adquirió conciencia de su propia conciencia. Así, de pronto, esta característica que debería servirme para crear alternativas y solucionar mis asuntos es, por el contrario, un arma con la que me apuñalo mis propias entrañas mentales. En vez de construirme un porvenir de libertad, me construyo celdas desde donde habitar una soledad cada vez más deplorable. Los grados de mediatización cultural de mi persona (las redes digitales) me hicieron un daño en la medida en que me considero una desquiciada, y realmente no me interesa mostrar mi vida ni sé precisamente cómo hacerlo. Me interesa, eso sí, como hago en este espacio, narrarla, hacer de ella un marco conceptual desde donde entender el universo, aunque sea en la pobre medida de mis aspiraciones de docente secundaria, de persona que se dedica a tocar la quena en los semáforos, de cocinera de cremonas veganas. Mi estilo de vida refleja, por lo tanto, un grado de privilegios (después de todo, tuve las oportunidades que tuve porque mi familia, contra la cual me quejo, y esto es también una contradicción indeleble en mí, me apoya, me brinda herramientas y una base material económica con la que muy poca gente cuenta) y, a la vez, una grado de desinterés por los caminos oficiales que me permitirían acceder a los correctos y formalísimos trabajos de oficina o de funcionaria pública con sueldos pasables, con prioridad por obtener la jubilación y así poder pasar el resto de mis días lamentando no haberme animado a ser lo que realmente quería.

Registro ya imperecedero de tiempos de vorágine y consumismo estupefaciente.

Sé, entonces, cuál es el camino correcto, el camino que me lleva al cumplimiento de mis anhelos más ocultos. Sé que no soy un hombre y mi estilo de vida es contestario frente a ellos porque, cuando sé quiénes son mis amigos, cojemos y tomamos vino y, el resto del tiempo, me cago de la risa, me cago de la risa de “los hombres que se creen hombres” (la expresión es de Claudia Rodríguez). Mientras más tiempo paso viva más me vuelvo un margen, un ente al que la mirada heterosexual no puede codificar. Y me entrego, porque supe del dolor, al disfrute de los deleites más arcanos, dionisiacos, orgiásticos; aquellos, precisamente, que los adultos serios, embobados de propagandas gubernamentales y que nada saben del mundo porque nunca viajaron, nunca van a conocer porque tienen un miedo real y profundo a la muerte y yo, yo ese miedo ya lo visualicé de frente, ya me lo apropié, lo hice mío al morir mi yo del pasado. Anatta, en pali, o anatman, en sánscrito, es un término que conjura una idea pavorosa: la insustancialidad del ser, de la que también hablé, en su momento, con mi psicoanalista. No hay una coherencia del alma: el ser no se representa como una línea del tiempo que va a de a hacia b y en el camino nunca dejó de ser la misma cosa. Entre a y b (digamos, entre mis dieciocho años y el día de hoy, que ya cumplí los veintitrés) hubo, día a día, una fragmentación, un crecimiento, una desustancialización de mi alma, que, a pesar de querer preservar sus rasgos más conservadores (la comodidad de vivir bajo el ala del amparo paterno y materno, aunque las líneas de ruptura en este aspecto son cada vez más acentuadas), vivió en un estado de perpetua transformación. Y así, llego a decir de mí, en este día, que me perforé el labio y que disfruto del dolor de que me hagan la cola con violencia, que estoy fracturada y que soy una inconclusa sombra siniestra, que sólo reconoce una única realidad de cara a su futuro: que se va a morir. Y, muchísimo peor: que camino a la muerte, su cuerpo se irá cayendo a pedacitos, perderá elasticidad, se volverá feo, desarrollará enfermedades. Y peor que todo lo demás: llegará un punto en el que serás tan vieja que nadie te va a querer coger a menos que le pagues. ¿Ven? En eso consiste pensar en la muerte. Porque, como pensaba a los quince años, y en contradicción con la idea unamuniana del sentido trágico de la vida, no es la muerte lo que tememos, sino el morir: el proceso orgánico que progresivamente lleva a la oclusión de nuestras funciones vitales. ¿Nunca vieron a una persona de más de noventa años? ¿Nunca vieron los detalles guturales de su rostro aterrorizado por arrugas y verrugas? ¡Esa persona, en efecto, está muriendo en vida! Y llega una edad en la que morirse se acelera. Pero no importa. Estoicismo frente al morir y, entre tanto, a disfrutar del sufrimiento que es la existencia como el animal que somos a como dé lugar.


White trash travesti sudaca.