viernes, 29 de enero de 2021

 

Nuevamente: sobre la contención y el potencial en mi vida.

 

“Como desperdicias tu 24/7 camarada

antes que hacer esa gilada mejor no hacer nada”.

Linyeras Cru, Jugador distinto.

 

"Del baile había aprendido ya tanto que me parecía posible concurrir a la fiesta..."

 Hermann Hesse, El lobo estepario (1927) 2016, ediciones Boske Negro, p. 127.

 

 

I

 

Retomo acá algunas ideas que expresé sucintamente en una entrada de este blog que data de octubre del año pasado, año fatídico sin lugar a dudas, pero también fructífero, en tanto y en cuanto me descubrí en las fronteras de mi vida expuesta a la desolación que la tristeza había regado en mí y, desde esas fronteras, supe armar un camino nuevo y una exploración por fuera de ellas; lugar de riesgo, había dicho, lugar desde el que salía de una posición acaso insincera para llegar a descubrir cosas nuevas en todo lo que miraba con la mirada perdida o vaciada y automatizada, para llegar a asombrarme de la realidad como nunca antes lo había hecho, siendo ahora una persona más atenta a su propia deriva inconsciente, a sus miedos, a la distancia que media entre sus deseos y la represión cultural a través de la que la sociedad los moldea y los anula. Fronteras, recorridos más allá de sus muros, percepción ampliada de la realidad. Contenida en mi neurosis yo veía a las personas ser felices, pero me aseguraba que yo nunca sería feliz. La solución a todo esto, verán, fue dejar de creer que la felicidad realmente existe. Pero las cosas siempre fueron, y siempre van a ser, mucho más complejas. ¿Me van a dejar explicarles lo que siento? Aunque, ¿es posible explicar de forma valedera lo que siento?


En aquellas reflexiones de octubre del año pasado, entonces, de lo que se trataba era de comentar lo que me suscitaba ver a personas seguras de sí mismas, personas que, en teoría (y recordemos esto: sólo en teoría) se contraponen a mí. Porque al observarme a mí misma y al ver como me muerdo las uñas de las manos y me arranco las uñas de los dedos de los pies usando, de forma percusiva y contracturante, las uñas de los dedos de mis manos, asumiendo en el sillón posturas dignas de una enferma mental, personas de una persona enferma; ver, por tanto a personas seguras de sí mismas, es decir, personas que no se mordían ni se lastimaban los pies, sentía por ellas una velada admiración que era expresada bajo el signo del asco y del odio. Yo odio, créanme, odio a las personas sanas, odio a las personas que no se autolaceran, odio profundamente, y lo odio todo, sin lugar a dudas: por eso mi neurosis avanza o retrocede según el momento de mi vida en que me encuentre. Si trabajo y me va bien en el trabajo, ganando plata haciendo lo que me gusta, retrocede: no pienso “estás mal, te vas a morir de soledad, te vas a matar de tanta angustia indescifrable; no valés, sos una basura, sos inmunda y, escuchame bien…eso que hacés todos los días, cuando en el cuarto que habitás te masticas las uñas y, no sólo eso, también haces con los dedos un instrumento ideal para roer lentamente las uñas de tus pies, que ya casi ni existen y a lo mejor estén hongueadas; eso que hacés todos los días, lo sabrás perfectamente, es una cochinada, es un acto de conmiseración de vos para vos misma, autocompadeciéndote para no salir de ese pantano de los sentimientos tóxicos, de los pensamientos que, como estos, te dicen que no podés, te ponen un límite que es una barrera fraguada en la mente, que es la forma en la que te contenés de ser quien realmente sos”. El resto de los días, sin embargo, sí que pienso así. Soy una persona, en efecto, que considera con negatividad el paso del tiempo, que considera con negatividad envejecer, y  que con negatividad vive la época más sanguinaria de la historia humana (la modernidad nos traumatizó tanto que incluso conocemos a personas que salen a defender ese modelo impuesto y colonial de administrar los asuntos humanos en este territorio golpeado por siglos de violencia).

Podríamos pasarnos horas hablando de mi psicología. Porque mi psicología es una mierda. Así como digo y escribo estas cosas tengo en la mente una idea que es como una batería que repercute ansiedad y tristeza hora a hora y día tras día. No hay momento en el que significativamente no piense en matarme. El problema es que yo no puedo simplemente ir y matarme. Porque reconozco qué clase de personas son capaces de hacerlo y yo no soy de esas. La vida consiste en prepararse, a la manera estoica, para la muerte, para una buena muerte, una muerte digna. Pero en el medio de todo esto el dinero es intermediario cruel y, si digo que yo puedo prepararme para la muerte de forma pacífica y envejecer con más o menos cierto nivel de seguridad de que no voy a dejarme arruinar ni las articulaciones (la flexibilidad de mis huesos y músculos me preocupa obsesivamente)  ni mi mente (mi memoria y mi capacidad de concentración me preocupan obsesivamente), es porque yo vengo de un contexto social específico, vengo de una familia trabajadora pero con un cierto capital social y cultural que le permitió decirse a sí misma: “esta familia de ordenados trabajadores reprimidos sexuales no es una familia de trabajadores como las demás, como el resto, como la mayoría; es, en cambio, una familia de bien, una familia de un barrio bonito con jardines decorados y piletas; es, en suma, una familia que no se mezcla con la chusma, ni se identifica con el pueblo, sino con quienes se encargan de explotarlo (aunque esta misma familia caiga dentro del registro de aquellas que son vilmente explotadas por el capital)”. Ser marica no es de por sí agencia suficiente como para creerse en los costados y en los márgenes de la sociedad heterosexual; ya un poeta, crecido en un barrio, en la periferia de la periferia del Gran Buenos Aires, nos recordaba en su obra y en el testimonio de toda su vida que ha quedado grabado y escrito para la posteridad, lo que implica pensar, en sus consecuencias fundamentales, la problemática de la clase social; y es que no es lo mismo, decía él, crecer y ser marica en la villa que ser un hijo de profesionales en Palermo o Villa Urquiza. Y yo, que no crecí ni en una familia tan cheta ni en barrios tan característicamente medio pelo, sin embargo, veo en mi cuerpo y en mi búsqueda existencial una herida que es la causa de mis males, y esa herida es ser hija alienada de trabajadores alienados que se consideraban a sí mismos desde una visión excéntrica al trabajo: porque sí, el trabajo era una regla fundamental en mi hogar, una consigna que le daba forma a la vida cotidiana y, aún así, yo no pensaba realmente que en algún momento debía trabajar en mi vida, y no comprendía aquello que constituye la dura realidad del dinero, tener que mantener a mi organismo en condiciones saludables e higiénicas y alimentándome todos los días con la miseria que es un salario en la Argentina del peso devaluado; yo no me veía a mí misma como una trabajadora, me hacían la comida, iba a la escuela vestida con un uniforme gris y blanco, no tenía que pensar en verme bien, vivía para leer y para tocar el piano, no quería saber nada con ese mundo externo (externo a las seis cuadras del barrio en el que me crie, las cuadras que caminaba de lunes a viernes para ir de mi casa hasta la escuela y de la escuela hasta mi casa, porque fuera de esos límites, el mundo, para mí, se terminaba o no era real, o era un mundo indigno, un mundo degradado, un mundo de trabajadores que me asustaban, porque esos trabajadores no eran buenos docentes estatales como mi papá y mi mamá, sino tal vez albañiles, o enfermeras; un mundo que no conocía y del que, ya lo dije, nada quería saber). Como no me veía a mi misma como una trabajadora, entonces, me veía como una persona que acaso podía vivir sin trabajar. Pero como eso no existe, tuve que enfrentarme en distintas etapas de mi vida con la dura realidad que constituye el dinero y la esclavitud a la que estamos condenades en estas sociedad modernas y horrendas, llenas de muerte y, también, acompañando a la muerte, tomándola casi de la mano, de esos placeres inauditos que se descubren al traspasar la pubertad y al enterarnos, como dice el poema, de que esta tierra es intermitentemente infierno y paraíso; porque, al menos, aunque vivamos para trabajar (al contrario de lo que pasaba antes, cuando el flujo del capital no gobernaba al mundo y a la civilización humana, ya que se trabajaba lo suficiente para vivir y con eso alcanzaba para celebrar con la comunidad; la comunidad, dicho sea de paso,  es el significante que engloba el significado de todo lo con el capitalismo perdimos irremediable, de toda la mierda que parasitariamente Europa no deja de irradiar al resto del mundo desde más o menos el siglo XV en adelante) sí que existen instancias de un placer tan loco, tan descontrolado, tan salvaje de tomar vino mirando las estrellas y bailando y con los dientes y la boca estirados en la posición de una sonrisa ciega; un placer que se devora a sí mismo y que, precipitándonos hacia la experiencia de la muerte pura (el perder la conciencia, el tener que afrontar la resaca y la extinción progresiva de las funciones corporales, el sexo y el alcoholismo combinados, la mirada que mira sin analizar y el pensamiento que piensa solamente sonidos e imágenes, el dormir profundamente y sin soñar y a la mañana siguiente, el dolor de cabeza durante horas) nos eleva de la condición cultural que nos recluye a las celdas que la razón exige para ser funcionales y rígidos engranajes (engranajes de una sociedad hecha bosta por las dinámicas que son las que también van a precipitar, y no dentro de mucho, su propia destrucción) y nos devuelve al registro animal del que salimos cada vez que nos hablan del pecado originario, del morder el fruto del árbol del conocimiento del bien y el mal (que es el fruto del deseo, ni más ni menos, el fruto que te ofrecen con una mordida por los labios de otra persona), del cuerpo-pecado, de la carne-envilecimiento del espíritu, de la sangre de la que no podemos hacernos cargo, el registro animal de los placeres puros, de la ausencia de cualquier tipo de culpa, vesanía, perder la cabeza por los encantos de un culo o de una cerveza, ser libres del pensamiento que castiga, que castiga con navajas que son palabras y recuerdos, que castiga, que no hace otra cosa que no sea demoler la integridad humana que se perdió en el momento mismo en que la conciencia argumentó en contra de la libertad y la jaula social nos captura y nos dice: “vas a ser esto”, “te propongo el encierro y la vergüenza pública en caso de que no me hagas caso”, “la condición de tu bienestar es tu esclavitud consensuada”. Gente, compréndanme: soy peligrosa y tengo ideas peligrosas. El peligro de mis ideas consiste en estar profundamente cansada, y en ser insensible a la perversidad moral que la cultura propone como modales y reglas de conducta; el peligro en mi existencia se presupone en el deseo de ir más allá de los límites y del encierro, en necesitar trabajar (pero no poder permitirme el lujo de ser esclavizada y, por lo tanto, buscar trabajar por mi cuenta, activar esos billetes sin que nadie me diga qué carajo hacer, ni me impongan un horario, aunque probablemente ya voy a llegar al momento de querer tener mi obra social y mi sueldo fijo a cada fin de mes) para poder superar mis miedos e inseguridades. Sólo trabajando (y más si hago que ese trabajo sea desde una posición placentera y autónoma, a partir de un oficio como el arte callejero, que consta de una profesionalización informal y constante en un ámbito en el que debo hacerme fuerte día a día pues yo hasta los diecinueve años, por lo menos, le tenía mucho miedo y, sí, valga la redundancia: estoy hablando de la calle) puedo llegar a ese ideal de yo misma que anhelo, que es, ¿o no es más que evidente? dejar de morderme las uñas de las manos, dejar de atacarme las uñas de los pies.

¿Quieren que seamos más íntimos? ¿Les interesan los secretos de los que yo no debería dejar nada por escrito sino ir y hablarlos con una mujer, mi terapeuta, a la que por decirle lo que acá escribo le tengo que dar plata que prefiero mil veces gastar en comprar porro? Muy bien, pero develar los secretos de la psique humana no es una vocación de por sí consoladora; hay mucho esfuerzo en descifrar aquellos signos de aquel lenguaje que la mente nos propone; la propia inteligencia humana es débil cuando el inconsciente la traiciona y supe de algunas personas más de lo que ellas querían dar a conocer por la forma específica en que contaban lo que sea que contaban y las palabras y las expresiones con que me demostraban su deriva sin ellas darse cuenta; ¡yo misma fui, en momentos ya innumerables, en muchísimas ocasiones, un libro abierto al exponer mis intenciones y mis terrores inconscientes frente a personas que, descubriendo en mí a un ser errado, un ser incongruente, un ser frustrado y reprimido, utilizaron tanto material candente para burlarse de mí y ridiculizarme! En el fondo no hay forma de escapar a lo que en nuestro interior (¿pero qué es esto de un interior sino una forma distinta de hablar del ser o del alma?) se impulsa y se advierte; no hay forma de evadir la correspondencia entre nuestro instinto y nuestras ganas y la realidad que queremos construir y hacia la que nos movemos en la vida. Y si digo que no hay forma para evadirlo es porque veo, constantemente a quienes lo evaden  al evadirse a si mismes, y esas personas tienen la semilla del suicidio en su interior, la insatisfacción es lo único que florece en sus genitales, el miedo las corroe y transmuta sus órganos a través de odiosas enfermedades, tienen muchas cosas de las que sentirse orgullosas pero no pueden decirse bajo ningún término: “estoy reprimiendo mis impulsos” o “estoy dejando de lado, una vez más, y así hasta morir, mi pasión”. ¡Siguen viviendo sus vidas vaciadas de sentido como si el dolor que implica verdaderamente estar al tanto de los sentimientos no fuera más terrible que el insoportable y perpetuo dolor de vivir sin un por qué, de vivir y morirse vomitando basura y consumiendo sin poder parar de consumir para llenar el vacío que solo puede ser solucionado entregándonos en cuerpo y en alma, o mente o espíritu o interioridad a él, sumergiéndonos en la nada, apagando la mente, como cada vez que nos vamos a dormir y entonces, cinco segundos antes de caer en el sueño profundo los pensamientos se deforman y se vuelve imposible seguirles el rastro! ¡Siguen viviendo sus vidas de mierda sin quererlo admitir! Pero yo le aseguro a quién sea que este leyendo esto: admitir que somos basura, admitir que somos una mierda, admitir que no podemos nada y que nos queremos matar es mucho más satisfactorio que ir por la vida mendigando atención y deseando ser alguien. Servir para algo no sirve de nada. Mucho más fácil es verse vencido y desde la derrota, desde esa atalaya ideal para contemplar nuestro pasado y planear nuestro porvenir que es el fracaso, comprender quiénes somos realmente, y seguir las huellas que habían quedado sepultadas, y seguir por la senda que habíamos abandonado al abandonar la infancia, la senda que nunca debíamos haber dejado. Y así en un esfuerzo demencial para recuperar la demencia, en un abrazo íntimo con la locura que nos arrastra a los callejones más desprolijos de nuestros hábitos maníacos, todo con tal de morir profunda y dulcemente, de morir de una vez por todas y no ser ya más llamades por ningún nombre y no poseer nada, volviendo a ser un único objeto interminable, la realidad, lo real, la unidad de todo cuanto existe.




Pero no es mi intención plantear una metafísica del desprendimiento; no es tampoco mi voluntad la de convencer a quien me lea de cuestiones que no pueden ser comunicadas por medio del lenguaje. “Para qué hablar de lo que no hay que hablar”. El aprendizaje que obtuve durante estos años fue un descubrimiento sutil de las verdades que estaban al alcance de mi conciencia, aquellas a las que debía prestar oído sin sistematizar ni elaborar bajo ningún término académico. Entre el pensamiento y la acción parecía haber una brecha insalvable: sólo actuando demostramos la realidad de lo que somos; pensar, hablar, escribir, todos estos actos imponen un camuflaje, exteriorizan ideas que no importa lo noble y lo bello que suenen porque pueden ser mentiras y ficciones. ¡Para qué hablar de lo que no hay que hablar! ¿Pero de qué se puede hablar? ¿Qué se puede comunicar realmente? Esa pregunta también me tortura, porque yo cada vez que me siento a redactar páginas digitales como esta me pregunto cuál es la forma más adecuada para darles a entender, sinceramente, que a mí todo lo que alguna vez me importó ya dejó de importarme (y entre tantas cosas que antes me importaban y que ahora descarto de mis proyecciones vitales se encuentra la escritura como un arma meramente estética, la escritura como un modo de desplegar conocimiento y elevadas construcciones poéticas que repercuten en la sensibilidad de las minorías hiperescolarizadas de nuestra sociedad periférica, la escritura como arte y la idea del arte en sí misma; la escritura, al día de hoy, me importa sólo como medio sucedáneo de la terapia que no me puedo pagar porque no tengo un salario que me lo permita y, por lo tanto, como medio para interpretar todo lo que me vino pasando desde que me hice adulta y me sumergí en ese laberinto de la cultura del que ya nadie me va a sacar, salvo esa muerte que les digo que tanto ansío, pero que no me puedo administrar voluntariamente porque de lo que se trata la vida es de una preparación estoica, repito, para alcanzar una muerte digna) y como casi todo ya dejó de importarme y, en cierta medida, me volví cínica, pesimista, incapaz de participar en cualquier actividad colectiva que se proponga cambiar el mundo porque sospecho que el mundo ya no tiene retorno y que lo que se viene haciendo en él desde hace ya generaciones es irreversible, como todo ya me da por el culo y solo quiero poder sentirme tranquila y profesionalizarme informalmente para sentirme segura e incluso llegar a ser, en algún momento, si es que puedo, si es que no es demasiada ilusión, autónoma trabajando de lo que me gusta; como todas las batallas ya las perdimos y lo único que se puede es resistir con lo puesto, como ya no se cree en la redención a la manera tolkiana (fue Tolkien un demiurgo soñador que salvó a su tierra media de las garras capitalistas e industriales de Mordor por medio de la magia y de la voluntad heroica individual de un par de hobbits) lo que creo es que por medio de estas relecturas de mí misma y de mis pensamientos puedo llegar a generar es un testimonio que valga por todo lo que yo atravesé en este ambiente hostil y paupérrimo en el que me tuve que hacer fuerte en el transcurso de mi vida, vida que es, en cierta forma, una lucha del ego y del ser por perseverar a la muerte y a las ideaciones suicidas, una batalla constante por sobrevivir y no dejarse estancar por las pulsiones que nos indican la pasividad y que nos capturan y nos vuelven engranajes, humanidad pelada, humanidad que no lee ni escribe ni escucha siquiera, humanidad en descomposición física, humanidad sin energías y sin rastros de rituales, ni ceremonias, ni sacrificios, ni hechicería. Y, desde ese testimonio, apuntar (vanamente, lo sé) a inmortalizarme. Y al ser inmortal a través de estas páginas, apuntar, a la vez, a las generaciones futuras (si es que las hay, porque al paso que vamos nada va a quedar, absolutamente nada que no sea ruinas y escombros). ¡Fuentes del pasado para les historiadores del futuro! ¡Vestigio literario de una mente fisurada por el alcohol! Esto soy yo, esto me manifiesta, esto me representa, a través de estos signos puedo hacerme escuchar en el tiempo, estas páginas huecas no lo serán si en algún momento alguien las encuentra y temblando de miedo al terminar de leerlas se dice: “era así, entonces, vivir la decadencia de la modernidad y sus grandes proyectos ilustrados; era así, entonces, sufrir por la esclavitud escondida en la supuesta libertad de los contratos laborales en el capitalismo; y así, también, ver el agua de los ríos contaminadas por las plantas de hidrocarburos y las industrias químicas y sus desechos”.

  

II

 

Pero íbamos a hablar de mí, y lo único que hice fue irme por las ramas.

Yo, hasta los diecinueve años, no podía, no sabía, no me salía, bajo ningún concepto, en ninguna situación, sin importar cualquier estímulo o incentivo, bailar. ¡Bailar! Algo tan básico, tan sencillo, tan fundamental…Pero yo, y no crean que estoy exagerando: yo no podía bailar. Tratábase esto de un impedimento mental, evidentemente, porque yo no podía bailar porque mi cuerpo no fuera apto; de hecho, mi cuerpo era joven y adolescente y tenía, en aquellos años, muchísima energía, energía que no podía descargar de ninguna forma acaso, porque vivía reprimida pensándome en celdas abstractas que se encargaban de vaciarme y de encajonarme en recurrentes estados depresivos: pensarme como un “hombre”, pensarme como un “poeta”, como un “artista”, etc.

¡Y yo no podía bailar! Recuerdo, ahora, el relato que Hermann Hesse dejó a la posteridad en su novela sobre el lobo estepario, un personaje con el que fácilmente podría identificarme (pero esto debe sonar demasiado estereotipado y, para decir las cosas claras, yo no me parezco hoy en día en casi nada a Harry Haller) y que, llegado al filo de sus cincuenta años nunca había bailado, y odiaba la existencia y se odiaba a sí mismo probablemente también. Entonces conoce a una muchacha que repercute seriamente en su vida porque restituye para él el plano del goce más fácil de obtener: el goce de bailar, y ser feliz durante toda una noche bailando. El año pasado escribí un breve resumen de las ideas que suscitó en mi la lectura de esta novela y ahora, releyéndolo, me encuentro lo siguiente: “El aprendizaje de y sobre la vida que Armanda enseña a Harry es un aprendizaje cuya búsqueda es restituirle a su existencia un campo para él desde un principio perdido, clausurado: el del goce. Bailar es manifestar el goce de la existencia a través de la expresión corporal más neta, más acendrada…. El cuerpo, y su potencia en dinamismo, sus capacidades a la hora de moverse, de ejercitar la flexibilidad, de vibrar y acompasarse ante la magnificencia de los sonidos que oye, el cuerpo entraña en sí y en su propia figura, en su disposición misma para el baile, una cantidad de goce enorme, que muchos angustiados individuos, a la manera de Harry Haller, no llegan nunca a conocer, o lo hacen tardíamente, o por medio de algún intermediario (Armanda: esa intermediaria ideada a la manera del ánima jungiana, la feminidad reprimida en el inconsciente colectivo de los llamados "varones", según diría el mago tarotista de Zurich [referencia a Carl G. Jung])…”

¡Entonces sí que tenía algo en común, por lo pronto, con Harry Haller! Pero eso es ya cosa del pasado. A los diecinueve años yo no podía bailar: me quedaba paralizada. Atónita al ver a las demás personas disfrutando de la música. El siguiente párrafo expresa a la perfección lo que yo sentía en aquel entonces: “mi cuerpo se quedaba en silencio, mi mente se achicharraba en un infierno de transmisiones vacuas. No me permitía saltar, ni agitar los brazos siquiera. Era una pena impuesta por un tribunal que, a modo de coro negativo, habitaba en el interior de mi consciencia, retrayendo mis actividades a un punto muerto de asfixia social en el cual no podía vibrar alegremente como el resto de la comparsa de individuos alcoholizados. Me veía sólo, y al verlos a todos los demás, me representaba la secuencia del baile como algo estúpido, como algo que sólo los estúpidos podrían desear para sus vidas. (Posteriormente ese sentimiento se transformaría dejando de lado la indignación ante la estupidez para darle lugar a una tristeza inmensa ante la magnitud del goce observado y la imposibilidad del mío propio). Llevando a cabo el ritual de la danza, se convertían en borregos, en una inescrupulosa masa de morales bajas y entrega a la predisposición del sexo que se advertía en la insinuación misma del movimiento, de las ropas y los adornos según la ocasión, de toda la parafernalia que se anunciaba detrás de una música vaciada de contenido, y con la ayuda, eso sí, de muchas sustancias inopinables, de las que nada quería saber, yo, hace unos cinco años”. ¡Les juro que esa era yo! ¡Así de infeliz era! Y hoy, que no sé si soy más o menos feliz (porque descarté por completo la noción de que la felicidad exista realmente) sin embargo, sólo puedo decir algo de mi vida, sólo puedo enunciar una única verdad en mis deseos: que quiero bailar, bailar sin parar, bailar tomando o sobria, bailar de cualquier forma, a cualquier hora y sobre el ritmo y las melodías de cualquier música. Pienso, también, en otra novela, una novela mucho más interesante que la de Hermann Hesse, escrita por un escritor colombiano que se mató a los veinticinco años, Andrés Caicedo, y que, justamente, se titula qué viva la música, en honor a un tema de uno de los fundadores de la salsa, Ray Barreto. Ahí se narra la historia de una chica bien de Cali que, después de conocer la droga y los ambientes de rock psicodélico de fines de los sesenta, llega a una rumba donde se baila salsa y se pasa tres días enteros en una orgía de baile, sexo y alcohol, termina sus días desclasada y dedicándose a la prostitución, después de haber conocido a un malandro que asaltaba a los turistas que buscaban hongos por el monte; y ese es su gran consejo de vida, expresado así: “es preferible bajar, desclasarse; alcanzar el término de una carrera que no conoció el esplendor, la anónima decadencia”. Y yo, que ahora no encuentro alternativas laborales y que trabajo a cambio de propina en los semáforos de esta ciudad tocando la quena, me hallo identificada en lo esencial con ese consejo. Y todo viene de la mano, conectadísimo, con la música y las subliminales verdades que la música te revela. Y por eso digo, como cantaba Ray Barreto, y con gran orgullo: ¡Que viva la música! ¡Que viva la música criolla! Y la música sin nacionalidad alguna, también. Tan solamente: ¡Que viva la música, toda la música, cualquier clase de música!




Todo esto me lleva a considerar las ideas de un psicoanalista, Alfred Adler, quien fuera, junto a Jung, uno de los primeros en distanciarse de la ortodoxia freudiana a finales de la década de 1900. Hoy en día se valora a Adler como el introductor del concepto de complejo de inferioridad en psicología. En su libro sobre Freud y los postfreudianos (edición en español de 1963) el psicoanalista británico J. A. C. Brown reseña cómo Adler se interesó en los fundamentos biológicos de las teorías de Freud pues era objeto particular de su atención “la capacidad del cuerpo para compensar el daño orgánico”, es decir,  cómo la capacidad de compensación de las funciones de un órgano dañado supone o puede ser considerada “como un intento del organismo por superar su defecto”. Este tipo de fenómenos observados en el plano fisiológico fueron el modelo que posibilitó a Adler teorizar, en la psicología, reacciones compensatorias similares frente a la inferioridad de ciertas funciones. Demóstenes, el orador de la Atenas del siglo IV a. c. supone un caso paradigmático: Plutarco nos cuenta de él que de pequeño tartamudeaba. ¡Un niño tartamudo llegar a convertirse en un experto en el uso de la lengua, en un hombre capaz de disertar brillantemente frente a multitudes! Por tanto, “era la inferioridad de dichas funciones la que estimulaba al individuo para superar su defecto hasta un grado tan elevado que la función que fuera inferior se convertiría en una superior” (p. 51). Al separarse de Freud (quien, como suele ser comentado con frecuencia, enfatizaba la sexualidad como clave para la comprensión de la vida anímica de las personas) Adler utilizó la noción de complejo de inferioridad como cifra explicativa de la vida mental. Así, su tesis básica se resumía en que “ser un ser humano supone la posesión de un sentimiento de inferioridad que constantemente ejerce presión hacia su propia conquista” (p. 52).

Teniendo esto en mente me parece evidente que hubo en mi vida una conquista visible de esa función, bailar, que hoy me es tan importante. Y no solo eso: también, una conquista de mi capacidad de expresión, una búsqueda por expresar mi voluntad y mi deseo en espacios en los cuales yo me sentía totalmente intimidada.

Pero como siempre digo: todo esto recién empieza. Y todavía hay una larga cola de miedos y represiones, propias de mi psicología dañada y hecha trizas por la violencia que es intrínseca a esta forma cultural moderna de la existencia humana, que debo trabajar…

 

 

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