sábado, 10 de octubre de 2020

Soy no-binaria (2)

 Las conclusiones que extraje en las últimas semanas las resumí brevemente al comenzar a publicar estos dos escritos en los que redefiní mi vivencia e identidad del género. El siguiente texto es una versión ampliada que problematiza con mayor profundidad lo que ya expresé sintetizado en el primer apartado de este posteo.

Soy no binaria (dos semanas después)

4 de octubre, 2020.

Cuando me propuse escribir y aclarar ante mi propia conciencia este proceso íntimo que me llevó a descubrir mi verdadera identidad de género, no había tenido en cuenta, en primer lugar, que la noción de transitar de la masculinidad adherida a mi constitución biográfica, impuesta por la lectura social que hizo de mi cuerpo con genitales masculinos el cuerpo de un “hombre”, impuesta por mis xadres y por el sistema sanitario que auscultó mis formas visibles y dedujo a partir de ellas la seña de mi ser como varón, que la noción de transitar de esa masculinidad, como venía diciendo, a esta nueva expresión de género que considero, así como más femenina, también mucho más ambigua, iba a suponer etapas de desconcierto y de incapacidad de autodesciframiento. Esto lo digo porque, si buscan más en el fondo de este blog, mi primer intento de borrar la marca del género masculino que contuvo mis expectativas vitales durante mis dos primeras décadas de vida supuso identificarme plenamente (y en su momento, por supuesto, con sinceridad) como una mujer transgénero. Pero, pasado el tiempo, conversando y observando detenidamente lo que implica ser una mujer, lo que implica en nuestros términos sociales y culturales específicos (los de América del sur a principios del siglo XXI) ser una mujer, así como las implicaciones a largo plazo de la terapia de sustitución hormonal que había considerado comenzar, descubrí (y de acá deriva el desconcierto y la incapacidad para expresar concretamente a qué ha llegado mi identidad) que mi vivencia del género supone una negación mucho más acentuada ante la idea de que existen hombres y mujeres, personas definidas por una identidad prioritariamente femenina o masculina. De hecho, vengo pensando en todas estas cosas desde hace ya unos cuantos años. Pero, ya como hombre gay o como mujer transgénero (identidades ambas con las que me identifiqué a lo largo del 2020, saliendo ahora a la luz mi nueva exploración tendiente a la ruptura de esas dos categorías), la limitación impuesta por la contradicción aparente de los cuerpos y de los roles sexuales me atormentaba, impedía la exploración de un nuevo recorrido en mi existencia, que es el que ahora, valga la redundancia, estoy transitando. Y se trata este de un recorrido que me arroja ya de la órbita de la sexualidad binaria, que me desliza hacia el ámbito de la crítica absoluta con respecto al sistema de ciframiento y codificación de las personas en relación a sus genitales, sus cuerpos, sus características sexuales secundarias y su orientación sexual. Considero, en definitiva, que esa es la expresión de una imposición extranjera (más precisamente, la manifestación eurocentrada, es decir, colonizada, de casi todo lo que en nuestro contexto de sudamericanes del siglo XXI realizamos, teniendo en cuenta que el modelo y la construcción de la masculinidad y la feminidad que hoy son hegemónicas vinieron importados de Europa). Y que mi forma de desatarme de esa sujeción simbólica es expresar, ciertamente, que yo no respondo a ese molde de masculinidad e, incluso más, que yo no me considero más un varón.

Que decida no renunciar a mi cuerpo de varón, es, de alguna forma, problemático. ¿Pero cómo puedo juzgar por mí misma la orientación de mis búsquedas por el placer que ha sido constituido, sin que yo tuviera la posibilidad de decidirlo, pues era una menor de edad, en el proceso de mi socialización como miembro “funcional” de una sociedad disfuncional? Siendo una nena jugaba a frotar mi pene contra el pene de un compañero de mi escuela. Mi papá nos vio en la pieza y, si bien no dijo nada, emitió una exclamación que delataba tanto sorpresa como repugnancia antes de cerrar la puerta. Lo que vio era una censura de su propia vida materializada en la carne de su hijo, un desviado que no tardaría en volverse adolescente y en renegar para siempre de la sexualidad reproductiva, aún antes de volverse adulta y manifestarse como una feminidad trans y no binaria. Busco hoy lo que buscaba de pequeña: frot, placer fálico con un compañero que sea más el cómplice de un juego absurdo, inestructurado y consistente en nada más que en el placer proporcionado por su práctica que una pareja con leyes y códigos de convivencia, con disputas de acervo monogámico, heteronormado y burgués. Realmente: aplicar el concepto de “pareja” con otros personas (lo hice dos veces en mi vida) fue un completo desastre, para mí y para ellas. Asumo todas las responsabilidades del daño que realicé. Por mi propia ceguera, ceguera de aún considerarme un varón y de no haber tomado perspectiva de la realidad social en su complejidad y en sus contradicciones (pero, ¿cómo podía ser consciente de tantas cosas que me hubiera sido útil saber a los veinte años? El aprendizaje es también producto de la experiencia) lastimé a las personas que, irónicamente, decía “amar”. La trampa del amor romántico es la misma trampa que la de la familia. En nombre del cariño tal vez buscamos aprovecharnos de las personas, cuando no, despedazarlas. Las familias son los órganos de esta sociedad encargados de reproducir la violencia a nivel molecular. Las parejas, por su parte, son soledad aglomerada, compartimientos fríos en donde ambas  partes descargan sobre la otra sus inseguridades, además de entablar un vínculo que redunda (¿casi siempre?) en la dependencia emocional. También son la proyección de una película basada en la idea del matrimonio conyugal, y esa película es de larga data y, como planteaba más arriba con respecto a la construcción de nuestros modelos de género, es de origen europeo. Con esa bosta ya no comulgo. Mi búsqueda del placer se vio, así, liberada de una mochila inútil cuando dije “ya no me puedo considerar más un hombre, y, de la misma manera, no puedo destinar mi energía a tener una pareja porque, realmente, la idea misma de pareja me suena a esclavitud consensuada”. Detesto los formalismos.



 Debería hablar, partiendo de la idea de que lo que hoy tengo que hacer es reescribir mi pasado, reencontrarle un significado a la luz de este presente que se me hace la más rara invención del azar y de lo improbable, debería hablar, así, de cómo me desenvolví siendo un varón homosexual desde el año en el que salí de la escuela (2015) hasta el año presente en el que transicioné ya en dos ocasiones, en junio, de varón a mujer trans y, en septiembre, a fines de septiembre, de mujer trans a ser simplemente, una feminidad indefinible, no-binaria en la amplitud de la ruptura que esta idea conlleva, y aun con la carga, el peso social, que las señas masculinas de mi cuerpo de primate macho me imponen. Porque comprendo que va a ser difícil despegar mi imagen de varón de mi identidad que no se corresponde con una idea que la gente generalmente se hace con respecto a lo que implica llevar el cuerpo de un varón y, por supuesto, la significación social de ser un varón.

No soy un varón. Soy una maricona trans no binaria. Tampoco soy una mujer. Dejar de ser un varón, y aunque mi identificación entre junio y septiembre de este año fue femenina al punto de pensarme como una mujer y de desear iniciar una terapia de sustitución hormonal, es, en el fondo, un acto de enunciación y una demostración de negatividad. No quiero acordar con ninguno de los lugares comunes que esta sociedad me propone. No quiero que para ustedes y para la imaginación de ustedes mi realidad sea una realidad fácil de representar. Voy a buscar volver al origen poético de mi sueño adolescente: ser un margen, ser un reverso, ser una identidad cuya identidad es inidentificable. Estar por fuera del registro de las definiciones. Las definiciones son como cárceles. Los límites de mi cuerpo no son los límites de mi autopercepción. Mi autopercepción es mucho más elevada que el contorno de mi cuerpo. Porque yo digo “tengo el cuerpo de un macho biológico” y, a continuación, agrego, “tengo también la noción cultural, expresada gracias a mi capacidad de abstracción simbólica, única en el reino animal, codificación del universo en signos, en sonidos, en palabras; tengo la noción cultural entonces que me permite saber que hay un más allá de la representación humana que evade y que a la vez multiplica la realidad en pequeñas celdas de subjetividades moldeadas por la historia, es a partir de ese más allá propiamente nuestro, especificidad y enigma del reino animal, que yo me voy a definir como un ser que apunta con su mirada al cielo y distingue las estrellas y el ciclo de la luna y se dice, por más que sea para sí y nadie en el mundo entero le reconozca la razón o le preste oídos a sus quejas solitarias y plenas de vanidad, yo puedo explicarme por fuera de mi cuerpo de primate macho, mis genitales, como dice la consigna, no me definen, mis rasgos sexuales secundarios a veces son una condena porque me reducen a una visibilidad masculina pero también soy afín a mi cuerpo tal y como es y, sin ser un varón, tengo un cuerpo leído como el cuerpo biológico de un varón, sólo que yo no comparto esa idea, está todo más que mal con esa idea, porque no me voy a identificar con una idea que en sí misma conlleva una pesada carga cultural, la opresión de género, las actitudes de soberbia machista con que en cada gesto el señor ignorante delata su condescendencia al hablar con una mujer, género masculino que además es una invención europea y del siglo XIX; si ese es el modelo de ser humano que mis ancestros propusieron para mí yo le escupo en la cara a mis ancestros, incluso a mi padre, yo no soy ese hombre que querían que fuera, yo no soy un hombre, detesto a los hombres – aunque me los coja – y quiero nombrar la libertad de ser en femenino, que mis amigas me tratan de ella y no de él, que mi nombre, mi nuevo nombre, Lihué, no tiene marcas de género (y tampoco es europeo)”.

Entiendo ahora que ya no tengo tantas dudas al respecto, que ya casi ni tengo dudas.

Pero entonces llegan todos los demás fantasmas que me acosan en la perspectiva de mi presente, de mi actual crisis. ¿De qué voy a trabajar? ¿Puedo ser autogestiva? ¿Qué herramientas dispongo? ¿Qué herramientas puedo diseñar para mi futuro? ¿Existe realmente la posibilidad de…

Lo que yo quiero hacer con la vida, tal es el problema, aun no fue creado. De lo que yo quiero vivir no hay registros escritos, ni memoria, ni abordajes académicos. Soy única – como todo ser humano que nace, que nació y que va a nacer es único. Tengo que reinventar lo creado a partir de mi especificidad (otra vez, volver a barajar el mazo). Tengo que salir de mi cascarón, una vez más; o, una vez más, romper el huevo que contiene mis proyecciones vitales, que las demora; una vez más, exorcizar a los fantasmas que me reducen a la imposibilidad de ser, al miedo infatigable, al espanto de estar viva en un mundo moldeado a partir de una violencia de la que no quiero formar parte pero de la que, sin embargo, ya soy parte constitutiva (no quiero pensar cuántas vidas extingo con el mero fin de perpetuar la mía).

Las dudas renacen pero apuntan ahora en otra dirección…

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