Palabras liminares: a modo de recapitulación de todas las demás cosas que hasta acá publiqué en este blog.
10 de octubre, 2020, (00:33 hs).
Soy no-binaria.
19 de septiembre, 2020 (03:00 hs).
"Conceptos como los de madurez, estabilidad, equilibrio y adultez
han entrado en crisis, puesto que forman parte de las ideología represivas al
servicio del mantenimiento del orden establecido. Según los ideales y valores
dominantes en la sociedad en un momento dado, determinados ‘resultados’
producidos con mayor frecuencia por la estructura, son tomados como medidas de
salud y transformados luego en ‘finalidades’. Si bien es cierto que toda
elección implica una limitación, la elección misma es el resultado de hallarse
ya limitado, determinado previamente".
(S. Turbert, la muerte y lo imaginario en la adolescencia, Madrid, 1986, p. 14).
Escuchó
desde su departamento de cinco por cinco metros el ruido de la calle: un camión
a las tres menos veinte de la madrugada. No tenía razones para estar desvelada,
tampoco tenía sueño, ni ganas de dormir. “Si todo es tan confuso ahora”, pensó,
“imaginate en cinco años”. Inmersa en el silencio, sintió el ruido de los grillos.
“Imaginate mañana”. Despertar, como todos los días, y tardar en salir de la
cama porque nada la incitaba a levantarse. Escuchar que allá en la calle la
vida seguía, y que la gente conversaba y los camiones reventaban bolsas de
plástico sobre el pavimento. La tierra rota y todos los días en el este,
puntual, estricto, el sol empezaría su peregrinaje en el cielo. A la tarde,
sumergiéndose entre callejones y tejados de chapa, lejano, hacia el oeste,
completaría las estaciones de ese viaje que en realidad era un viaje de la
tierra rotando sobre su eje. Habría movido su cuerpo sobre el espacio urbano
que habitaba, habría dejado las llaves olvidadas en algún rincón de la casa de
su amiga o habría ido hasta la verdulería de la esquina a comprar mandarinas y
repollo. La vida seguía. Las bicicletas oscilaban sobre el pavimento. Su cuerpo
se habría ido de paseo y, sin embargo, ¿Su mente seguía ahí? ¿Pensando cosas
horribles? ¿Viendo el paso de los años mutilar lo único que la mantenía cuerda,
su belleza, su rostro de juventud, su pelo sin canas? ¿Su mente era la misma
antes y después de las drogas? ¿Quedaba algún espacio abierto para que
manifestara la indignación de su usuaria? “Pero qué es esto”, se dijo, “pensar
que soy usuaria de mi mente”. Escuchó desde su departamento de cinco por cinco
metros el ruido de una moto, los ladridos del perro que ladraba a cualquier
hora mirando la calle detrás de una ventana, encarcelado. “Yo soy mi mente”.
“Pero no, no puede ser que yo sea mi mente”. El sol, todas las mañanas, por el
este. Días tras días de desconcierto, de desapego existencial, de ideación
suicida, de ir a comprar frutas y verduras, de perder las llaves, de habitar en
la ciudad. Días y días de muerte solapada entre comida, porros, documentos,
trámites, el salario, las ganas de ser algo más de lo que se era. “Pero estoy
acá, y soy afortunada de estar en donde estoy, de tener lo que tengo”. Los
grillos. Recordó haber leído en un libro, aunque todo lo que en ese libro se
decía había sido escrito por alguien tan lejano en la historia (el siglo XX era
ya un abismo con respecto al presente, y nada de lo que ella vivía en el siglo
XXI era comparable a la experiencia histórica de, siquiera, sus xadres) que era
inútil aplicarlo a lo que a ella, contemporánea de las vidas sintetizadas por
las tecnologías digitales, de las vidas chupadas por la tecnificación creciente
de los asuntos humanos, vivía; recordó haber leído en un libro antiguo,
entonces, que escuchar de noche a los grillos es signo de cordura. “Nadie está
más cuerdo que cuando, en la soledad de su cuarto, escucha el canto de los
grillos”. O algo así. Ella podría agregar “o el ruido de las motos y de los
camiones en la ciudad”.
¿Era
ella misma la que pensaba, o era su cuerpo el que pensaba? ¿Su cuerpo se movía,
o su mente se movía? ¿Existía su mente por fuera de las palabras con que se
representaba que existía su mente? ¿Qué era su mente? ¿Dónde estaba su mente?
¿En el cortex cerebral? ¿En el estómago o en el hígado? ¿Su mente era su
cuerpo? ¿Su cuerpo era el receptorio de su mente? ¿Existiría su cuerpo sin la
necesidad de una mente? ¿Su mente era una evolución o una extensión de su
cuerpo? Últimamente se inclinaba por esta última hipótesis. Que su cuerpo de
primate hiperdesarrollado había llegado, como característica de la especie, a generar
la conciencia autoconsciente, un repertorio de signos con que describir la
realidad. Pero ese era el problema, siempre, de los signos y de la realidad.
Que al describirla los signos la abstraían. Y al abstraerla la realidad dejaba
de ser real.
Si
ella quería, por ejemplo, hablar de su cuerpo, una vez más, de su cuerpo. Debía
decir obligadamente cómo era su cuerpo. Pero la forma en que su cuerpo era
descrito no era inocente en términos históricos. La descripción de su cuerpo
debía situarse en el marco epistemológico de una sociedad, en los marcos
situados por las fronteras del conocimiento impuestas en una determinada época,
en un determinado lugar. Según el esquema binario que gobernaba el mundo, su
cuerpo, su cuerpo que no eligió, era el de un varón. ¿Qué aspectos de su cuerpo
la colocaban como la dueña del cuerpo de un varón? Los aspectos sexuales
secundarios: la distancia existente entre sus cuerdas vocales después de haber
pasado por la pubertad. La barba (que de todas formas, día a día, podía
depilar). La nuez de adán. La forma en que la grasa se distribuía más sobre su
abdomen que sobre sus caderas. Además, la seña de sus genitales: el pene, los
testículos. Y la ausencia de mamas. Recordó un soneto de Miguel Hernández “como
el toro he nacido para el luto / y el dolor, como el toro estoy marcado / por
un hierro infernal en un costado / y por varón en la ingle con un fruto”. “Ah,
sí”, se dijo, recostada sobre un sillón mientras escribía estas páginas
digitales en el procesador de texto, “por varón en la ingle con un fruto…”
Había
descubierto que, a pesar de las marcas de su cuerpo, ella ya no era más un
varón. Por ellas, al nacer, le había asignado una identidad de género
masculina. Pero esa identidad contribuyó, en gran medida, a hacerla infeliz. Se
vio, llegado el punto de enunciar su verdadero bien, la representación de su
deseo, inclinada a rechazar la masculinidad. Después de todo, la masculinidad,
descubrió, era un registro abstracto, una cadena hecha de signos, que no tenía
tanto que ver con la realidad de su cuerpo sino con la distribución de los
roles de género y el control de las personas por medio de la sexualidad en una sociedad marcada a fuego por el
capitalismo y un proceso histórico cuyo origen fue europeo: la modernidad. Todo
eso era una imposición foránea. Todo eso no era propiamente sudamericano, ¡ni
siquiera el nombre de América era un nombre americano! Si bien su sangre venía
de Europa y de Asia (era hija de hijes de inmigrantes italianes y vasques, así como
de inmigrantes judíos oriundos de Damasco) su cuerpo, colocado en el acá y el
ahora, abierto a la influencia coyuntural de veintidós años de vida americana,
su cuerpo valía más que su sangre, su cuerpo no era europeo, su cuerpo había
sido moldeado por la tierra que la vio crecer. Y así como ella decidió que no
era varón por tan solo tener el cuerpo de un varón (“en la ingle con un
fruto…”) decidió, de la misma manera, que en su ADN no estaba la génesis de
nada. Porque la planta de sus pies nunca piso suelo que no fuera
latinoamericano. Y ahí convergían mil identidades expoliadas, mil historias de
lucha, experiencias traumáticas y a su vez, experiencias de goce colectivo, de
celebración. En frente de ella lo tenía todo: el futuro. Pero en su mente albergaba
el pasado también, como en un arcón: la triste historia del continente cuyo
nombre fue impuesto, la triste historia de la joven cuya identidad le fue
impuesta por culpa de aquella delación de su cuerpo, ese pene, ese vello
facial, esa vergüenza de ser hombre…
¿Pero
por qué debía sentir vergüenza de su cuerpo de hombre? Había llegado, en algún
momento, a pensar que había algo intrínsecamente errado en su constitución
biológica. Sin embargo, la incomodidad que muchas mujeres transgénero
manifestaban, ella no la sentía. Su identidad de género, de pronto, se le
representaba doble: por un lado era una chica, y quería ser tratada por les
demás como una mujer. La camaradería de los hombres entre los hombres le
generaba espanto. Nunca había visto mayor complicidad para el acoso y para la violencia.
Ser una mujer, a los ojos de los hombres, implicaba para ella explicitar que no
sería posible obtener su complicidad. Que no formaría parte de la defensa de la
cofradía de varones. Pero los hombres la atraían. Y cuando la atraía un hombre,
por su aspecto y por su personalidad, entonces ella no quería ser deseada como
una mujer. Ella quería que los hombres la deseasen como hombre (por más
femenino que fuera). Y como varón tener sexo con otro varón, acariciando, con
una sola mano, dos penes a la vez…
Entonces su identidad femenina, su identidad de mujer era, también, mucho más compleja, y estaba comprendida en el espectro de lo no-binario. Debía volver a pensarlo todo una vez más. Su transición no terminaba, sino que recién volvía a comenzar. Las hormonas no podían ser el camino predilecto de esa transición: tomar hormonas la alejaría de su verdadero deseo, de lo que más la excitaba. Ser una mujer y, aún así, tener un cuerpo de hombre para poder coger con otros hombres, en un intercambio homosexual. La heterosexualidad no la atraía. Ella no podía renunciar al encuentro sexual entre un cuerpo leído como masculino y otro cuerpo leído como masculino.
post scriptum
19 de septiembre, 2020 (22:00 hs).
Releyó
lo que había escrito durante la madrugada. Había puesto: “ella no podía
renunciar al encuentro sexual entre un cuerpo leído como masculino y otro
cuerpo leído como masculino”. Pero entonces, ¿por qué había escrito, renglones
arriba, que “como varón” ella quería “tener sexo con otro varón”, y agregó, “acariciando…dos
penes a la vez”? ¿Por qué, tan subrepticiamente, tan sin darse cuenta, dio por
sentado que todos los cuerpos de varón tenían, como el suyo, un pene? ¿Qué
pasaba, entonces, con los varones trans? De nuevo: todo era más complejo. Y
debía comenzar, una vez más, a no dar nada por sentado. Y a problematizarlo
todo, así como ya había comenzado a problematizar, desde hacía más de un año,
su cuerpo, su identidad de género, las cifras que anulaban el deseo en su vida
y la manera en la que desbloquear las inhibiciones que la mantenían alejada de
la representación de su deseo y de su verdadero bien.
Si
se viera en el espejo vería siempre ese rostro huesudo, con los rulos
desorganizados, con la piel pálida y los ojos claros. Si supiera el espejo el
esfuerzo que tuvo que hacer para aceptar que no había nada terrible en tener
los ojos claros. Que no había nada equivocado en el color de su piel. Y a pesar
de todo: sabía quién era, y por saberlo, la conciencia le pesaba como le pesaría
llevar colgada un ancla al cuello. Todo se concretaba en los mil factores que
habían llevado a que ella dejara de pensarse en masculino. Ese cuerpo de
blanco, era, ahora, el cuerpo blanco de una persona trans y no binaria. Lo que
ella hacía con su cuerpo evidenciaba una escapatoria por la vía del dolor: sus
cicatrices, sus piercings, sus dedos siempre mordidos, deformes por años de
despellejarse la piel que rodea las uñas con los dientes. No hubo día de su vida
en que ella no se autolacerara, en que no se hubiera hecho sangrar los dedos.
Los desordenes alimenticios, por suerte, eran ya cosa del pasado.
¿Cómo
creer que la cura a la ansiedad era el dolor? ¿Cómo mantener a la mente
tranquila requería maltratar al cuerpo? Había dejado terapia. Rehusaba siempre
de los antidepresivos. Si la escapatoria no era el dolor que podía
autoinflingirse, la escapatoria, entonces, era evadir la realidad. Todo era
válido para escapar de la realidad: la literatura, la música, el ajedrez, mirar
el techo, masturbarse, la universidad. Todo era válido. Pero su método favorito
consistía en fumar porro.
Si
había reemplazado la terapia por la marihuana, ¿hacia dónde creía dirigirse en
la vida? A veces tomar malas decisiones generaba en ella una especie de placer
idiota. A veces tomar malas decisiones era, en el fondo, su manera de
manifestar el odio que sentía por ella misma. Pero desde que había
transicionado, en junio de ese año, cuando al principio se dijo “soy” o, más
bien, “me identifico realmente como una mujer” (aunque después se dio cuenta de
que el énfasis de su identidad recaía sobre la ruptura del binario de género),
ese odio se había evaporado y se había convertido en una reflexividad positiva,
en una proyección a un futuro libre, a un mundo sin tomar ya en cuenta los
pesares que, pensándose como un varón, la atosigaban. ¡Vanidad! Seguía siendo
una persona incapaz de disfrutar y de disfrutarse. Aun siendo una feminidad
trans. Aun siendo libre como creía serlo. Pero la libertad aún se le aparentaba
lejana. No creía ser libre como llegaría a serlo en el futuro: “en cinco años”,
creía, “todo va a mejorar”. Pero podía ser ingenua. La realidad no daba señales
de mejorar. El futuro era opaco. Y su único cable a tierra (algún día trabajar
como docente) podía llegar a ser, en caso de que todo empeorara, un pasaporte a
la locura. Si ella no contaba con sus amistades, si no contaba con la música
(que, por culpa de la peste y de la policía, ya no se animaba a realizar al
aire libre a cambio de la propina de quien generose la escuchara), si no
contaba con el porro ya hubiera enloquecido hacía rato. No se trataba de ir o
no a terapia (¿cabía alguna duda de que hubiera sido mejor para ella reiniciar
el psicoanálisis con una profesional?). No se trataba de antidepresivos (pero
nunca los hubiera aceptado). Se trataba de tomar en cuenta un contexto crítico:
el de la Argentina del primer cuarto del siglo XXI. O sea, todo se estaba yendo
al carajo. Nadie podía evitar que todo se fuera al carajo. La gente debía
sobrevivir en medio de un drama social, de un conflicto que pronto alcanzaría
escalas inconcebibles de violencia y deshumanización de las vidas subsumidas al
culto al lucro. Los que se enriquecían con la pobreza ajena nunca iban a ser
juzgados (nunca fueron juzgados). Desde el último rincón del continente
americano quedaba resistir. Y su resistencia era en compañía de tres o cuatro
personas que la comprendían, y a las que ella debía toda su felicidad. Cuando
se encontraba sola, sin embargo, volvía a morderse las uñas. Volvía a
lastimarse. Sus pensamientos eran una avalancha de mierda. No lograba
detenerlos. Tenía sus técnicas de autocontrol, sus técnicas de autocuidado.
Sabía hacer yoga, sabía respirar profundamente. Intentaba regularizar la práctica
de cierto tipo de meditación. A la larga, sólo el porro era la medicina
adecuada. Sólo el porro le devolvía sabor a su vida. ¿Pero eso era una
degradación, una adaptación de su psicología a un consumo que se había vuelto
adictivo? El porro no era adictivo. El porro la mantenía a salvo…
Adictivo
podía ser el alcohol. Adictiva podía ser la basura que miraba en internet. El
porro, mientras tanto, era una compuerta al reino de la relajación absoluta.
Era una identificación de su ser con el instante, y era una glorificación del
instante como lo que este era: pleno presente, presente sin límites, eternidad
agolpada en un segundo. Cuando los días pasaban y seguían pasando, el porro la
mantenía en un único punto del universo, que era el que estaba pisando, y desde
ese punto respiraba la existencia, y la existencia era por fin grata. No debía
pedirle nada a nadie. No tenía que sentirse agobiada por los problemas
inútiles. Tan sólo, porro. Cuando los días pasaban y la vida no se detenía, de
pronto, el porro le iluminaba el color de las nubes, el ir y venir de los autos
se volvía una irritante premura que ella desdeñaba absorta en su contemplación:
“¿Cuánta gente”, se preguntaba, “va a salir con su auto, un día como hoy, para
llegar a donde sea, tan rápido llegar a donde necesitan ir?” “Yo, en cambio,
acá miro como pasan, y la velocidad que manejan me habla de un síntoma de la
época que me toco la suerte y la desgracia –ambas cosas no eran excluyentes- de
vivir”. Su vida, su vida era un síntoma de la época. Su consumo de porro no era
problemático. La vida era problemática, y el porro la disolución de los
problemas. La evaporación de la angustia, la evaporación (efímera pero
transcendente) de la ansiedad. Los días pasaban y pasaban. Cuando fumaba porro,
pensaba: “de todo esto que veo ahora no van a quedar más que recuerdos”.
“Lo
siento por mí misma, a veces, cuando sé las oportunidades que desperdicié,
cuando reconozco las idioteces que bajo el influjo del alcohol o que por el
consumo de MDMA cometí y que me impidieron desarrollar mi verdadero potencial.
Me parece tan absurda mi vida, me parece tan tonta, me parece tan digna de risa
y a la vez, una cosa tan seria, tan ridícula en su seriedad, que me dan ganas
de matarme…” A veces concluía así las noches, con ese ánimo. Pero, ciertamente,
no tenía nada que temer. Recién comenzaba su vida.
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