sábado, 10 de octubre de 2020

Soy no-binaria (1)

Palabras liminares: a modo de recapitulación de todas las demás cosas que hasta acá publiqué en este blog.

10 de octubre, 2020, (00:33 hs). 



Sobre esta entrada y la siguiente: desde un primer momento tuve en cuenta que mi transición no iba a ser un asunto fácil de discernir para mí misma. Por eso la inactividad del último mes está relacionada con esa incapacidad de autodescifrar lo que me está pasando y lo que me está atravesando, tal como reseño en los dos textos que a continuación ustedes van a leer. Si en un pasado me identifiqué de forma consciente con la noción de ser una mujer, desde un principio aclaré la connotación de no ser una mujer binaria. Sin embargo, hoy en día ya no me identifico como una mujer, sino más bien como una femenidad, como una maricona trans no-binaria. Se acentúo el componente, por lo tanto, de la ruptura que ya desde un primer momento había animado este proceso psíquico y existencial, por decirle de algún modo, que (valga otra vez la redundancia) estoy transitando. Me identifiqué como una mujer, y no voy a cambiar en los posteos anteriores lo que ahí ya quedó escrito. Ahora bien, de acá en adelante van a comprender mucho mejor lo que yo estoy compartiendo: después de todo esto es un registro, día a día, mes a mes, de lo que siento y de lo que soy, de mis producciones intelectuales y críticas tanto como de mi vida íntima. Lo digo porque es importante considerar, en retrospectiva, que las "hojas de cuadernos" que en este blog quedaron archivadas no anulan lo que yo sentí al redactarlas, y forman parte de mi archivo personal, de mi historia, de la interpretación que realizo sobre los acontecimientos de mi propia historia. Lo digo también porque ahora que pude explicarme con mayor claridad las cosas que siento, por más que se contradigan con el pasado y con lo que hice público en un tiempo que ya no es más mi presente (por cierto, según el pensamiento religioso propio del subcontinente indio, hoy mercantilizado gracias a la infumable difusión new age de millonarios como Osho, la unidad o la permanencia del ego es una ficción y, en el fondo, también lo es su existencia; aunque este concepto, que en lengua pali se conoce como anattā y en sánscrito como anātman, la inconsistencia del propio ego a lo largo de una vida humana, su inexistencia en lo concreto, porque no somos hoy lo que fuimos ayer ni lo que mañana vamos a ser, también fue problematizado en el siglo XX por el pensamiento psicoanalítico) porque ahora, en fin, que puedo decirme: "no soy una mujer y realmente no estoy dispuesta a sufrir la pedagogización y medicalización de mi cuerpo y de mis procesos mentales por parte de una institución hospitalaria que va a administrarme una terapia hormonal respecto a cuerpos parámetros ya establecidos del diseño cultural de hombre y de mujer que es, precisamente, aquello contra lo que yo me estoy rebelando". Eso es, creo yo, una cuestión de sinceridad radical; una cuestión de ser fiel, de acuerdo a la consideración que desde hace más de cinco años defiendo en mi personalidad con respecto a que en ella la introspección constituye uno de su más preciados dones, a mí misma. Porque en el momento en que me identifiqué con una mujer, allá por junio de este año, dejé de ser hombre. Y ahora que dejo de pensarme como una mujer, no vuelvo a ser un hombre. Porque está todo más que mal con la idea que en mi implantaron de lo que significa ser un hombre y de lo que significa la masculinidad o lo masculino. Las maricas como yo (lo que es decir, no todas las maricas, sino aquellas que se identifiquen en específico con estas palabras) no somos hombres, no queremos ser hombres, no nos interesa parecernos a ellos ni en el aspecto ni en el comportamiento; nuestras amigas nos tratan de ella, pensamos sobre nosotras mismas en femenino y no nos correspondemos con el régimen cisheterosexuado que, durante años, nos confundió, nos apagó y debilitó, nos redujo a un estado de desconfianza respecto a nuestras propias voliciones y deseos. Ahora eso ya está en mí. Y por fin puedo respirar libre, en el ámbito de mi verdad, que estuvo siempre tan cerca pero a la vez, tan oscurecida por las sombras proyectadas por conceptos que poblaban mi mente por el influjo de la imposición colonial a la que nos someten desde niñes. Sapere aude, "animate a saber" decía Kant a fines del siglo XVIII al responder de qué se trataba la Ilustración. Es un latinazgo trillado, un esnobismo de alguien que tuvo la oportunidad (reducida, no lo dudo) de pasar su infancia y su adolescencia rodeada de libros. Pero, a esta altura, me permito compartirlo con ustedes porque expresa a la perfección todo lo que acá en este espacio digital (en el que hago público mi pensamiento con el fin también de ayudarles a ustedes en su emancipación y recorridos personales) vengo escribiendo, y todo lo que, a mis veintidós años, aún me queda por escribir.

Soy no-binaria.

19 de septiembre, 2020 (03:00 hs).

 

"Conceptos como los de madurez, estabilidad, equilibrio y adultez han entrado en crisis, puesto que forman parte de las ideología represivas al servicio del mantenimiento del orden establecido. Según los ideales y valores dominantes en la sociedad en un momento dado, determinados ‘resultados’ producidos con mayor frecuencia por la estructura, son tomados como medidas de salud y transformados luego en ‘finalidades’. Si bien es cierto que toda elección implica una limitación, la elección misma es el resultado de hallarse ya limitado, determinado previamente".

 (S. Turbert, la muerte y lo imaginario en la adolescencia, Madrid, 1986, p. 14).


 

Escuchó desde su departamento de cinco por cinco metros el ruido de la calle: un camión a las tres menos veinte de la madrugada. No tenía razones para estar desvelada, tampoco tenía sueño, ni ganas de dormir. “Si todo es tan confuso ahora”, pensó, “imaginate en cinco años”. Inmersa en el silencio, sintió el ruido de los grillos. “Imaginate mañana”. Despertar, como todos los días, y tardar en salir de la cama porque nada la incitaba a levantarse. Escuchar que allá en la calle la vida seguía, y que la gente conversaba y los camiones reventaban bolsas de plástico sobre el pavimento. La tierra rota y todos los días en el este, puntual, estricto, el sol empezaría su peregrinaje en el cielo. A la tarde, sumergiéndose entre callejones y tejados de chapa, lejano, hacia el oeste, completaría las estaciones de ese viaje que en realidad era un viaje de la tierra rotando sobre su eje. Habría movido su cuerpo sobre el espacio urbano que habitaba, habría dejado las llaves olvidadas en algún rincón de la casa de su amiga o habría ido hasta la verdulería de la esquina a comprar mandarinas y repollo. La vida seguía. Las bicicletas oscilaban sobre el pavimento. Su cuerpo se habría ido de paseo y, sin embargo, ¿Su mente seguía ahí? ¿Pensando cosas horribles? ¿Viendo el paso de los años mutilar lo único que la mantenía cuerda, su belleza, su rostro de juventud, su pelo sin canas? ¿Su mente era la misma antes y después de las drogas? ¿Quedaba algún espacio abierto para que manifestara la indignación de su usuaria? “Pero qué es esto”, se dijo, “pensar que soy usuaria de mi mente”. Escuchó desde su departamento de cinco por cinco metros el ruido de una moto, los ladridos del perro que ladraba a cualquier hora mirando la calle detrás de una ventana, encarcelado. “Yo soy mi mente”. “Pero no, no puede ser que yo sea mi mente”. El sol, todas las mañanas, por el este. Días tras días de desconcierto, de desapego existencial, de ideación suicida, de ir a comprar frutas y verduras, de perder las llaves, de habitar en la ciudad. Días y días de muerte solapada entre comida, porros, documentos, trámites, el salario, las ganas de ser algo más de lo que se era. “Pero estoy acá, y soy afortunada de estar en donde estoy, de tener lo que tengo”. Los grillos. Recordó haber leído en un libro, aunque todo lo que en ese libro se decía había sido escrito por alguien tan lejano en la historia (el siglo XX era ya un abismo con respecto al presente, y nada de lo que ella vivía en el siglo XXI era comparable a la experiencia histórica de, siquiera, sus xadres) que era inútil aplicarlo a lo que a ella, contemporánea de las vidas sintetizadas por las tecnologías digitales, de las vidas chupadas por la tecnificación creciente de los asuntos humanos, vivía; recordó haber leído en un libro antiguo, entonces, que escuchar de noche a los grillos es signo de cordura. “Nadie está más cuerdo que cuando, en la soledad de su cuarto, escucha el canto de los grillos”. O algo así. Ella podría agregar “o el ruido de las motos y de los camiones en la ciudad”.

¿Era ella misma la que pensaba, o era su cuerpo el que pensaba? ¿Su cuerpo se movía, o su mente se movía? ¿Existía su mente por fuera de las palabras con que se representaba que existía su mente? ¿Qué era su mente? ¿Dónde estaba su mente? ¿En el cortex cerebral? ¿En el estómago o en el hígado? ¿Su mente era su cuerpo? ¿Su cuerpo era el receptorio de su mente? ¿Existiría su cuerpo sin la necesidad de una mente? ¿Su mente era una evolución o una extensión de su cuerpo? Últimamente se inclinaba por esta última hipótesis. Que su cuerpo de primate hiperdesarrollado había llegado, como característica de la especie, a generar la conciencia autoconsciente, un repertorio de signos con que describir la realidad. Pero ese era el problema, siempre, de los signos y de la realidad. Que al describirla los signos la abstraían. Y al abstraerla la realidad dejaba de ser real.

Si ella quería, por ejemplo, hablar de su cuerpo, una vez más, de su cuerpo. Debía decir obligadamente cómo era su cuerpo. Pero la forma en que su cuerpo era descrito no era inocente en términos históricos. La descripción de su cuerpo debía situarse en el marco epistemológico de una sociedad, en los marcos situados por las fronteras del conocimiento impuestas en una determinada época, en un determinado lugar. Según el esquema binario que gobernaba el mundo, su cuerpo, su cuerpo que no eligió, era el de un varón. ¿Qué aspectos de su cuerpo la colocaban como la dueña del cuerpo de un varón? Los aspectos sexuales secundarios: la distancia existente entre sus cuerdas vocales después de haber pasado por la pubertad. La barba (que de todas formas, día a día, podía depilar). La nuez de adán. La forma en que la grasa se distribuía más sobre su abdomen que sobre sus caderas. Además, la seña de sus genitales: el pene, los testículos. Y la ausencia de mamas. Recordó un soneto de Miguel Hernández “como el toro he nacido para el luto / y el dolor, como el toro estoy marcado / por un hierro infernal en un costado / y por varón en la ingle con un fruto”. “Ah, sí”, se dijo, recostada sobre un sillón mientras escribía estas páginas digitales en el procesador de texto, “por varón en la ingle con un fruto…”

Había descubierto que, a pesar de las marcas de su cuerpo, ella ya no era más un varón. Por ellas, al nacer, le había asignado una identidad de género masculina. Pero esa identidad contribuyó, en gran medida, a hacerla infeliz. Se vio, llegado el punto de enunciar su verdadero bien, la representación de su deseo, inclinada a rechazar la masculinidad. Después de todo, la masculinidad, descubrió, era un registro abstracto, una cadena hecha de signos, que no tenía tanto que ver con la realidad de su cuerpo sino con la distribución de los roles de género y el control de las personas por medio de la sexualidad  en una sociedad marcada a fuego por el capitalismo y un proceso histórico cuyo origen fue europeo: la modernidad. Todo eso era una imposición foránea. Todo eso no era propiamente sudamericano, ¡ni siquiera el nombre de América era un nombre americano! Si bien su sangre venía de Europa y de Asia (era hija de hijes de inmigrantes italianes y vasques, así como de inmigrantes judíos oriundos de Damasco) su cuerpo, colocado en el acá y el ahora, abierto a la influencia coyuntural de veintidós años de vida americana, su cuerpo valía más que su sangre, su cuerpo no era europeo, su cuerpo había sido moldeado por la tierra que la vio crecer. Y así como ella decidió que no era varón por tan solo tener el cuerpo de un varón (“en la ingle con un fruto…”) decidió, de la misma manera, que en su ADN no estaba la génesis de nada. Porque la planta de sus pies nunca piso suelo que no fuera latinoamericano. Y ahí convergían mil identidades expoliadas, mil historias de lucha, experiencias traumáticas y a su vez, experiencias de goce colectivo, de celebración. En frente de ella lo tenía todo: el futuro. Pero en su mente albergaba el pasado también, como en un arcón: la triste historia del continente cuyo nombre fue impuesto, la triste historia de la joven cuya identidad le fue impuesta por culpa de aquella delación de su cuerpo, ese pene, ese vello facial, esa vergüenza de ser hombre…

¿Pero por qué debía sentir vergüenza de su cuerpo de hombre? Había llegado, en algún momento, a pensar que había algo intrínsecamente errado en su constitución biológica. Sin embargo, la incomodidad que muchas mujeres transgénero manifestaban, ella no la sentía. Su identidad de género, de pronto, se le representaba doble: por un lado era una chica, y quería ser tratada por les demás como una mujer. La camaradería de los hombres entre los hombres le generaba espanto. Nunca había visto mayor complicidad para el acoso y para la violencia. Ser una mujer, a los ojos de los hombres, implicaba para ella explicitar que no sería posible obtener su complicidad. Que no formaría parte de la defensa de la cofradía de varones. Pero los hombres la atraían. Y cuando la atraía un hombre, por su aspecto y por su personalidad, entonces ella no quería ser deseada como una mujer. Ella quería que los hombres la deseasen como hombre (por más femenino que fuera). Y como varón tener sexo con otro varón, acariciando, con una sola mano, dos penes a la vez…

Entonces su identidad femenina, su identidad de mujer era, también, mucho más compleja, y estaba comprendida en el espectro de lo no-binario. Debía volver a pensarlo todo una vez más. Su transición no terminaba, sino que recién volvía a comenzar. Las hormonas no podían ser el camino predilecto de esa transición: tomar hormonas la alejaría de su verdadero deseo, de lo que más la excitaba. Ser una mujer y, aún así, tener un cuerpo de hombre para poder coger con otros hombres, en un intercambio homosexual. La heterosexualidad no la atraía. Ella no podía renunciar al encuentro sexual entre un cuerpo leído como masculino y otro cuerpo leído como masculino.

 

post scriptum

19 de septiembre, 2020 (22:00 hs).

 


Releyó lo que había escrito durante la madrugada. Había puesto: “ella no podía renunciar al encuentro sexual entre un cuerpo leído como masculino y otro cuerpo leído como masculino”. Pero entonces, ¿por qué había escrito, renglones arriba, que “como varón” ella quería “tener sexo con otro varón”, y agregó, “acariciando…dos penes a la vez”? ¿Por qué, tan subrepticiamente, tan sin darse cuenta, dio por sentado que todos los cuerpos de varón tenían, como el suyo, un pene? ¿Qué pasaba, entonces, con los varones trans? De nuevo: todo era más complejo. Y debía comenzar, una vez más, a no dar nada por sentado. Y a problematizarlo todo, así como ya había comenzado a problematizar, desde hacía más de un año, su cuerpo, su identidad de género, las cifras que anulaban el deseo en su vida y la manera en la que desbloquear las inhibiciones que la mantenían alejada de la representación de su deseo y de su verdadero bien.

Si se viera en el espejo vería siempre ese rostro huesudo, con los rulos desorganizados, con la piel pálida y los ojos claros. Si supiera el espejo el esfuerzo que tuvo que hacer para aceptar que no había nada terrible en tener los ojos claros. Que no había nada equivocado en el color de su piel. Y a pesar de todo: sabía quién era, y por saberlo, la conciencia le pesaba como le pesaría llevar colgada un ancla al cuello. Todo se concretaba en los mil factores que habían llevado a que ella dejara de pensarse en masculino. Ese cuerpo de blanco, era, ahora, el cuerpo blanco de una persona trans y no binaria. Lo que ella hacía con su cuerpo evidenciaba una escapatoria por la vía del dolor: sus cicatrices, sus piercings, sus dedos siempre mordidos, deformes por años de despellejarse la piel que rodea las uñas con los dientes. No hubo día de su vida en que ella no se autolacerara, en que no se hubiera hecho sangrar los dedos. Los desordenes alimenticios, por suerte, eran ya cosa del pasado.

¿Cómo creer que la cura a la ansiedad era el dolor? ¿Cómo mantener a la mente tranquila requería maltratar al cuerpo? Había dejado terapia. Rehusaba siempre de los antidepresivos. Si la escapatoria no era el dolor que podía autoinflingirse, la escapatoria, entonces, era evadir la realidad. Todo era válido para escapar de la realidad: la literatura, la música, el ajedrez, mirar el techo, masturbarse, la universidad. Todo era válido. Pero su método favorito consistía en fumar porro.

Si había reemplazado la terapia por la marihuana, ¿hacia dónde creía dirigirse en la vida? A veces tomar malas decisiones generaba en ella una especie de placer idiota. A veces tomar malas decisiones era, en el fondo, su manera de manifestar el odio que sentía por ella misma. Pero desde que había transicionado, en junio de ese año, cuando al principio se dijo “soy” o, más bien, “me identifico realmente como una mujer” (aunque después se dio cuenta de que el énfasis de su identidad recaía sobre la ruptura del binario de género), ese odio se había evaporado y se había convertido en una reflexividad positiva, en una proyección a un futuro libre, a un mundo sin tomar ya en cuenta los pesares que, pensándose como un varón, la atosigaban. ¡Vanidad! Seguía siendo una persona incapaz de disfrutar y de disfrutarse. Aun siendo una feminidad trans. Aun siendo libre como creía serlo. Pero la libertad aún se le aparentaba lejana. No creía ser libre como llegaría a serlo en el futuro: “en cinco años”, creía, “todo va a mejorar”. Pero podía ser ingenua. La realidad no daba señales de mejorar. El futuro era opaco. Y su único cable a tierra (algún día trabajar como docente) podía llegar a ser, en caso de que todo empeorara, un pasaporte a la locura. Si ella no contaba con sus amistades, si no contaba con la música (que, por culpa de la peste y de la policía, ya no se animaba a realizar al aire libre a cambio de la propina de quien generose la escuchara), si no contaba con el porro ya hubiera enloquecido hacía rato. No se trataba de ir o no a terapia (¿cabía alguna duda de que hubiera sido mejor para ella reiniciar el psicoanálisis con una profesional?). No se trataba de antidepresivos (pero nunca los hubiera aceptado). Se trataba de tomar en cuenta un contexto crítico: el de la Argentina del primer cuarto del siglo XXI. O sea, todo se estaba yendo al carajo. Nadie podía evitar que todo se fuera al carajo. La gente debía sobrevivir en medio de un drama social, de un conflicto que pronto alcanzaría escalas inconcebibles de violencia y deshumanización de las vidas subsumidas al culto al lucro. Los que se enriquecían con la pobreza ajena nunca iban a ser juzgados (nunca fueron juzgados). Desde el último rincón del continente americano quedaba resistir. Y su resistencia era en compañía de tres o cuatro personas que la comprendían, y a las que ella debía toda su felicidad. Cuando se encontraba sola, sin embargo, volvía a morderse las uñas. Volvía a lastimarse. Sus pensamientos eran una avalancha de mierda. No lograba detenerlos. Tenía sus técnicas de autocontrol, sus técnicas de autocuidado. Sabía hacer yoga, sabía respirar profundamente. Intentaba regularizar la práctica de cierto tipo de meditación. A la larga, sólo el porro era la medicina adecuada. Sólo el porro le devolvía sabor a su vida. ¿Pero eso era una degradación, una adaptación de su psicología a un consumo que se había vuelto adictivo? El porro no era adictivo. El porro la mantenía a salvo…

Adictivo podía ser el alcohol. Adictiva podía ser la basura que miraba en internet. El porro, mientras tanto, era una compuerta al reino de la relajación absoluta. Era una identificación de su ser con el instante, y era una glorificación del instante como lo que este era: pleno presente, presente sin límites, eternidad agolpada en un segundo. Cuando los días pasaban y seguían pasando, el porro la mantenía en un único punto del universo, que era el que estaba pisando, y desde ese punto respiraba la existencia, y la existencia era por fin grata. No debía pedirle nada a nadie. No tenía que sentirse agobiada por los problemas inútiles. Tan sólo, porro. Cuando los días pasaban y la vida no se detenía, de pronto, el porro le iluminaba el color de las nubes, el ir y venir de los autos se volvía una irritante premura que ella desdeñaba absorta en su contemplación: “¿Cuánta gente”, se preguntaba, “va a salir con su auto, un día como hoy, para llegar a donde sea, tan rápido llegar a donde necesitan ir?” “Yo, en cambio, acá miro como pasan, y la velocidad que manejan me habla de un síntoma de la época que me toco la suerte y la desgracia –ambas cosas no eran excluyentes- de vivir”. Su vida, su vida era un síntoma de la época. Su consumo de porro no era problemático. La vida era problemática, y el porro la disolución de los problemas. La evaporación de la angustia, la evaporación (efímera pero transcendente) de la ansiedad. Los días pasaban y pasaban. Cuando fumaba porro, pensaba: “de todo esto que veo ahora no van a quedar más que recuerdos”.

“Lo siento por mí misma, a veces, cuando sé las oportunidades que desperdicié, cuando reconozco las idioteces que bajo el influjo del alcohol o que por el consumo de MDMA cometí y que me impidieron desarrollar mi verdadero potencial. Me parece tan absurda mi vida, me parece tan tonta, me parece tan digna de risa y a la vez, una cosa tan seria, tan ridícula en su seriedad, que me dan ganas de matarme…” A veces concluía así las noches, con ese ánimo. Pero, ciertamente, no tenía nada que temer. Recién comenzaba su vida.

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