domingo, 1 de septiembre de 2019

Reflexiones del 31 de agosto de 2019

Hablando se reinventa el ser humano (31 de agosto, 2019).
No les voy a contar de mi primer amor. De la primera vez que me enamoré. Porque eso fue un desastre. Cansancio, cansancio de pensar una y otra vez las mismas cosas. ¿Cansado? ¡Silencio! Hubo una noche, en el año pasado, y el año traspasado, y el año anterior al traspasado, hubo siempre una noche en la que… ¡No! Mentira: todo eso que recuerdo fue mentira. Nunca pensé, realmente, en…nunca pensé seria, total y definitivamente, en la muerte.
Y sin embargo: ¡Qué desdichado me sentía! ¡Qué hondo y sentido pesar me inundaba la vejiga! No quiero sonar como si fuera la más lastimada persona, y aún así, el dolor que yo sentí fue verdadero. Pero formaba parte de una corriente de mi pensamiento adolescente. Fue un cauce de agua destinado a agotarse; con la madurez, fuera ésta temprana o tardía, todo lo monstruoso y fantasmático que conllevaba mi pensar en el suicidio, se extinguiría, por fuerza mayor, por adquisición gradual de la conciencia…
He pensado durante mucho tiempo en la naturaleza del dialogar, en la realidad intrínseca al acto de compartir la propia experiencia a través de las palabras, con personas que nos escuchan y nos devuelven su propia experiencia de vida, y constituyen así, en el acto del encuentro, una nueva experiencia, dialogada, de lo que significa existir, e ir creciendo, e ir depurando las sensaciones angustiantes de esa soledad que creemos imperecedera.
La soledad es y no un pedregal arenoso en el panorama de nuestros años pasados y venideros. Por un lado existe, y nos carcome, y sabemos que algo nos está pasando, algo tan genuino y extraño, tan inédito y característico de la carnadura vital que nos cupo en suerte que comunicarlo, tratar de hablar de ello, sea como sea, sea con quien sea, sería ridículo, sería imposible. Pero, he aquí la paradoja: la soledad, de pronto, se diluye, ¿en qué momentos? Cuando conocemos a alguien que derrumba todas las murallas de la lengua y se arrima a la frontera permeable del propio cuerpo, cuando perfilamos un nuevo amor con una persona que altera nuestros paradigmas amatorios, cuando en comunión con una constelación pasajera de individuos en la extensa noche de nuestra existencia dichos individuos dejan de serlo y emerge entonces un ingente colectivo, una realidad por fuera de lo real, contextualizada en la chispa del instante, un entonces efímero y no por eso menos impactante, sino todo lo contrario.
 ¿Quién no se ha cansado de hablar y de hablar para descubrir que es posible comunicarse, darse a entender, comprender al otro que se nos acerca y a su vez, que es imposible llegar al corazón exacto de nuestros sentimientos, al punto concentrado en el que lo nuestro es único y nunca se repite y está pasando para no volver a suceder jamás en la historia (por lo demás aburridísima) del universo en expansión?
Porque estamos en conflicto con nuestros propios pensamientos, no recordamos que el pensamiento no recoge la ambigüedad primera que consiste en estar vivo, en ser una entidad inexplicable, y a su vez, en creernos capaces de explicarnos por los medios del lenguaje, lo que es una ilusión, pero es la ilusión que a su vez nos mantiene vivos, y nos ayuda a transformar el mundo transformándonos en la estructura misma de nuestra vertiente interior.
¡Hablo de espiritualidades, hablo de cosas absurdas, hablo de lo que nunca nadie reflexionó con devoción, porque sé que en el pasado hubo hombres y mujeres sinceres, pero sé que su historia de vida tampoco les permitió, en la medida de que el recuerdo humano es parcial y mezquino, dejar la impronta que sus enseñanzas merecían, permanecer indeleble sin ver trastocados por subjetiva mano la constitución cierta de lo que sea que hayan dicho!
Hablo del legado que todos nos merecíamos tener, el legado que nadie nunca tuvo.
Hablo de la historia de cualquier ser humano, que hoy es recordado con cariño, mañana con un dejo de indiferencia, traspasado mañana con clandestino fervor o declarado encono y, una semana más tarde, ni siquiera es recordado, su cuerpo ya polvo es hasta más real que su nombre sin polvo, pues ya nadie lo menciona, ya nadie lo recuerda, y apenas es sopesado en la mente de algún poeta adolescente, ¡yo fui uno de esos! que luego crece y también se olvida, olvidándose a la par de sus valores iniciáticos, de su profesión de fe primera, de su altísimo ideal por generar un cambio sensacional en la sociedad.
Oh: qué triste es, entonces, escribir y escribir para no dejar memoria de nada. Qué triste es dedicarse a la escritura, qué noble, pero enfermiza y postergada vocación, y por eso mismo, la más extraña, la que más sinsabores nos deja, la que con más desilusionada expectativa nos llena de asco y tristezas a medida que nos vamos alejando del yo niño, sereno e imaginativo, y del yo adolescente, furioso, combativo y sensual y del yo juvenil, hastiado de la hipocresía del mundo pero de a poco acostumbrándose a él, y comprendiendo que mejor sería gozarlo, y adecuándose de forma tal que sufra lo menos posible, sin dejar de traicionarse un poco pero, al traicionar su propia identidad, convirtiéndose en un ser humano más real, más al tono con su época, más en equilibrio con su mundo espiritual, con su imaginación, con sus circunstancias de vida, con sus deseos inconscientes…
¿No te suenan las cosas que estás leyendo? ¿No te parece para nada exacto las cosas que así describo? Acaso seas humano de muy otra laya, quizás tus opiniones respecto a la vida sean distintas, y probablemente no comprendas porque me dedico a dar por sentado que lo que uno vive es un proceso de aclimatación a un infierno que a fin de cuentas, no es tan infernal como nos lo pintan. Preciso es que comprendas que yo no creía en la realidad de las palabras. Y con el paso de los años lo entendí, gracias a Octavio Paz y a Hermann Hesse lo entendí, gracias a las obras más disparatadas y diversas lo entendí: las palabras, vaya, son lo único que nos queda, son nuestra única trinchera existencial.
¡Bobo! ¡Humano de cuarta categoría! ¡Parlanchín bufón de las letras y artesano de la voltereta lingüística! ¿Elegiste creer que vivís en una cárcel? ¿Preferiste entender las cosas al revés de la enseñanza dogmática del “todo esto ya pasó” o de la castrante y piadosa religión, que enseña las cosas de forma tal que tu libertad nunca asome por la puerta de enfrente ni por la postrera o siquiera por las hendijas de la persiana?
Libertad, libertad es lo único por lo que podemos sentirnos orgullosos u orgullosas o, si prefieres también que no te defina en función de un género binario (comprendo muy bien tu vocación por la libertad, porque la libertad está por fuera de la concepción dual y occidental del género), orgullose; libertad es la única función y misión en nuestras vidas y, sin embargo, por ser de esencial valor, la más tergiversada, la más imprecisamente definida por todos los seres, la más peleada, la más entreverada en discursos hegemónicos y contrahegemónicos, revolucionarios y reaccionarios, de derecha, centro e izquierda y de arriba para abajo o de abajo para arriba.
Convengamos primero en que la libertad no tiene nada que ver con lo que yo escribo al escribir libertad. No tiene nada que ver, tampoco, con lo que oyes al oír pronunciados los fonemas que conforma la palabra que en idioma castellano significa libertad. Piensa que en idiomas tan dispares usan otras palabras: en el archipiélago cuya identidad nacional hoy en día se piensa en términos de “Indonesia” (otra verbal y fantasmagórica invención), quienes allí habitan significan el mismo o un similar concepto al escribir y pronunciar kebebasan. ¿Entonces la libertad es lo mismo para ellos, que ni siquiera piensan la libertad con las mismas sílabas, con las mismas consonantes y vocales? Destierren ya de sus cabezas la idea misma de que una idea se asocia unívocamente con sus representaciones lingüísticas, pues yo les digo con ojos de loco que nada de lo que el lenguaje humano nos permite decir es exactamente la verdad.
No hablemos ahora de la verdad; convengamos, de antemano, que la verdad existe, que algo llamado “la verdad” o “lo verdadero” es tan real como tu propio cuerpo y consciencia de tu cuerpo. Si no lo fuera, ¿cómo explicaríamos siglos y siglos de lucha con respecto a un mero concepto, a una representación lingüística de lo que queremos decir al decir “verdad” y “verdadero”? Por las palabras también se lucha. Y las palabras son motivo de disputas tan asociadas al armazón material de la realidad que nos sorprendería, al fin al cabo, suponer que el lenguaje humano no es más que una vanidosa certeza de que las cosas tienen un sentido preciso, un único sentido, un momento en el que quedan grabadas en su identidad de allí en más y para siempre en toda la eternidad.
Precisamente porque, como decía Wittgenstein (ver su conferencia sobre ética), queremos atribuir un valor eterno a las palabras, cuando las palabras son pronunciadas por personas en contextos limitados, la experiencia humana es finita, y pronunciamos que el bien y el mal es esto y lo otro, y sin embargo, no tenemos noción de la totalidad de las cosas que pasan en el mundo, ni de todas las que pasaron y de las que aún tienen que pasar; entonces, ¿Cómo suponer que este bien y este mal que yo digo son categorías universales, que no se extinguen en las limitaciones y veleidades de mi tiempo, que ya estaban dadas allá en donde fueron creadas como expresión, como sonido, como significantes y que perdurarán incluso allí en donde, por limitaciones corporales de mi caducidad, no estaré presente?
Pero volvamos a la cuestión que me embarcó en un principio, pues la considero una de las más elevadas que existen, una de las principales, sino, la principal: la libertad, kebebasan para los indonesios. Y es que yo decía que no hay función y misión que la supere en prioridad y que no hay definición que la englobe precisamente, a pesar de que se ha dado, con el paso del tiempo, la proliferación de discursos muy específicos y limitados sobre lo qué es y sobre sus posibles alcances.
Una de ellas, a tono con el presente de nuestro sistema de producción material y de reproducción social, que llamamos capitalista, supone que la libertad es un ideal de consumo, un valor asociado más bien a la libertad de compra y venta, a ser libre de con mis papeles de colores comprar lo que yo quiera, chocolates acaso, lapiceras o cuadernos (yo suelo gastar mi dinero en esas cosas, qué decir, si cuando una vez me encontré un billete de cien pesos en el suelo fui y me compré un cuaderno; acaso las demás personas piensen que soy un aburrido, pero así yo me entretengo); y droga, generalmente la gente compra mucha, y eso está muy bien; a su vez, ser libre de dilapidar mis ingresos en servicios, en bienestar personal, en decorarme, comprarme ropa y objetos brillantes, ostentosos, masajes, peinados, etcétera. Sin embargo, esta libertad asociada a un ideal de consumo, ideal que define las prácticas mismas de la ciudadanía en nuestro capitalismo contemporáneo, es también una libertad concebida como libertad individual. Y cualquiera que haya experimentado una sensación mucho más amplia y real de lo que significa ser libre, cualquiera que haya pensado siquiera uno o dos minutos en lo que significar la liberación, sabe que pensar así la libertad como algo exclusivo y limitado a los individuos, es un disparate, un sinsentido, que en nada tiene que ver con, no pienso decir la verdadera, pues tampoco podremos hablar jamás de la verdadera libertad, y ya en un instante explicó por qué, pero en todo caso, una definición más apropiada, más sincera, de libertad.
Recordemos que libertad no es una idea asociada a una palabra. Libertad como concepto es ilusoria y confunde más de lo que aclara. Libertad es más bien una experiencia. Libertad es lo que yo vivo y experimento como libertad. Por eso, toda palabra se queda corta. Sin embargo, que la libertad sea experiencia propia, que sea lo que yo vivo al experimentar la libertad, no tiene nada que ver con que la libertad sea individual, a pesar de que sólo individualmente podamos reconocerla en nuestra vida, pues nadie, ni ninguna doctrina, puede enseñarnos a vivir acorde a la libertad, nadie puede enseñarnos a ser libres, si primero no estamos dispuestos, claro, a autoeducarnos para la libertad que anhelamos, comprendiéndonos en nuestro contexto vital, en nuestra existencia.
He de terminar de escribir esto de una vez, porque acumular más párrafos al respecto sería ocioso. Pero siento que, finalmente, no terminé de aclarar ningún asunto. Pero tampoco pretendía hacerlo, pues yo mismo albergo aún muchísimas dudas. Hay algo que me queda claro, sí: que cuando pienso en mi caso de qué se trata esa libertad para la que “sangro, lucho y pervivo” (Miguel Hernández) comprendo, inmediatamente, por lo que experimenté en el curso de mis veintiún años, que ella bajo ningún término puede referirse exclusivamente a mí persona, aunque sólo en relación a mi vida pueda aprender y conocer lo que aquella significa. Pensar que la libertad es algo que me pasa a mí, en exclusión del resto de las personas que me rodean, es mezquino. Pero, precisamente, por eso es el egoísmo la prédica internacional del liberalismo en ciernes y constante expansión. Por eso el género homo camina a destruir su propio hábitat, y compromete así la existencia de todo lo que existe en esta tierra: porque ha confundido el significado esencial de la libertad, y lo ha anclado a una referencia lingüística, ilusión de eternidad e inmanencia universal, y eso no puede ser así, pues la libertad nuestra no podría, sino es a través de una concepción limitada (y ya lo digo, mezquina) de lo que es la libertad, inhibir o cohibir, censura y erradicar, la libertad de la que gozan tanto otros humanos como especies vivas en el planeta. La autodestrucción es, entonces, consecuencia del desapego por la unidad de cuanto existe, una proclamación ridícula del ego escindido y cruel del ser humano moderno.


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