miércoles, 1 de noviembre de 2023

Consigna de la facultad: "la maquinaria escolar"



Se pidió que describa rasgos del dispositivo escolar que atravesé durante mis años de escuela primaria y secundaria para realizar una comparación de sus elementos con los descritos por Varela y Álvarez Uría como propios de la maquinaria escolar moderna.

 Asistí durante mi formación primaria y secundaria a un pequeño instituto de formación católica y subvencionado por el Estado en Manuel B. Gonnet. Se nos hacía formar en filas, agrupados por género y edad y en orden de menor a mayor según nuestra estatura, antes y después de empezar las clases. Entonces se seleccionaba a un alumno y a una alumna para que se izara la bandera, momento en que había que guardar silencio. A la entrada, el director del colegio se paraba en frente de la formación y hacía comentarios según la ocasión (por ejemplo, referencias al santo patrono del día, o sobre la guerra en Siria). A la entrada y a la salida rezábamos. Como yo acompañara el rezo, cuando muchos no lo hacían, recuerdo la impresión que me produjo la vez que un compañero me dijo que era ARRIC: ateo recibiendo instrucción cristiana.

Se nos mandaba al aula correspondiente a cada curso. La escuela era nada más que un pasillo largo, con las aulas a un costado. En el medio había un gabinete con paredes de cristal que permitía visualizar el pasillo de punta a punta y que constituía la preceptoría: un profesor lo usaba a modo de ejemplo para explicar la noción de panóptico. Además, las aulas tenían ventanas que daban al pasillo y cada vez que pasaba algún funcionario del colegio podía ver lo que ocurría dentro de cada una.

Esto está en clara relación con las ideas de Varela y Álvarez Uría en la medida en que la escuela funcionó, en el contexto de mi vida, como un medio de disciplinamiento (los autores describen al dispositivo escolar como un “espacio de domesticación”) y actuó como garante de que yo me convierta en una persona limpia, ordenada y diligente, entre otros atributos, porque son estos requisitos indispensables para sobrevivir en una sociedad capitalista en donde las formas de trabajo predominantes y también las más respetadas son asalariadas y en relación de dependencia. La formación en filas, la repetición de actos simbólicos, la corrección de la postura (que no nos apoyásemos en las ventanas o en las paredes cuando formábamos, por ejemplo), la utilización de bancos individuales a modo de pupitres, el requerimiento de un uniforme, la demanda de llevar al día una carpeta (actividad que yo nunca pude lograr, teniendo siempre un caos de hojas sueltas en la mochila) y de completar exámenes, fueron todas estas modalidades preferentes de una forma de socialización y de instrucción, descrita por los autores como una invención de la burguesía para “civilizar” a los hijos de los trabajadores, de la que al día de hoy aun me resiento y que limitó y contuvo mi potencial humano. Fue durante los años de mi formación secundaria que supe que quería estudiar historia: fue el dispositivo moderno escolar el que introdujo en mi cabeza la idea de que debía seguir una carrera profesional universitaria intentando conciliar mis “intereses” con una “salida laboral”, habiendo enorme cantidad de posibilidades diferentes respecto a lo que yo podía hacer con mi cuerpo y mi mente una vez terminada la secundaria. Y, si al día de hoy continúo esta carrera, se debe a que invertí en ella ya cinco años de vida y me queda poco por finalizarla, debiendo admitir penosamente que al adquirir un mayor conocimiento (a través de la experiencia y del estudio) de cómo funcionan las instituciones educativas y el rol disciplinario que cumplen en la reproducción de las relaciones sociales existentes (de lo que Varela y Álvarez Uría dan cuenta, precisamente, en el capítulo trabajado) ya no me siento acorde a ejercer el rol de funcionario estatal como un docente y me siento llamado a la búsqueda de una vida más autónoma y más intensa. Sí: acaso deba ejercer la docencia en algún momento para sobrevivir bajo las condiciones impuestas por la obligatoriedad del trabajo asalariado en un contexto donde los flujos del capital se han desbocado y la formación social capitalista avanza, por la fuerza ciega de las dinámicas que ha desatado, hacia su autodestrucción; y sí, planeo hacerlo de forma profesional y con las herramientas pedagógicas que la formación terciaria me otorgue. Pero tendré que ejercer la docencia de la misma forma en que tendré que realizar mil actividades diferentes para poder sobrevivir en esta era: hacer masajes, reciclar tarros de pintura para plantar ajo y pimientos en un balcón, tocar música en las calles a cambio de la propina de quienes la ofrezcan, dar clases auxiliares, etc. Es por estas razones que, frente a los mecanismos de disciplinamiento que la sociedad capitalista ejerció en la búsqueda de la sujeción de mi cuerpo y de mi mente (a través de sus medios de socialización preferentes, la familia conyugal y las instituciones educativas y, entre ellas incluyo a la academia y la formación universitaria que actualmente curso, aun teniendo conciencia de cómo ellas operan) es por estas razones, digo, que frente a dichos mecanismos disciplinarios me reivindico como un inadaptado, un fugitivo, un goliardo.  

(el texto anterior, escrito en 2020 como consigna para una cátedra del tramo pedagógico del profesorado en historiade la FaHCE, UNLP, me resulta de interés por ser el germen de una contradicción existencial con respecto a la profesión que en algún momento me interesó ejercer laboralmente, contradicción que he solucionado parcialmente, al día de la fecha, dando lugar a la docencia pero en un bachillerato popular, asociado a un movimiento piquetero; la relación con la estatalidad es ambigua, otorgamos títulos de secundario oficiales, a pesar de eso, la forma en que nos organizamos es excéntrica al sistema de educación estatal y a las directivas del ministerio de educación de la provincia de buenos aires. la educación  para  adultes, que eligen por cuenta propia finalizar sus estudios, me resulta más motivadora que la educación para adolescentes compulsivamente  obligades al encierro en instituciones contemporáneas a las cárceles, hospitales etc,, como señala el texto, de clara inspiración foucaltiana, reseñado en la redacción de esa consigna, escrito por Julia Alvarez y Fernando Alvarez-Uria: "la maquinaria escolar", capítulo del libro  Arqueología en la escuela).

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