viernes, 13 de noviembre de 2020

Sobre la desesperación y el suicidio como alternativa

 

A una semana de mi vigesimotercer cumpleaños.

 

12 de noviembre, 2020

“Conocemos a las personas cuando por últimas veces las vemos”

Cancerbero, de la vida como una  película, y su tragedia, comedia y ficción.

"El camino del desarrollo humano comienza en la inocencia (paraíso, infancia, etapa previa de irresponsabilidad). Le sigue el estado de culpa, de conocimiento del bien y del mal, de las exigencias de la cultura, la moral, las religiones, los ideales del hombre, todos cuantos pasan por esta etapa como individuos serios y conscientes, desembocan inevitablemente en la desesperación, es decir, en e convencimiento de que no existe una realización de la virtud, una obediencia total, una sumisión completa, y de que la justicia y la bondad son inalcanzables. Esta desesperación conduce, o bien a la perdición, o bien a un tercer reino del espíritu, a la experiencia de un estado más allá de la moral y de la ley, a la gracia y la liberación, a una especie más elevada de irresponsabilidad, o dicho en una palabra, a la fe. Cualquiera que sea la forma o expresión de esta fe, su contenido es siempre el mismo: que debemos perseguir el bien en la medida de nuestras fuerzas, pero que no somos responsables de la imperfección del mundo ni de la nuestra propia, que no nos gobernamos a nosotros mismos, sino que somos gobernados, y que hay un Dios, o por lo menos «algo» por encima de nuestro conocimiento, a quien hemos de servir y en cuyas manos podemos abandonarnos." 

Hermann Hesse, un poco de teología

Ya no me importa escribir bien, ni escribir cosas coherentes o que sean mínimamente interesantes como para decir, en algún momento, “de todo esto que escribí en mis últimos años puedo llegar a editar un libro”. El objeto-fetiche “libro” está devaluadísimo hoy en día. Me contento, por ahora, con expresar con el más elevado sentido de la sinceridad posible, lo que me conmueve, lo que me atraviesa, lo que me lastima, lo que me vuelve una persona sensible en el entrecruzamiento biográfico e histórico de mi ser encarnado en una ciudad argentina de la primera mitad del siglo XXI: coyuntura en donde vida y sociedad confluyen, una imaginación concebida en los términos de la cultura colectiva, de una lengua (la jerga rioplatense de la castellana), de una simbología “nacional” compartida con mis congéneres por el hecho espantoso de haber recibido una educación (es decir, un adoctrinamiento) en común en los ciclos de formación primario y secundario y un estilo de pensar y de habitar la vida signados por la catástrofe, por la irrupción inmediata de lo que denominamos una crisis.


Me contento, entonces, con dejar por sentado lo que siento, y cómo lo que siento es el fruto de un sentimiento de asombro frente al azar: el azar de haber aparecido en un contexto cuyo pasado se vuelve cada vez más remoto. Dicho asombro, ante la contemplación extasiada de las posibilidades abiertas frente al mero hecho de existir y la observación, el tacto, la experiencia física, para abreviar, de tener frente a mí este continente sudamericano con sus sabores y colores, con sus paisajes de ensueño, con su pueblo jocundo, jaranero, amante del alcohol y dado a la amistad; dicho asombro me puso en una encrucijada y me determinó hasta tal punto que ahora, así como tengo la alegría tallada en la frente, la alegría de tener con quien compartir un vino y un porro, la alegría de bailar descalza en carnaval en noches de febrero al aire libre, tengo también las cicatrices de innumerables caídas y también las cicatrices que me infrinjo a mí misma al morderme y rasparme los dedos, cicatrices que son una manifestación corporal de la angustia de vivir en una trama social que se desangra, que no me ofrece ninguna expectativa en relación a mi futuro individual pero tampoco, en relación a nuestro futuro colectivo como habitantes de un país en el que lavarse las manos pareciera ser para sus gobernantes la única estrategia política. ¿Pero en dónde no es así? ¿En dónde, por orden del dinero, no se deja morir a la gente de hambre? La normalidad que asumimos como el único orden posible de la vida es, aún en su camuflaje, un infierno de felonía, un contrato social enfermizo pactado a fuerza de pastillas.

Yo no quiero decir nada más, por ahora, de lo que ya dije: después de todo, ¿no será que siempre estoy repitiéndome? ¿No será que todas mis páginas de quejas y amargura son, al final, una única y redundante página? Para qué existo, me pregunto, y mis ojos se pierden extasiados contemplando un edificio demasiado alto, un conjunto de nubes, una palmera solitaria sobre un cielo atardecido. Para qué existo, quiero saber, y entre tanto recuerdo la sensación esa tan enigmática que se siente cuando deseas a un hombre y ese hombre te desea, no hablaron todavía acerca de eso pero ya se siente en el cuarto y entonces más fácil que hablar es chapar y todavía recuerdo, y no comprendo, por qué es tan lindo chaparse a un hombre.

La vida pasa mientras mueres”, como canta el mc chileno. “El tic tac no se detiene”. ¡Quién pudiera, después de todo, comprender, en ese punto en que se cuestiona el camino recorrido, en que evalúa el pasado y no encuentra nada bueno, que, sin embargo, no cambiaríamos nada, en absoluto nada, de la persona que llegamos a ser en el presente! Los errores parecieran constituirnos, pero depuramos cuanto hubo de perverso en ellos y preferimos observar el aprendizaje, el inevitable aprendizaje que nos quedó. “¿Quién puntúa tu accionar?”. ¡Quién puntúa, quién evalúa tu accionar! En fin: ¿Qué más nos queda, no, sino asumir que somos una ruptura, una gran grieta, que somos contradicciones parlantes, que no podemos tomar decisiones sanas y que el ímpetu por agilizar nuestra autodestrucción siempre es más placentero? Pienso en noches que dormí mirando las estrellas, en medio del monte. Pienso en noches de las que no me acuerdo porque estaba borracha (entonces, ¿qué pienso al pensar en esas noches? ¿Una neblina, una sucesión de ráfagas etílicas?). Quisiera desaparecer pero, lamentablemente, no se puede antes de tiempo.

Sí se puede, qué estoy diciendo. Hace un par de día me enteré del suicidio de un amigo. Pude escribir de esto en mis cuadernos pero, por alguna razón, dejé de ser “sincera” en mis cuadernos (en cambio, cuando escribo “a máquina”, sobre el procesador de texto, mis ideas fluyen con pedazos de vísceras pegoteados a ella, y pareciera que siempre estoy diciendo la verdad, aunque también esto es un engaño) (no se puede decir la verdad a través de las palabras). Me enteré del suicidio de un amigo y yo pensé: “por qué, no, no puede ser”. Pero yo misma soy apologista del suicidio: mi única convicción política es que para solucionar nuestros problemas yendo a la raíz de lo que los origina, necesitamos, como humanidad, pactar un encuentro global sincrónico para el suicidio en masa. Entonces, la humanidad acabaría con su autoexterminación: ¡y sería tan poético, y a la vez, tan noble! Reconocer que la humanidad, como proyecto, perdió su rumbo hace cinco siglos, que ya no sabemos qué hacer, que nos matamos a como dé lugar, que solo nos queda pensar en dinero, que en algunos lugares del mundo recogen cadáveres en camiones, que al inmigrante lo miramos raro, que al viejo lo escuchamos sin prestarle atención, que no recordamos nuestros sueños, que vendemos la imagen de nuestro cuerpo en redes digitales, que mercantilizamos el amor, que del erotismo hicimos pornografía (no quiero sonar anticuada con todas estas convicciones, son, solamente, lo que más pena me genera de no haber nacido hace tres mil años para poder sentir mi cuerpo hiperestesiado en una orgía verdadera). El suicidio masivo como acción política es, por supuesto, una ilusión absurda de mi cabeza deprimida. Pensar, entonces, que se suicidó un amigo y, ¿qué me queda por decir? ¿qué más puedo decir, al respecto, que no sea, te admiro, respeto tu decisión, comprendo que sufrías, y ese sufrimiento del que me hablaste la última vez que te vi era tan real, aunque yo te pregunté si me podía reír de lo que me contabas, porque soy una puta vanidosa y realmente me parecían ridículos tus problemas mentales, y vos me dijiste que sí, y te reíste conmigo aquella tarde caminando por la placita de tres y quinientos veintiocho después de que unos milicos nos echaran de la rambla de treinta y dos por comer chocotorta de una misma cuchara siendo el año de la peste? ¡Te reíste conmigo de tu esquizofrenia no diagnosticada! Y me contaste, las tres horas siguientes, en mi pieza, mientras oscurecía, cómo te obsesionaste con el chongo, que te dio a probar pepas, que cuando llegabas a su casa le pedías que te armara un porro, que estabas celoso, que te hacía sentir inseguro porque te decía que se la chupabas mal pero, sobre todo, porque veías forros tirados en su pieza y vos no podías aceptar que cogiera con otres que no fueran vos. Le limpiabas la casa mientras él se iba a trabajar. Era la única persona a la que veías por fuera de tu familia. Pero él se cansó y te pidió que te consiguieras una vida, que no podía ser que todo lo que hacías girara en torno a él. Y te expliqué, entonces, que por más que te doliera, él tenía razón. Tenías que sentirte bien con vos mismo primero. Tenías que valorarte a vos primero. Vos tenías que ser el eje de tu propia vida, y no un loco cualquiera que te compartía su droga y te hacía sentir placer. Cuando fumabas te visualizabas como otras personas, me habías contado más temprano, y en ocasiones, como un mueble, como una silla (y es por esto que te había preguntado si me podía reír de lo que vos me presentabas como “los descubrimientos” que el porro había llevado a tu conciencia). Te pregunté qué relacionabas con una silla y me dijiste que sentías que vos estabas ahí como si él no te registrara, como si fuera parte del decorado de la habitación. O al menos así comprendí que te sentías. Pero vos lo buscabas, y lo necesitabas para sentirte bien. Le pedías que te dijera que te amaba. Pero esas cosas no se piden. Le insistías y no podías pensar en otra cosa: necesitabas que él te diera esa seguridad, que no te abandonara. Después de diez minutos, o incluso más, insistiendo, él tuvo que conciliar: te dijo que te amaba. ¿Y eso para qué? Unas horas después vos te estabas riendo, me contaste, mientras te cogía. Y que durante los últimos cinco meses, cinco meses en los que fue a la única persona que viste, te había hecho sentir un placer que hacía años nadie te había hecho sentir, un placer nuevo, un placer diferente. ¿Cómo llegaste a obsesionarte de esa forma? Al final te pidió que consiguieras un trabajo, que tu vida no girara en torno a él (que eso, además, ya le había pasado con otra persona en el pasado). Y yo volví a explicarte: no podías dejar que otra persona fuera tu bienestar. Y te acompañé caminando de nuevo hasta tu barrio, cruzando el arroyo de El Gato que divide a Ringuelet por la mitad. Te saludé y quedamos en que nos íbamos a ver con más frecuencia. Pero entonces, una semana más tarde, te envíe un mensaje que nunca te llegó…


Así, me llevo el año con el suicidio de un amigo. Y la devastación espiritual que esto me genera es demasiado difícil de describir y de circunscribir en palabras. Es más como una nota de advertencia: él nunca me planteó que estas ideas sobre la muerte pasaran por su cabeza; y yo, que siempre pienso en matarme, e incluso lo declaro, lo digo en voz alta, en el fondo sé y estoy segura que no podría matarme, porque considero que la vida es un mal sueño y que no sirve de nada intentar apurar su desenlace. Si pienso, por ejemplo, cosa que pienso de vez en cuando, que en la próxima vida voy a despertar en otro cuerpo, en otro ser humano, prefiero mantenerme aún en esta vida que ya está por alcanzar veintidós años en la galaxia de la cultura porque, desde esta posición, que es una posición de experiencia, comprendo muchas trampas de las que fui presa y experimenté mucho dolor del que de a poco voy sanando. Renacer sería empezar de cero, ignorante y ciega, volver a caer en esas trampas, pasar por otra tanda de sufrimiento infantil y adolescente. Por lo pronto, me quedo acá.

Pero tampoco puedo, de nuevo, estigmatizar el suicidio porque me sigue pareciendo una opción igual de válida (por más que, como me dijeron, genere dolor en tus personas queridas). Puede que a veces no tomemos la decisión más acertada, o la decisión que mejor le hace a les demás. Y aún así, es la decisión que queríamos tomar, es la decisión que más se ajustaba a eso que al principio nombré como “sentido de la sinceridad”. ¿Qué más nos queda hacer? Me puede doler que vos te hayas matado, me puede doler considerar que tu sufrimiento de hoy sería, en el plazo de unos años, objeto de risa para vos mismo. Pero evidentemente, te sobrepasó y no lo pudiste soportar. Dediqué una hora de silencio en tu memoria, enterré una flor de tu color favorito en una maceta (como vivo en departamento no pude enterrarla en un patio) e incluso prendí una vela. Todo eso me parece más vano y absurdo ritual, puro compromiso conmigo misma, con mi necesidad de aliviar la culpa de no haberte escrito uno o dos días antes, a principios de julio, antes de que eligieras exterminarte; al escribir estas líneas, en cambio, siento que es sinceridad lo que me mueve, siento que es más real que todo lo demás que estuve pensando y diciendo sobre vos en los últimos seis días. Siento, a la vez, que estoy en condiciones de respetar tu suicidio, de no pensar que fue una mala alternativa (¿hay alternativas buenas? ¿por qué una es siempre considerada peor en relación a las demás, si la vida en sí misma es una mierda?), de no sentir remordimientos porque no dimensioné lo mal que estabas. Pero es así: la persona que se reía de sí misma aquella tarde que nos juntamos a comer chocotorta, que me mostraba su capacidad por ironizar sobre lo que estaba viviendo, en ningún momento manifestó la intención de matarse…

 

“lo juro por los que no soportaron

todo el peso de la vida,

jodida pero siempre hay salida

no hay peor tormento

que tu mente atormentándote

los malos pensamientos

ya estan masticándote

a veces es momento de soltarte

1 minuto de mas y te fuiste

si captaste mi mensaje no es pa que estés triste”

(CkLIFA, psicótico).

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