miércoles, 12 de agosto de 2020

¿Desde qué lugar escribo?

Del 12 de agosto de 2020.

Del artista español Dino Valls

Cuando hablé con mis amigues que soy una chica (es decir, que no soy más un varón) no sé por qué me sorprendió la afirmación positiva y amorosa con la que asumieron la nueva información sobre mi contexto vital, sobre mi vida. Cuando les dije que ya no me llamo Renzo, que me llamo Lihuel (un nombre de origen no-europeo y sin marcas de género), dejé atrás la necesidad de rebobinar en mis oídos un eco que ya no significaba una realidad para mí, “Renzo”, el sonido de mi antiguo nombre, sino que era una rémora de mi educación como cisvarón en el marco de un régimen de dominación cisheterosexual. ¿Y a qué estaba renunciando al renunciar a la masculinidad, en primera instancia, a la masculinidad del nombre, de la identidad y de los pronombres?  Si bien las señas de la (falsa ideología de) clase a la que pertenecen mis xadres, docentes pero acomodades, con capital económico, cultural y social acumulado en sus recibos de sueldo, en sus legajos profesionales e historias familiares, si bien las señas del modo de vida pseudoburgués y clasemediero en el que fui criada, en Manuel B. Gonnet (un barrio del Gran La Plata), eran, de alguna forma u otra, imborrables (estaban inscritas, más que en mi cuerpo, en mi forma de ser y de estar, en mi forma de caminar y de hablar, en las palabras que empleo y la forma en que las pronuncio) había sí, un efecto político en el posicionamiento, en elegir en donde estar parada. Por medio de ese posicionamiento a través del cual yo, una joven de veintidós años con un futuro profesional y parecido al de sus xadres por delante, inicié un proceso de transformaciones psicológicas y corporales, lo que yo buscaba era declarar cuál era mi resignación de vivir en el mundo del capitalismo homicida de finales del siglo XX y principios del XXI; de la misma manera, enunciaba cuál era el límite de mi integración social con respecto a ese universo del conformismo y del tedio que, desde mi perspectiva, avalaba la continuación de la violencia gracias a la continuación silenciosa del hábito, de todos los hábitos, por la cautela desafectada del espectador de noticias en la televisión, del rol de votante dentro del modelo de “democracia participativa” de la república argentina, que, más allá de su elección individual, no lograría la inversión del signo dominante en la gestión de los asuntos de su país, que era, visiblemente, el despojo, la desolación ecológica, el hambreamiento del pueblo, el extractivismo sojero, la expropiación, la discriminación, la humillación de les desposeídes y la mentira como forma de gobierno.

Recuerdo, ahora que estoy escribiendo esta página autobiográfica, aquello que decía aquel pionero del psicoanálisis lacaniano en el río de la plata, Oscar Massota, en la reedición por el CEAL de su libro sobre sexo y traición en la obra de Roberto Arlt, un libro, dicho sea de paso, que aborda con matices inesperados esta problemática mía sobre las señas de clase en la que fui educada y el posicionamiento a través del cual ahora me rebelo; recuerdo, así, que Massota decía que, siguiendo los consejos de un autor francés, asumió en su obra la importancia de escribir desde una posición de riesgo. Entonces recapacito en esta mi necesidad de corromper el género, de hacerlo explotar yendo más allá de sus normativas, de ser una mujer transgénero que a la vez se asume como no binaria, porque sabe que el género es una ficción somáticopolitica, una forma de opresión, y que el binarismo de género a través del cual nos reducen de forma esencialista a la categoría “ser hombre” o a la categoría “ser mujer” es, dentro de la opresión, aquel fundamento que había generado en mí mayor ansiedad y desamparo, mayor angustia de decir: “yo soy un hombre femenino, pero no una mujer; llegar, al extremo de decirme mujer, no conseguiría nada y sería, por el contrario, no saber respetar la experiencia de vida de quienes realmente son mujeres”: en fin, todo esto, parte de una retórica que ya expulsé de mí y que ya no hago mía, funcionaba, hasta hace poco, como un atenuante o, mejor dicho, un inhibidor, de mi radicalización política, de ir más allá de los extremos para abrir un nuevo camino en mi vida. Recuerdo, entonces, a Massota, y la urgencia con que alertaba: “es importante escribir desde una posición de riesgo”. Y pienso ahora, ya, en este presente exacto, en este presente que me exige la constatación de mi porvenir, del qué va a ser de mí en el futuro, que yo como varón ya no tendría nada que contar, y mi existencia se compondría de potencias nunca desenvueltas: sería, como cualquier otra vida, una vida de cisvarón gay, privilegiado, con capital heredado, estudiante de una carrera profesional. Nihil novum…En cambio, yo, ahora que me siento, me vivo e identifico como una mujer transgénero, y que mis amigues me tratan de ella y no de él, tengo por decirlo todo de vuelta, comenzando con una explicación como la que estoy dando, con un racconto autobiográfico en el que otorgue cuerpo a mi pasado, la redacción de una hermenéutica de mis años varoniles, de lo que pasaba por mi cabeza cuando yo aún era un varón. Salir, de semejante cauce de la memoria, portando una etnografía de mí misme antes de transicionar, una etnografía de un cisvarón gay escrita, desde su presente, por una persona muy distinta: una mujer transgénero, no-binaria y bisexual.

Escribir desde una posición de riesgo es, por supuesto, mucho más que “escribir siendo transgénero”. Aun como transgénero, mi posicionamiento, según decía, no alcanza a borrar de raíz mis privilegios en un contexto social del que no puedo aislarme. Pero hubo un acto de inusitada resistencia en mi transición. El proceso de transicionar era una voz en la conciencia que urgía, desde el año pasado, a mi voluntad. Mi ego masculino, Renzo, que ha fallecido en junio, ponía trabas y miedo en el marco de ese proceso: ¿Sería por la orden de la razón que exige, a los varones, que no traicionen a los demás varones? ¿Por el tipo de tejido psicológico y social que va embebido en nuestra idea moderna y anglo-europea y norteamericana de la masculinidad? Creo que no era tanto la complicidad con “los varones”, porque, más allá de la atracción libidinal por la pija (cuyos motivos, cuyos orígenes en mi vida también sería preciso desentrañar) yo por ellos no sentía más que rechazo, indignación, no asco, pero sí bronca. Y esa bronca contra el género masculino partía de mi interioridad: yo misma, sumida en los narcóticos efectos de la ceguera viril, que es la ceguera propia de quien se encuentra beneficiado por su situación dentro de una estructura de dominación, yo misma como varón blanco, había traicionado a mi propio ser, a mi propio deseo, a mi propia existencia. La había hecho suspenderse, aletargada, en el callejón de todo lo que hoy me genera vergüenza ajena, en contigüidad con el desánimo y la desesperación. Y había dañado a personas, en el medio, que eran parte de mi ser, de mi deseo y de mi existencia. En la violencia machista perpetuada por mí misma estaba condensada la estructura y las desigualdades del género, la matriz maldita cisheteropatriarcal. Y en mi negación a transicionar, que duró hasta junio de este año, comulgaba con ser socialmente percibido como un varón, a pesar de que reconocía en mí tanto la feminidad como la necesidad de erradicar los efectos estructurales del cisheteropatriarcado, de fugarme de la matriz maldita que infecta y moldea las subjetividades.



 Transicionar va a ser un proceso duradero, algo que se va a desenvolver en el plazo de años y que se va a ir actualizando en la medida en que la sociedad comience a percibirme como una mujer. En el contexto de mi escritura, si como chico cis ya todo lo que podía nombrar estaba agotado, como chica trans, en cambio, la posibilidad de la escritura es inconmensurable. Este blog, cuyo primer objetivo fue el de exponer a una divulgación digital mi pensamiento, es ahora más que una expresión huera de lo que sea que se me caiga de la cabeza. Forma parte de un amplio proyecto cuya finalidad es transformarme, dando por sentado que, si esta transformación se operativiza por una multitud de prácticas críticas (la lectura, la ingesta de hormonas como terrorismo de género, la visibilización de mi cuerpo en el ámbito público como cuerpo transgénero y de mi identidad como una aún más feminizada y transgresiva que la de del cisvarón gay), la opción preferencial, en la historia de mis vinculaciones con la realidad que me atraviesa, siempre fue la escritura. Dejando de lado la música (porque es muy difícil para mí describir y asignarle un valor a lo que me pasa cada vez que hago música) la escritura fue siempre el canal artístico que más herramientas me ofreció para devolverle a la realidad una parte de mí, una fracción mía, como valor agregado de la experiencia biográfica que mi trayectoria existencial supone. La escritura, según venía pensando hace unos días, es un ámbito de producción y de trabajo intelectual: su consecuencia material es la divulgación de ideas, de conocimientos, de formas del pensamiento, es decir, de bienes o sustancias inmateriales. Pero la escritura también es un espacio lúdico, un “campo de juegos”, un ámbito desde quien escribe y quien lee pueden sentir placer, e incluso, reírse. ¿Cómo no iba a optar, entonces, por darle a la humanidad un registro escrito de lo que va a ser mi transición del género “masculino” al “femenino”? Y si existe, por añadidura, la posibilidad de divulgar ese proceso, no iba a dejar de aprovechar este espacio digital para volcar en él mi asunción de compromiso con la realidad desde una escritura que asumió el riesgo de la deriva que empecé a observar en todos mis asuntos desde que, hace ya cuatro años, comenzara a tomar alcohol, a fumar porro y a consumir MDMA, viviera por un tiempo lejos de la casa de mis xadres, me psicoanalizara, me sobreexplotaran laboralmente por seis mil pesos mensuales a cambio de mi tiempo de vida y mi fuerza de trabajo, recorriera (en compañía de cinco amigues) localidades de una región que yo no conocía trabajando en los semáforos y durmiendo en una carpa al lado de los ríos y, finalmente, comenzara a identificarme con esa alteridad cultural y social que, en mi pasado, como niño bien, me aterraba, me sacaba el sueño, me generaba escribir cuadernos con denuncias imposibles respecto a la destrucción de la sociedad perpetuada por “las feministas” al atentar contra la sagrada institución de la familia y amenazar con la quema de las iglesias donde yo aun entraba a confesarme. La deriva: ser transgénero, ser una mujer, convertirme en subversiva; esto no es nada nuevo en mi vida y sin embargo, a partir de acá, a partir de esta coma, quiero dejar por sentado que en 2020 se está concretando lo que vendría a ser un salto cualitativo, un ir más allá insurreccional con respecto a los factores que me determinaron, me aniñaron, me infundieron miedo del mundo, me limitaron, me impidieron manifestar la expansión total de mi potencia creativa.


En este caos de los sentimientos comienzo a darle forma a una realidad que se hallaba detrás de mi deseo. Lo que se ocultaba en la representación de mi bienestar era la negación del conjunto de paradigmas sociales en que habitaron mis xadres durante los años de mi niñez y adolescencia. En la búsqueda de un estilo de vida que a elles no les satisface coloco una piedra de toque: ser yo misma. ¿Pero cómo podría satisfacerle a elles mi verdadera identidad y mi forma de obtener placer en la vida? Su crianza fue durante los años medulares del siglo XX. Soy una hija de mi tiempo antes que de esos dos seres humanos a quienes la sangre me liga. Ante mi vista se perfila un panorama difícil de remontar en términos económicos, ecológicos e incluso, humanitarios. Al escapismo de la escritura opongo una escritura del compromiso. Y documentar las transformaciones de mi mente y de mi cuerpo durante los años subsiguientes a estas declaraciones comporta una escritura con mayores grados de compromiso que los que esta alcanzó hasta ahora. Paul Preciado, al hablar de la farmacopornografía como régimen de dominación propio de las sociedades contemporáneas, como control de la subjetividad de los individuos modernos a través de la intervención biopolítica sobre su “sexo” y sobre su cuerpo como “núcleo somático” del disciplinamiento, también generó una escritura desde un lugar de riesgo al relatar su ingesta de testosterona en gel. ¿Qué efectos voy a comenzar a percibir en mi cuerpo cuando comience a tomar estrógeno? ¿Qué voy a sentir al desarrollar pechos y al ver disminuido el tamaño de mis genitales? ¿Y cómo va a reaccionar mi entorno ante estos cambios? ¿Qué clase de miradas va a suscitar mi presencia, difícil de situar y de catalogar, en las calles? Mi propio cuerpo se va a convertir en un campo de experimentaciones, a la manera de Paul Preciado. Pero, en suma, de lo que se trata es de romper ciertas normas con mucho más que el cuerpo y la escritura: se trata de dejar, en la memoria digital humana, el rastro verbal de una joven que se hizo cargo de su feminidad latente, que rechazo los privilegios masculinos, que supo (¿sabré hacerlo?), como recuerda la enseñanza del personaje de Herman Hesse, que para nacer el ave primero tiene que romper el huevo, que es hasta entonces su único mundo.


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