Las conclusiones que extraje en las últimas semanas las resumí brevemente al comenzar a publicar estos dos escritos en los que redefiní mi vivencia e identidad del género. El siguiente texto es una versión ampliada que problematiza con mayor profundidad lo que ya expresé sintetizado en el primer apartado de este posteo.
Soy no binaria (dos
semanas después)
4 de octubre, 2020.
Cuando
me propuse escribir y aclarar ante mi propia conciencia este proceso íntimo que
me llevó a descubrir mi verdadera identidad de género, no había tenido en
cuenta, en primer lugar, que la noción de transitar de la masculinidad adherida
a mi constitución biográfica, impuesta por la lectura social que hizo de mi
cuerpo con genitales masculinos el cuerpo de un “hombre”, impuesta por mis
xadres y por el sistema sanitario que auscultó mis formas visibles y dedujo a partir
de ellas la seña de mi ser como varón, que la noción de transitar de esa
masculinidad, como venía diciendo, a esta nueva expresión de género que
considero, así como más femenina, también mucho más ambigua, iba a suponer
etapas de desconcierto y de incapacidad de autodesciframiento. Esto lo digo
porque, si buscan más en el fondo de este blog, mi primer intento de borrar la
marca del género masculino que contuvo mis expectativas vitales durante mis dos
primeras décadas de vida supuso identificarme plenamente (y en su momento, por
supuesto, con sinceridad) como una mujer transgénero. Pero, pasado el tiempo,
conversando y observando detenidamente lo que implica ser una mujer, lo que
implica en nuestros términos sociales y culturales específicos (los de América
del sur a principios del siglo XXI) ser una mujer, así como las implicaciones a
largo plazo de la terapia de sustitución hormonal que había considerado
comenzar, descubrí (y de acá deriva el desconcierto y la incapacidad para expresar
concretamente a qué ha llegado mi identidad) que mi vivencia del género supone
una negación mucho más acentuada ante la idea de que existen hombres y mujeres,
personas definidas por una identidad prioritariamente femenina o masculina. De
hecho, vengo pensando en todas estas cosas desde hace ya unos cuantos años.
Pero, ya como hombre gay o como mujer transgénero (identidades ambas con las
que me identifiqué a lo largo del 2020, saliendo ahora a la luz mi nueva
exploración tendiente a la ruptura de esas dos categorías), la limitación
impuesta por la contradicción aparente de los cuerpos y de los roles sexuales
me atormentaba, impedía la exploración de un nuevo recorrido en mi existencia,
que es el que ahora, valga la redundancia, estoy transitando. Y se trata este
de un recorrido que me arroja ya de la órbita de la sexualidad binaria, que me
desliza hacia el ámbito de la crítica absoluta con respecto al sistema de
ciframiento y codificación de las personas en relación a sus genitales, sus
cuerpos, sus características sexuales secundarias y su orientación sexual.
Considero, en definitiva, que esa es la expresión de una imposición extranjera
(más precisamente, la manifestación eurocentrada, es decir, colonizada, de casi
todo lo que en nuestro contexto de sudamericanes del siglo XXI realizamos,
teniendo en cuenta que el modelo y la construcción de la masculinidad y la
feminidad que hoy son hegemónicas vinieron importados de Europa). Y que mi
forma de desatarme de esa sujeción simbólica es expresar, ciertamente, que yo
no respondo a ese molde de masculinidad e, incluso más, que yo no me considero
más un varón.
Que
decida no renunciar a mi cuerpo de varón, es, de alguna forma, problemático.
¿Pero cómo puedo juzgar por mí misma la orientación de mis búsquedas por el
placer que ha sido constituido, sin que yo tuviera la posibilidad de decidirlo,
pues era una menor de edad, en el proceso de mi socialización como miembro
“funcional” de una sociedad disfuncional? Siendo una nena jugaba a frotar mi
pene contra el pene de un compañero de mi escuela. Mi papá nos vio en la pieza
y, si bien no dijo nada, emitió una exclamación que delataba tanto sorpresa
como repugnancia antes de cerrar la puerta. Lo que vio era una censura de su
propia vida materializada en la carne de su hijo, un desviado que no tardaría
en volverse adolescente y en renegar para siempre de la sexualidad
reproductiva, aún antes de volverse adulta y manifestarse como una feminidad
trans y no binaria. Busco hoy lo que buscaba de pequeña: frot, placer fálico con un compañero que sea más el cómplice de un
juego absurdo, inestructurado y consistente en nada más que en el placer
proporcionado por su práctica que una pareja con leyes y códigos de
convivencia, con disputas de acervo monogámico, heteronormado y burgués.
Realmente: aplicar el concepto de “pareja” con otros personas (lo hice dos
veces en mi vida) fue un completo desastre, para mí y para ellas. Asumo todas
las responsabilidades del daño que realicé. Por mi propia ceguera, ceguera de
aún considerarme un varón y de no haber tomado perspectiva de la realidad
social en su complejidad y en sus contradicciones (pero, ¿cómo podía ser
consciente de tantas cosas que me hubiera sido útil saber a los veinte años? El
aprendizaje es también producto de la experiencia) lastimé a las personas que,
irónicamente, decía “amar”. La trampa del amor romántico es la misma trampa que
la de la familia. En nombre del cariño tal vez buscamos aprovecharnos de las
personas, cuando no, despedazarlas. Las familias son los órganos de esta
sociedad encargados de reproducir la violencia a nivel molecular. Las parejas,
por su parte, son soledad aglomerada, compartimientos fríos en donde ambas partes descargan sobre la otra sus
inseguridades, además de entablar un vínculo que redunda (¿casi siempre?) en la
dependencia emocional. También son la proyección de una película basada en la
idea del matrimonio conyugal, y esa película es de larga data y, como planteaba
más arriba con respecto a la construcción de nuestros modelos de género, es de
origen europeo. Con esa bosta ya no comulgo. Mi búsqueda del placer se vio,
así, liberada de una mochila inútil cuando dije “ya no me puedo considerar más
un hombre, y, de la misma manera, no puedo destinar mi energía a tener una
pareja porque, realmente, la idea misma de pareja me suena a esclavitud
consensuada”. Detesto los formalismos.
Debería hablar, partiendo de la idea de que lo que hoy tengo que hacer es reescribir mi pasado, reencontrarle un significado a la luz de este presente que se me hace la más rara invención del azar y de lo improbable, debería hablar, así, de cómo me desenvolví siendo un varón homosexual desde el año en el que salí de la escuela (2015) hasta el año presente en el que transicioné ya en dos ocasiones, en junio, de varón a mujer trans y, en septiembre, a fines de septiembre, de mujer trans a ser simplemente, una feminidad indefinible, no-binaria en la amplitud de la ruptura que esta idea conlleva, y aun con la carga, el peso social, que las señas masculinas de mi cuerpo de primate macho me imponen. Porque comprendo que va a ser difícil despegar mi imagen de varón de mi identidad que no se corresponde con una idea que la gente generalmente se hace con respecto a lo que implica llevar el cuerpo de un varón y, por supuesto, la significación social de ser un varón.
No
soy un varón. Soy una maricona trans no binaria. Tampoco soy una mujer. Dejar
de ser un varón, y aunque mi identificación entre junio y septiembre de este
año fue femenina al punto de pensarme como una mujer y de desear iniciar una
terapia de sustitución hormonal, es, en el fondo, un acto de enunciación y una
demostración de negatividad. No quiero acordar con ninguno de los lugares
comunes que esta sociedad me propone. No quiero que para ustedes y para la
imaginación de ustedes mi realidad sea una realidad fácil de representar. Voy a
buscar volver al origen poético de mi sueño adolescente: ser un margen, ser un
reverso, ser una identidad cuya identidad es inidentificable. Estar por fuera
del registro de las definiciones. Las definiciones son como cárceles. Los
límites de mi cuerpo no son los límites de mi autopercepción. Mi autopercepción
es mucho más elevada que el contorno de mi cuerpo. Porque yo digo “tengo el
cuerpo de un macho biológico” y, a continuación, agrego, “tengo también la
noción cultural, expresada gracias a mi capacidad de abstracción simbólica,
única en el reino animal, codificación del universo en signos, en sonidos, en
palabras; tengo la noción cultural entonces que me permite saber que hay un más
allá de la representación humana que evade y que a la vez multiplica la
realidad en pequeñas celdas de subjetividades moldeadas por la historia, es a
partir de ese más allá propiamente nuestro, especificidad y enigma del reino
animal, que yo me voy a definir como un ser que apunta con su mirada al cielo y
distingue las estrellas y el ciclo de la luna y se dice, por más que sea para
sí y nadie en el mundo entero le reconozca la razón o le preste oídos a sus
quejas solitarias y plenas de vanidad, yo puedo explicarme por fuera de mi
cuerpo de primate macho, mis genitales, como dice la consigna, no me definen,
mis rasgos sexuales secundarios a veces son una condena porque me reducen a una
visibilidad masculina pero también soy afín a mi cuerpo tal y como es y, sin
ser un varón, tengo un cuerpo leído como el cuerpo biológico de un varón, sólo
que yo no comparto esa idea, está todo más que mal con esa idea, porque no me
voy a identificar con una idea que en sí misma conlleva una pesada carga
cultural, la opresión de género, las actitudes de soberbia machista con que en
cada gesto el señor ignorante delata su condescendencia al hablar con una
mujer, género masculino que además es una invención europea y del siglo XIX; si
ese es el modelo de ser humano que mis ancestros propusieron para mí yo le
escupo en la cara a mis ancestros, incluso a mi padre, yo no soy ese hombre que
querían que fuera, yo no soy un hombre, detesto a los hombres – aunque me los
coja – y quiero nombrar la libertad de ser en femenino, que mis amigas me tratan
de ella y no de él, que mi nombre, mi nuevo nombre, Lihué, no tiene marcas de
género (y tampoco es europeo)”.
Entiendo
ahora que ya no tengo tantas dudas al respecto, que ya casi ni tengo dudas.
Pero
entonces llegan todos los demás fantasmas que me acosan en la perspectiva de mi
presente, de mi actual crisis. ¿De qué voy a trabajar? ¿Puedo ser autogestiva?
¿Qué herramientas dispongo? ¿Qué herramientas puedo diseñar para mi futuro?
¿Existe realmente la posibilidad de…
Lo
que yo quiero hacer con la vida, tal es el problema, aun no fue creado. De lo
que yo quiero vivir no hay registros escritos, ni memoria, ni abordajes
académicos. Soy única – como todo ser humano que nace, que nació y que va a
nacer es único. Tengo que reinventar lo creado a partir de mi especificidad
(otra vez, volver a barajar el mazo). Tengo que salir de mi cascarón, una vez
más; o, una vez más, romper el huevo que contiene mis proyecciones vitales, que
las demora; una vez más, exorcizar a los fantasmas que me reducen a la
imposibilidad de ser, al miedo infatigable, al espanto de estar viva en un
mundo moldeado a partir de una violencia de la que no quiero formar parte pero
de la que, sin embargo, ya soy parte constitutiva (no quiero pensar cuántas
vidas extingo con el mero fin de perpetuar la mía).
Las
dudas renacen pero apuntan ahora en otra dirección…
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