21 de octubre, 2020.
Viajó
la mañana del martes para visitar a la familia de su amiga en La Granja, que es como le dicen a un barrio de San Carlos, la localidad que linda con
Tolosa y La Plata hacia el oeste (aunque convengamos que con el crecimiento del
ejido urbano ya es casi indistinguible una localidad de la otra, de no ser por
los baldíos y los clubes y canchas de rugby que intermedian la rotonda de 19 y
520, ahí donde quedan los supermayoristas Vital y Nini, y la zona más poblada
que se distingue a partir de la 31 en adelante, aunque ya es incipiente la
construcción de nuevas barriadas también en esa zona). Un viaje de menos de veinte
minutos en micro (en la línea característicamente llamada oeste, que llega
hasta la localidad de Melchor Romero y hasta “el lejano Abasto”, cerca de la
ruta 2). “Viajamos en una centella” pensó, mientras miraba por la ventanilla
del micro las paredes naranjas de los edificios sin revocar, recordando
aquellos versos en que Antonio Machado describió su experiencia de viajar en
tren por la España de principios del siglo XX. “Qué iluso”, pensó, “hoy se
viaja incluso el doble de rápido”.
Cuando amaneció aquella mañana llovía. Le costó, como todas las mañanas, salir de la cama. Se dio una ducha sin apurarse. Sabía que se inundaba el piso cada vez que se duchaba. Al principio se daba duchas cortas, con agua fría, para mojar así lo menos posible y no tener que pasar el trapo. Ahora ya se bañaba el tiempo que quería, con agua caliente, y se iba de la casa dejando todo encharcado. Después, cuando volvía, corría el riesgo de olvidarlo y de patinarse al entrar a mear. Pero le molestaba demasiado agacharse, fregar, escurrir el trapo húmedo. En algún momento de la madrugada, probablemente por causa de la diferencia de temperatura entre las últimas horas de oscuridad y el amanecer, el piso del baño se secaba solo, como por encantamiento.
Se
tomó un café antes de salir mientras revisaba el mail y jugaba una partida de
ajedrez que ganó: ella venía perdiendo y su oponente, equivocando las jugadas,
no supo evitar un patrón de mate a través del cual, gracias a la acción
combinada de las dos torres, acorraló y acogotó al rey negro en una esquina del
tablero mientras las demás piezas de su rival, que para colmo contaba con un
caballo de ventaja, miraban frustradas como se les iba la victoria. Claro que
ganar de esa manera (habiendo tomado pésimas decisiones durante toda la partida
como, por ejemplo, estrellar un alfil con el único objetivo de desarmar el
enroque enemigo y sin obtener suficiente compensación por ese sacrificio de
pieza) le dejaba un gusto amargo en la boca, como el café que estaba tomando en
ayunas y que le hizo verga el estómago; sin embargo, también se sentía
mínimamente contenta porque le demostró a aquel anónimo holandés contra el que
jugó esa mañana que, aun en una situación desventajosa, podía engatusarlo con
estrategia improvisada y desarticular su confianza en lo que este ya
seguramente se pensaba que era una intranscendente partida online de ajedrez a
treinta minutos ganada. En su foto de perfil a ella se la veía echada sobre la
cama con el gato rubio y recontra puto que había sido su compañero durante los
meses de encierro en los que había preparado tres finales de la facultad que
rindió por videollamada, en medio de la compulsión por el encierro que la
sociedad había asumido desde marzo del año de la peste. Que el holandés al que
se le dio vuelta la partida relacionara su derrota con la foto de aquella trola
con una banderita sudaca de perfil le generaba una mundana vanidad imaginaria.
Estaba tan loca que eso le proporcionaba placer, más placer que coger y que
comer. Le generaba apetito de seguir acumulando victorias en esa vitrina boba
que era no más que un servidor de ajedrez online. Intranscendente, como todo lo
que le venía pasando en la vida; intranscendente como estas páginas sueltas en
la vorágine digital de las redes sociales, páginas que probablemente nadie iba
a leer y que si seguía escribiendo era no más porque la intranscendencia, la
asunción de esa mundana vanidad imaginaria que se apoderaba de ella cada vez
que escribía o que ganaba partidas de ajedrez a treinta minutos era lo único
que quedaba en un mundo consumido y arruinado por las propias dinámicas del
orgullo, del lucro, de la acumulación, de la autodestrucción como hoja de ruta
de un modelo económico que premiaba a les sociópatas capaces de reprimir sus
sentimientos toda una vida con tal de sacar un título de grado en psiquiatría o
en arquitectura a la vez que patologizaba a toda persona que presentara un
mínimo grado de inadecuación frente a las normas o que prefiriera, antes que
ahorrarlo, destinar su dinero a comprar unos vinos para compartir con su
círculo de pares. Vino, ajedrez y porro: ¡Qué combinación digna del demonio!
No
debió haberse tomado un café aquella mañana, en ayunas. Recordó, por vigésima
vez en su existencia, que el café no se adaptaba a la especificidad de su
organismo. Su sistema digestivo reaccionaba al revés con ese estimulante
representativo de la edad moderna. Una droga perniciosa, necesariamente legal
en un mundo en el que tanto oficinista era el esclavo de una renta de alquiler,
de pagar los servicios de electricidad y agua clorificada; una droga
representativa del estado de cosas presente en aquel mundo en el que ella,
testigo apesadumbrada de todas las cosas que la rodeaban, había nacido en el
momento adecuado para empezar a ver como todo se iba al carajo. No tenía más
que veintidós años pero todo ya estaba devastado, todo ya estaba calcinado por
esa fuerza bruta del dinero verde que no pedía permiso sino que se imponía
sobre las vidas y que, al imponerse, las degradaba. Con papeles de colores
dominaban a las naciones, esos organismos vicarios del control colonial; por
medio de esos papeles, el pueblo, los pueblos de todo el planeta, sufrían una
dominación a través de la cual el 90% de la población del planeta se veía
obligada a entregar su tiempo de vida, su energía vital, su “fuerza de trabajo”,
para la valorización económica de bienes que eran llevados al extranjero y que
engrosaban las cuentas bancarias de aquel otro 10% (pero estos números sólo son
una estimación imaginaria, digamos que bien podría tratarse de un 99% frente al
1% restante) que vivía del trabajo ajeno. La dominación siempre había sido así
de grosera, no malinterpretemos el pensamiento de esta muchacha: les esclaves
del propietario romano o ateniense, les esclaves negres que trabajaron a fuerza
de látigo en (lo que hoy es) Cuba, en (lo que hoy es) Haití, en (lo que hoy es)
Brasil, en (lo que hoy es) Estados Unidos, los indios mitayos que fueron
forzados a extraer la plata de las minas de Potosí y el mercurio de las minas
de Huancavelica, en fin, la dominación y la explotación siempre fueron una
clave determinante de los asuntos humanos. ¿Era posible hablar del presente en
los términos de una particularidad tal que convirtiera a la dominación de las
mayorías por las minorías en el siglo XXI un asunto más podrido, más
degradante? Ella pensaba, a manera de respuesta, en el conformismo, en la
aquiescencia de les dominades. Ella misma se veía envuelta en esas redes del
control por los medios del placer (y en este punto, Brave new world, la novela de Aldous Huxley traducida como Un mundo feliz era, sin lugar a dudas, una
ficción distópica que se había vuelto más real que la realidad, era la realidad
que ella le había tocado el espanto de habitar). Era la incapacidad de hacer
algo, era la destrucción de cualquier otra alternativa que no concluyera en
terminar sus noches encerrada, obteniendo gratificación por pequeños actos que
eran trucos psicológicos con los que habían formateado su subjetividad desde
chiquita. Una partida de ajedrez online, era, por ejemplo, una pequeña nulidad
que le proporcionaba placer. Pero al terminar todo seguía igual y el paso del
tiempo se clavaba en sus costillas y en las manchas de su piel. Al comer alimentos con aditivos artificiales
o al masturbarse mirando pornografía estaba consintiendo a que el mundo injusto
y deplorable se aprovechara de su cerebro conformista. Nunca tuvo herramientas
para desarmar lo aprendido. La conexión de red anulaba el filo y la radicalidad
de sus pensamientos. Estaba condenada, como todes sus congéneres, a ser una
servidora de un poder que la sojuzgaba, sí, pero que le daba, a cambio de su
coparticipación en la destrucción del planeta y la degradación de las vidas
humanas, una cuota de comodidades, una porción de placeres y de vanidad
intranscendentes diseñada a la medida de su psicología infantilizada, con cero
resistencia a la frustración y altos grados de dependencia emocional en
relación a la tecnología. Mientras ella veía la pantalla de su computadora,
reflejado en la pared desde la ventana se veía también el resplandor azul que
despedía la luz de un patrullero que vigilanteaba unas calles tan vacías como
en aquel cuento de Ray Bradbury que describía una ciudad en donde imperaba un
permanente toque de queda…
“Viajamos
en una centella”, pensó, “sí, pero igual de cierto es que vivimos en una
distopía”.
Esperando
el micro aquella mañana del martes en que viajó hasta La Granja un señor le
preguntó la hora. Como tenía el barbijo puesto le tuvo que repetir tres veces
las mismas palabras para que pudiera entenderle con claridad. Al chofer del
micro con repetirle una sola vez que iba hasta calle 138 fue suficiente.
Venía
zafando del coronavirus de pedo. No podía acostumbrarse ya al encierro.
Necesitaba saber que contaba con el apoyo de quienes sentían y vivían en
afinidad a los derroteros mentales de su propia cabecita trastornada.
Hablar
con la mamá de su amiga, con su amiga y con la hermana de su amiga consiguió
aplacar la negatividad de su estado de ánimo. No estaba sola en el planeta
tierra. Existían pequeños refugios de comunidad soldada en el cariño, en la
reciprocidad. Había amasado, la noche del lunes, durante una hora, masa para
cocinar unas tartas con cebolla, zanahoria, pimientos y unas acelgas caseras
que crecían en el patio de la casa de su amiga. Compartir un almuerzo era
exponerse al virus; sin embargo, seguir habitando la completa soledad,
conversando sólo por mensajes mediados por su teléfono celular, era una forma
indigna de vivir, era la humillante representación digital de la alegoría de la
caverna.
La
acelga de la huerta era un manojo de hojas gigantes que duplicaban el tamaño de
su mano. El color era esmeralda y parecían sacadas de un sueño. Existía,
siempre, un más allá de las pantallas que era la realidad más real y, por más
real, la más dulce, la más disfrutable, la más digna de ser vivida. Mientras
esperaba que su amiga despertara habló con la mamá de ella, que era ya también
su amiga por derecho propio, sobre el acto de viajar. Se rieron de les hippies
que iban en bicicleta hasta Ecuador o Colombia y que, en un punto del viaje,
tenían el respaldo económico suficiente como para volverse en avión. Entonces
le contó historias de sus viajes pasados, que parecían sacados de una dimensión
espacio temporal completamente ajena a la que estaban habitando desde marzo del
año pestífero. Le contó, por ejemplo, de aquella vez que no llegó a tomarse el
tren en Córdoba Capital y tuvo que dormir (en aquella época, 2018, ella aun no
había problematizado su identidad de género y aun se identificaba como un
varón), con cuatro personas más, en una plaza. Le contó de aquel viaje de tres
meses que cambió su mentalidad y su forma de pensar. Nadie podía venir y
contártela: había que salir a vivirlo. Pero ahora salir a vivir parecía estar
prohibido, aunque era ya una prohibición que nadie acataba. Las calles volvían
a estar repletas y la gente necesitaba laburar en un país en el que cada vez
había menos trabajo y la comida estaba cada vez más cara. Lamentablemente el
virus no detendría su expansión, sino todo lo contrario. Pero para tanta gente
desde hacía meses ya que no había alternativas: salir a ganar el mango, aunque
se comprometiera la salud propia y el sistema sanitario colapsara por falta de
insumos y de personal. Situación crítica que no había comenzado ayer, cabía
aclarar, sino que era producto de años de desfinanciamiento. ¿Qué otra
situación era posible en aquel país en el que había nacido? ¿Qué alternativas
le restaban a un gobierno que, a pesar del apoyo popular recibido en las
elecciones y que de alguna forma u otra, perduraba – en la medida en que todas
las demás propuestas de gobierno eran inviables agendas antipopulares, y la del
gobierno, en cambio, aún mantenía una retórica, aunque fuera ya sólo la
retórica y en los hechos demostraran cosas bien distintas, que apelaba a
conceptos como la justicia social y la soberanía -, qué alternativas le
quedaban, en fin, a un gobierno que se veía sobrepasado por una emergencia
sanitaria que había desorganizado toda la agenda política estipulada
previamente a marzo, que había modificado por completo la distribución de las
prioridades en la toma de decisiones y que, para colmo, la gente era ya incapaz
de tomarse en serio, en detrimento de quiénes realmente necesitaban de la
asistencia brindada en hospitales y de los grupos más vulnerables a los efectos
del COVID-19? Las preguntas eran demasiadas: el laberinto de la crisis
argentina se retorcía grotescamente en los callejones de las cifras ominosas,
de todas las muertes al pedo que la pandemia produjo, de los miedos generados
sobre individuos cada vez más aislados de sus comunidades, insertos en mundos
digitales sin profundidad ni relieves, en trabajo por videollamada y clases
virtuales para quienes fueran capaces de afrontar los gastos de una PC y de una
conexión de red…y para quienes estuvieran desconectados, para quienes no
contaran los medios para insertarse en la realidad de las pantallas y de los
códigos binarios, entonces bueno, ella podía verlo todos los días desde la
ventana de su casa, sobre la avenida 520: no había hora, ni de noche ni de día,
ni a la madrugada ni al atardecer, en que no pasasen familias con carritos de
supermercado llenos de cartones o parejas que los juntasen en una carreta que
movilizaban con una moto. La realidad, una vez más, desbordada; las respuestas
del estado, finalmente, parecía que nunca iban a llegar.
Las
siguientes palabras, escritas por Carlos Vilas, le recordaron que los años siguientes probablemente serían peores que el año de la peste: ¡pronóstico
alentador, conociendo la búsqueda por maximizar sus ganancias de aquellos que
eran la verdadera gestión de las decisiones por detrás de los andamiajes de tal
o cual gobierno
“Entre
tanto, corresponde trabajar en la pospandemia. En consecuencia, la
configuración del mundo post pandemia comienza a diseñarse desde las
estrategias, políticas y acciones encaradas durante la pandemia. El futuro del
capitalismo y de la Argentina deben discutirse ahora, no después de la
pandemia. En el comportamiento de las élites y los grandes actores de la
economía vemos que –para esos grupos– ya empezó la pospandemia: especulación
cambiaria, remesas de utilidades y salida de capitales, despido o suspensión de
trabajadores, reparto de dividendos, enfrentamiento e incumplimiento de
mandatos legales. Si dejamos libradas las cosas a su inercia, el mundo que
emergerá de la pospandemia será de profundo y amplio empobrecimiento, mayor
centralización del capital, masivo desempleo, profundización de las
desigualdades y crecimiento exponencial de la pobreza. Es decir, peor que el de
la pre pandemia”.
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