El espectáculo es la violencia.
Del 16 de octubre de 2020.
“La conjunción de modernidad y esclavitud
es, pues, sumamente perturbadora para quienes tienden a pensar la modernidad
como un homogéneo ‘bloque de progreso’, e incluso, para nosotros, para quienes
–aún desde una perspectiva crítico-dialéctica que por un lado no quiere dejarse
seducir por el anti-modernismo reaccionario de ciertas postulaciones
‘postmodernas’, y por el otro visualiza a la modernidad como un espacio de
conflicto al cual también pertenecen pensadores críticos de la modernidad ‘oficial’,
como Marx o Freud- un elemento atractivo de la modernidad fue siempre su
promesa de emancipación y autorrealización. Las comunas tardo-medievales, como
lo recuerda Blackburn, produjeron aspiraciones de ciudadanía que dieron una
expansión temprana a los conceptos de libertad cívica; la Reforma protestante,
por su parte, ofreció una versión religiosa de esa promesa con su noción de la conciencia
individual. La emergencia del sentimiento nacional, que reclamaba la
participación de la “sociedad civil” en la soberanía estatal, fue una parte
sustantiva de la modernidad tal como surgió en los siglos XVI y XVII. Todo ello
hace más aparentemente paradójico el hecho de que fueran precisamente las
naciones nodoccidentales de Europa las que desarrollaran más acabadamente (y
también más cruelmente) el sistema esclavista afroamericano. Es decir, aquéllos
‘pueblos’ que supuestamente más detestaban la idea misma de esclavitud fueron
los que más sistemáticamente la practicaron con sus ‘Otros’ ”. (Eduardo Grüner, La oscuridad y las
luces, Edhasa, 2010, pp. 233-4).
Donde
sea que detengamos la mirada nos vamos a encontrar con un hecho constitutivo: la
violencia. Se trata de un pilar del diseño de las sociedades de siglo XXI que
habitamos. Se manifiesta como un desgarro patente, escrito en la propia piel,
que nos cruza el doble si vivimos en una ciudad o en un ámbito rural de una
región periférica del régimen expoliador capitalista. Nuestra pobreza, digamos,
“estructural”, corresponde a que la riqueza de las demás naciones, la de los
países con buenas democracias y buenos sistemas de gobierno capaces de proveerle
(o al menos eso nos cuentan sus propagandistas) servicios y bienes de calidad a
sus pobladores (pero no a todos a sus pobladores, por supuesto), es fruto
visible y lógico de la violencia que en procesos históricos de diversas
características y alcances sus antepasados ejercieron sobre los habitantes de
estas tierras que hoy son periféricas. ¿Hace falta que explique una vez más que
el bienestar moderno, si es que podemos decirle bienestar a este insalubre
estilo de vida consistente en mirar una pantalla las 16 horas del día que no
estamos durmiendo, es fruto de un despojo histórico, del saqueo, de la
violación, del crimen, de la esclavitud, del racismo, de las matanzas
colectivas, de la muerte programada, del extractivismo, de la alienación
laboral? Ese despojo significó, en instancias múltiples de nuestros pasados colectivos como comunidades violentadas, el ejercicio de una violencia metastatizada en
progreso, el ejercicio tanto de la tortura como de la mutilación en defensa de
un cáncer que es la mentalidad colonial del asesino blanco y heterosexual. No
verlo es mirar a la pared a fuerza de golpes de significación con los que
embriagaron nuestra mirada. No verlo es consentir, es transigir, es entregar
el cuerpo a una maquinaria más bestial que las bestias, a una cadena cuyos
eslabones hoy en día ni siquiera son (a menos que hayas crecido en un gueto de
tu ciudad o en un barrio “con calles de luces difuntas”, como rapea el mc de Alejandro Korn) coercitivos, sino que, con mayor ímpetu, son psicológicos, son
una introyección de los valores dominantes, de los valores de la hegemonía
económica, social y cultural, en el cauce de tu existencia, en la
jerarquización de tus placeres, en la forma en que tu mirada completa la
plantilla que es el mundo, en el diagrama con el que te proyectás sobre el
mundo y sobre tu cuerpo como último bastión de resistencia ante esta avalancha
de información nociva y de aprendizajes cuyo objetivo no es liberarte, sino
ensordecerte, destruir tu capacidad de reacción. Para la norma que rige en la sociedad,
en términos llanos, un violador es un hombre sano, funcional, e incluso, viril (en
la justa medida en que se corresponde con lo que la sociedad espera de un
hombre), por más que su conciencia despliegue la fundamentación de su accionar,
que es una imposición de su voluntad sobre un cuerpo ajeno por la vía más
explícita de la violencia , a través una sórdida ficción de dominación sobre el
género femenino; la misma norma dictamina que un hombre que no se identifica
con el género que le asignaron al nacer es “un trava de mierda”. Como sabemos
con una amiga desde el momento en que tuvimos que acostumbrarnos a vivir en
esta bola de pus que es la comunidad de los seres humanos estructurada en
ciudades y estados nacionales, intentando, en el camino no perder esa chispa de
originalidad que no nos vuelve mejores, sino distintas, no es sano acostumbrarse
a una sociedad enferma. La locura es sólo un conjuro para desterrar potencias;
comprenderlo es comprender que los antidepresivos son negocio, que las sesiones
con psicólogues llegan a costar una luca, que se comercia con vino barato,
pepas que son cartones de ácido de pésima calidad, cigarrillos que ni siquiera
hace falta blanquear que son un veneno cancerígeno (aunque la mayoría de los
alimentos y el agua que consumimos están envenandos). Todos los años se
inventan drogas nuevas, y más que buscar un consumo adictivo en una sustancia
que ingerís y que modifica la química de tu cuerpo, ya con tan solo considerar
que la computadora con la que te entretenés o el celular que usás para laburar
y comunicarte te proporcionan vías de escape y espacios de expresión vaciados
en los que te podés quejar de la realidad (que es un poco lo que estoy haciendo
ahora) sin salir a cambiar nada (que es de lo que me estoy quejando). Vivimos
en una cárcel de diseño psicológico. Es la experimentación en ingeniería social
diseñada para hacerte servil, para evitar que cuestionés el fundamento mismo
que sustentó la construcción de estas sociedades nuestras tan repletas de lujos
aparentes, de comida al alcance de un billete, de horas y horas de videojuegos
y series y películas capaces de dejar tu mente en un estado de ebriedad y
acatamiento vergonzosos. Y no te juzgo, porque yo estoy en esa misma movida,
rodeada de comodidades que me impiden despegar. En cierto modo, revisar el
fundamento social de estas limitaciones implicó, en este punto de mi vida,
renunciar a ciertas presiones, renunciar a ciertas cargas que me habían sido
impuestas (vengo narrando, en anteriores posteos, mi transición de género hacia
una expresión no binaria y orientada a lo femenino, en rechazo a mi asignación
y biocodificación como hombre a partir de la absurda equiparación “cachorro
humano con supuesta naturaleza corporal propia de primate macho con genitales
alargados y convexos y producción de testosterona = identidad de cisvarón en base
a un diseño decimonónico y europeo de masculinidad basado en la
represión, la negación de los sentimientos, el ejercicio, precisamente, de la
violencia sobre sí mismo y su cuerpo”) y que atentaban contra mi propio deseo
de vivir, o, bien, de seguir viviendo. La vida, desde la celda de mi
masculinidad, era un campo destinado al sufrimiento, y nada de lo que yo
pudiera realizar como varón iba a satisfacerme en lo esencial: la búsqueda de
lo esencial y de la satisfacción imperecedera formaba parte de la violencia que
yo ejercía contra mí misma, cuando aún no había transicionado. Y ahora que
transicioné no es que de un día para el otro transformé mi cabeza, no es que
soy un ser absoluta y completamente renovado, sino que sigo cruzada por
ataduras de miedo y de sufrimiento, pero puedo analizarlas, puedo hablar de
ellas, puedo diseccionarlas para saber mejor lo que me pasa. De igual manera,
revisar el fundamento social que rodea a la estructura económica o material a
través de la que me proporciono la sobrevivencia en este mundo en el que nos
destinan a entregar nuestro cuerpo a la dominación de un salario, es encontrar,
una y otra vez, a la violencia como el origen, como la causa, como el motor,
como la constitución de todo cuanto existe y es posible en nuestra era
hipermoderna en la que las cámaras de gas del nazismo son consideradas un
genocidio pero hay mataderos en donde se hace lo mismo con animales no humanos,
a los cuales se transporta en camiones en las mismas condiciones en que en
trenes llevaban a los detenidos a los campos de concentración, y vos no sólo no
lo pensás en esos términos, sino que a lo mejor comés con apetito la carne que
es producto de esa matanza llevada por un trabajador precarizado a la puerta de
tu casa. Si nos quieren atontades es para que no veamos lo que nos rodea: si
miraramos, y aprendiéramos una y otra vez a desnaturalizar lo mirado; si,
además de desnaturalizar lo que vemos aprendiéramos también a escuchar, y a
ejercitar la crítica a través de la percepción (que fue captada por la
inmediatez de las respuestas fáciles y automáticas, que fue captada por el acto
reflejo de scrollear en las redes
sociales y del follow y el unfollow con el que elegimos qué
contenido nos queremos administrar como dosis diaria de entretenimiento) vamos
a recordar que la vida tal como la conocemos hoy es posible únicamente gracias
al conformismo y a la indolencia con respecto a aquello que es su condición de
posibilidad: la violencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario