La experiencia tropical o "el sexo son los trópicos"
"Ese amarillo no lo encontrás en Europa..."
He aquí el delirio o la flora y la fauna desencadenada de una tierra que se come todo y que prolifera con la facilidad voluptuosa y miracular de las cosas transpiradas. ¿No hay lugar más común que éste, a la hora de describir los trópicos? Miguel Ángel Asturias, guatemalteco, ha sabido escribir "los trópicos son el sexo de la tierra". El sexo de la tierra es la narrativa que muchos de los cronistas de indias, por la naturaleza misma de la naturaleza con la que tratan, han optado (no se trata de una elección consciente, claro) para dar sentido al caos frutal con que se topan; muchos de ellos, humanos llegados de los inviernos secos del mediterráneo, que por más que conozcan sus veranos tórridos jamás se habrán de adaptar a la permanencia impostergable de un clima salvaje, indócil-indisciplinable. Pero. No es necesario ser extranjero para dar lugar a una narrativa que enfatice las exuberancias de la tierra tropical: piénsese si no como es que los mejores capítulos de El siglo de las luces, la novela de Alejo Carpentier, cubano, transcurren en alta mar caribe: allí es donde la prosa nos prodiga con una vorágine de imágenes muy sensuales, como si de pronto, la narrativa contenida, suntuosa y prolijamente enfática se desbaratara intentado contener la maravilla multicolor de un panorama que no se deja apresar en la pobreza lineal de los renglones y las palabras. Vamos: que tampoco pareciera ser necesario haber nacido en los trópicos calientes para tener una noción, aunque sea vaga, de esa encarnación de los sentidos que nos arropa con la llegada del buen clima. Así, la encuentro expresada en una novela de nada más ni nada menos que un ruso, Iván Turgueniev, por más que, cabe decirlo, fuera más sensato asociarlo a la vida parisina, en cuyo confort se refugió de la rusticidad del zarismo. Pienso en aguas primaverales, por el hecho exacto de que el protagonista, que yo, lector cándido, esperaba y creía que iba a permanecer inmune a la tentación de aquella dominatrix condesa rusa, se deja tentar, nada más ni nada menos, ante el efecto enervante que le produce una cabalgata que con ella comparte en los primera días de la primavera, como bien indica el título de la novela, con los narcisos floreciendo y toda la parafernalia que ya nos sabemos en los meses del año en que Perséfone se evade de su cautiverio. Ahí lo tenemos, supongo. Pero también, en un porteño, Ricardo Güiraldes, ya un poco acostumbrado a los diversos matices del clima de su Buenas Aires natal, es cierto, pero que no deja de afectar un alelamiento poético y dionisíaco en aquellas treinta paginas delirantes y hermosas de su Xamaica en que le toca enunciar la estancia de la parejita adultera en la jocunda isla del título. Es en ese instante que la prosa, ya de por sí inclinada a un alto vuelo poético, se vuelca gustosa al puro lirismo exacerbado, ya lo creo, por la riqueza infatigable de un paisaje que prodiga riquezas y enfermedades por igual...un primo mío, vuelto de un viaje que a la manera del Che Guevara realizó por sudamerica, relataba sus impresiones amazónicas con una expresión parecida a ésta: "imagínense que allá podan una parcela de tierra; a los dos días la vegetación rebosa la altura de un hombre". Y otra: "acá como en la pared ves un caracol o una cucaracha, allá ves un lagarto o una iguana".
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