Se pidió que describa rasgos del
dispositivo escolar que atravesé durante mis años de escuela primaria y
secundaria para realizar una comparación de sus elementos con los descritos por
Varela y Álvarez Uría como propios de la maquinaria escolar moderna.
Asistí durante mi formación primaria y
secundaria a un pequeño instituto de formación católica y subvencionado por el
Estado en Manuel B. Gonnet. Se nos hacía formar en filas, agrupados por género
y edad y en orden de menor a mayor según nuestra estatura, antes y después de
empezar las clases. Entonces se seleccionaba a un alumno y a una alumna para
que se izara la bandera, momento en que había que guardar silencio. A la
entrada, el director del colegio se paraba en frente de la formación y hacía
comentarios según la ocasión (por ejemplo, referencias al santo patrono del
día, o sobre la guerra en Siria). A la entrada y a la salida rezábamos. Como yo
acompañara el rezo, cuando muchos no lo hacían, recuerdo la impresión que me
produjo la vez que un compañero me dijo que era ARRIC: ateo recibiendo instrucción
cristiana.
Se nos mandaba al aula
correspondiente a cada curso. La escuela era nada más que un pasillo largo, con
las aulas a un costado. En el medio había un gabinete con paredes de cristal
que permitía visualizar el pasillo de punta a punta y que constituía la
preceptoría: un profesor lo usaba a modo de ejemplo para explicar la noción de
panóptico. Además, las aulas tenían ventanas que daban al pasillo y cada vez
que pasaba algún funcionario del colegio podía ver lo que ocurría dentro de
cada una.
Esto está en clara relación con
las ideas de Varela y Álvarez Uría en la medida en que la escuela funcionó, en
el contexto de mi vida, como un medio de disciplinamiento (los autores
describen al dispositivo escolar como un “espacio de domesticación”) y actuó
como garante de que yo me convierta en una persona limpia, ordenada y
diligente, entre otros atributos, porque son estos requisitos indispensables
para sobrevivir en una sociedad capitalista en donde las formas de trabajo
predominantes y también las más respetadas son asalariadas y en relación de
dependencia. La formación en filas, la repetición de actos simbólicos, la
corrección de la postura (que no nos apoyásemos en las ventanas o en las
paredes cuando formábamos, por ejemplo), la utilización de bancos individuales
a modo de pupitres, el requerimiento de un uniforme, la demanda de llevar al
día una carpeta (actividad que yo nunca pude lograr, teniendo siempre un caos
de hojas sueltas en la mochila) y de completar exámenes, fueron todas estas
modalidades preferentes de una forma de socialización y de instrucción,
descrita por los autores como una invención de la burguesía para “civilizar” a
los hijos de los trabajadores, de la que al día de hoy aun me resiento y que
limitó y contuvo mi potencial humano. Fue durante los años de mi formación
secundaria que supe que quería estudiar historia: fue el dispositivo moderno
escolar el que introdujo en mi cabeza la idea de que debía seguir una carrera
profesional universitaria intentando conciliar mis “intereses” con una “salida
laboral”, habiendo enorme cantidad de posibilidades diferentes respecto a lo
que yo podía hacer con mi cuerpo y mi mente una vez terminada la secundaria. Y,
si al día de hoy continúo esta carrera, se debe a que invertí en ella ya cinco
años de vida y me queda poco por finalizarla, debiendo admitir penosamente que
al adquirir un mayor conocimiento (a través de la experiencia y del estudio) de
cómo funcionan las instituciones educativas y el rol disciplinario que cumplen
en la reproducción de las relaciones sociales existentes (de lo que Varela y
Álvarez Uría dan cuenta, precisamente, en el capítulo trabajado) ya no me
siento acorde a ejercer el rol de funcionario estatal como un docente y me siento
llamado a la búsqueda de una vida más autónoma y más intensa. Sí: acaso deba
ejercer la docencia en algún momento para sobrevivir bajo las condiciones
impuestas por la obligatoriedad del trabajo asalariado en un contexto donde los
flujos del capital se han desbocado y la formación social capitalista avanza,
por la fuerza ciega de las dinámicas que ha desatado, hacia su autodestrucción;
y sí, planeo hacerlo de forma profesional y con las herramientas pedagógicas
que la formación terciaria me otorgue. Pero tendré que ejercer la docencia de
la misma forma en que tendré que realizar mil actividades diferentes para poder
sobrevivir en esta era: hacer masajes, reciclar tarros de pintura para plantar
ajo y pimientos en un balcón, tocar música en las calles a cambio de la propina
de quienes la ofrezcan, dar clases auxiliares, etc. Es por estas razones que,
frente a los mecanismos de disciplinamiento que la sociedad capitalista ejerció
en la búsqueda de la sujeción de mi cuerpo y de mi mente (a través de sus medios
de socialización preferentes, la familia conyugal y las instituciones
educativas y, entre ellas incluyo a la academia y la formación universitaria
que actualmente curso, aun teniendo conciencia de cómo ellas operan) es por
estas razones, digo, que frente a dichos mecanismos disciplinarios me
reivindico como un inadaptado, un fugitivo, un goliardo.
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