No había nada especial en aquella casa. Pero detrás se escuchaban los ruidos de una fiesta. ¿Qué año era? El sol ya no era más una ridícula pantalla de luz, como a las ocho de la mañana; era, en cambio, una realidad punzante que desde el cenit involucraba, sobre el cemento y la tierra de aquel patio, ardores insufribles para los humanos. ¿Y qué estaban bailando? Sin lugar a las dudas, era verano; principios de enero, tal vez. ¿Pero de qué año? ¿Quién me puede decir, por favor, qué año de la humanidad era?
M. bailaba junto a J. y O. en un espacio limitado por unas plantas de clima húmedo que bebían de la cercanía del río como yo, en su momento, bebí mezclas de vino y gaseosa para fortalecerme y así poder seguir ventilando mis extremidades aun a pesar del calor. La música no las aturdía. El sonido intermitente por las pausas propias de una conversación, o roto en el caos del sueño en una siesta por los chillidos en el jardín o el patio de un vecino (la diferencia entre un jardín y un patio, en mi opinión, es que este conoce del cemento y aquel sólo conoce del pasto y de la tierra) el silencio a las plantas les podía mejorar la circulación de la savia, o quién sabe, el enervamiento de los frutos, la habilidad misma de aclimatárseles el sabor. Pero la música: ¡Qué espectáculo! ¡Qué sensación! Eso sí era un jolgorio. Pero ya no sé cómo se escribe esa palabra. M. bailaba junto a J. y O. en un patio de cemento y mugre de polvo y colillas de cigarrillo: cuando el sol ya enviaba sus manifestación de odio, a eso de las dos o las tres de la tarde, era hora de baldear el piso marchito con el agua de la pileta o, mejor, de entrar los parlantes a la casa y seguir bailando dentro. ¡Qué ocasión maravillosa! Asombro, fortuito deambular, asiento de haces de sonido proyectado en ritmo de cuerpos incapaces de frenar, incapaces de detener su marcha llena de brincos. Espasmos de los cuerpos. Contorneos pélvicos y señas faciales del placer.
El vino estaba refrescándose en el hielo. Junto a la gaseosa de origen cordobés. No escribo la marca (para eso que me paguen). El vino era caliente, era sangre, un aluvión de sabor merecido. El vino era: ¿Qué más decir del vino? Sin embargo, el vino. Refrescándose estaba junto a la gaseosa de origen cordobés. Era la hora de los juegos, la hora de la siesta. Era la hora de seguir bebiendo. ¡Sana costumbre, hasta el momento de despertar, echarse sangre al cuerpo! ¡Perder la esperanza, destruir el ámbito inocente donde los sabores fuertes generaban rechazo! Y entregarse a la desmesura. (América del Sur, el río, la sangre). Porque ahora: ¿Quién le va a decir que no a tu nombre? Ahora, ¿Quién le va a tener miedo a la expresión de tu sombra? Ahora, ¿Qué calle de extrema lejanía periurbana no arremeterás con tus zapatillas flojas?
Una decisión saludable. Hay que bailar aunque el cuerpo pida reposo. Destruir las noches en camillas y bajo alfombras es demasiado adocenado. Tener veintitrés años, ¡Y el tiempo se detiene! ¡La música se vuelve tu cuerpo! ¡La jarra de vino sigue girando! A la hora de la siesta...¿Pero que año era, por favor, qué año? Todo se me desordena, pero cuando encontré la alegría supe que la infelicidad sería más grande. Pero al otro día, sí, al otro día: por el contorno de su ausencia. Era la llama de haber sido alegre, bailando música absurda, imposible de comprender en sosegado reposo de cuerpo madrugado, lo que abría la compuerta del espanto existencial, de la nada que existe dentro de unas cortinas donde no se respira sino un olor a madera y polvo, a ropa comida por los meses del encierro y a jazmín condensado! Era la falta de rumbo, era la tormenta del alma; la falta de objetivos, la falta de horarios, la falta de aire libre tal vez; las ausencias multiplicadas por el maniobreo urbano, la ausencia de tantos rostros que no es que te dieron la espalda, no: te dieron la nuca. Y nunca más les volviste a ver un ojo.
Dentro de aquella casa, una tarde de enero; ¿sería el primero de enero, un quemar el año abandonado en la recova de la memoria? M. bailaba junto a J. y O. Había, al lado de una pared, sobre unas sillas, personas cansadísimas que, con las piernas puestas en remojo, seguían bailando con el cuello, el torso y los brazos. Las horas precedentes habían sido una afirmación vital del goce. Su pasión manifiesta era seguir bailando. Solo mover el cuerpo es bailar también. Un chongo en cuero, con las dos tetillas de su cuerpo plenipotenciario del deseo perforadas (además, ¡qué cuerpo enorme! ¡proporcionalmente enorme y placentero de admirar!) y el pelo prolijamente rapado en las comisuras por las que el fondo de la cabeza se convierte en cuello y el cuello en espalda, bailaba, bailaba agitando el culo y dando saltitos. acompasando el pulso ancestral de la merca (que había tomado a través de la lengua agria) y el vodka. O., que seguía bailando sin parar desde las tres de la madrugada (iban ya doce horas de ininterrumpida música) le decía a M.: "vos te bailaste todo amiga". Y sí, era verdad, aunque preciso es reconocer que O. también.
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