Del 23 de
agosto de 2020. Advertencia: los siguientes párrafos son la descripción de un estado de ánimo, de una disposición reflexiva sobre la propia vida de quien suscribe. Lo comparto porque, en línea con la proyección que le empecé a dar a este espacio personal desde que volví a usarlo en junio de este año, forma todo esto parte de un proyecto de escritura que intenta dejar documentada mi experiencia como chica trans y no binaria, y todo lo que esta transición viene generando en mí, desde una perspectiva cuyo origen es la crítica de los fundamentos tanto económicos como ideológicos de la sociedad de mierda en que vivimos. Si les interesa, que lo disfruten y si no, ya están advertides.
El cielo, una vez más. Las pocas estrellas visibles sobre un vomito entre morado y naranja que era el cielo en una noche de agosto del año de la peste. ¡La peste! Su amenaza sanitaria había transformado la sociedad en menos de seis meses y en términos pavorosamente irreversibles. La indumentaria era, en el grado corporal y más externo de los cambios, la primera transformación atestiguable en ese agosto del año pestífero. Porque ahora ya nadie era bien visto en la calle de no agregar, a los requisitos consabidos (la ropa interior, la ropa para las piernas, la ropa para los pies, la ropa para el pecho, los accesorios para el cuello y el cabello) uno que era reflejo del protocolo higienizante: el tapabocas. “Tapamocos más bien” pensaba ella, la joven desconcertada, el varón que, alcohólico, se dio cuenta de que su consumo de alcohol evidenciaba en su existencia una falla estructural y, en detectándola, se dijo que debía procesar en su cuerpo la enunciación de un cambio igualmente estructural y, como consecuencia, abandonó de una vez y para siempre el registro de la masculinidad, detectando de igual forma la falsedad del correlato cuerpo y genitales/género asignado al nacer, esa telaraña de basura cultural con que, desde que apareció contigentemente en el útero materno hasta el día de cumplir los 22 años, le había semicagado la vida al punto de arrastrársela a los callejones etílicos del vomito y la vergüenza. “Pero ya no más”. Ya no era un varón alcohólico, poeta, deprimido, incoherente, siempre con las palabras justas pero nunca para pronunciarlas sino para mantenerlas encerradas en un recuadro mental, inconexo, preocupante; las palabras justas, siempre en el cerebro, en la imaginación pero, de pronunciarlas, de hacerse entender, de comunicarse genuinamente, eso nada. “Por eso, y por tantas otras cosas…” Y mirando el cielo, sentada en un techo de chapa, en la linde fronteriza que separaba una porción del barrio llamado Tolosa de una porción del barrio llamado Ringuelet (¿y qué eran esos nombres? ¿de dónde venían? ¿hasta cuánto durarían?) en un rincón norte del Gran La Plata, esa urbanización desorganizada, caótica y, de a ratos sangrienta, marginal, inexplicable y capaz de suscitar los miedos más terribles en les vecines que votaban al intendente por sus promisorias esperanzas de luces LED; sentada en aquel techo, mirando intermitentemente hacia el oeste y hacia el este, sentada ahí y escuchando pasar los camiones, los autos y las motos que aún en horario tardío transitaban por esa linde fronteriza de Tolosa y Ringuelet en el Gran La Plata, pensaba, “tapamocos deberían decirle”, porque ahora era tabú casi salir a la calle sin ese cacho de tela que se le llenaba de humedad por culpa del frío y era, como reflejo externo y corporal, una de las primeras evidencias que, como venía diciendo al empezar el párrafo antes de que este derrapara por las digresivas floraciones del libre fluir de mi mente averiada por el porro, atestiguaban aquel cambio forzoso y, dada la velocidad con que se produjo, sorprendente, que, de marzo a esta parte, había acontecido en la sociedad dentro de la cual, con su cuerpo de persona no binaria, se movía acosada siempre por miradas interrogantes que, cómo no, esperaban siempre de ella una definición, una expresión señera que se decantara por una vertiente en exclusividad de la otra: o masculino, o femenina. Y sin contradicción. Que de la contradicción que ella asumía ahora emanaba lo monstruoso, y en la conciencia mediopelo del buen vecine platense lo monstruoso generaba la angustia de sus expectativas frustráneas, de su vida de papeleo y pantallas estridentes y, cómo no, su desapego del cuerpo propio y el ayuno al que, contenido por las riendas de la cultura, lo sometía.
Pero no había nada en el cielo que el cielo pudiera decirle. El cielo estaba ausente. No extraía sentido alguno de él, no se manifestaba, no enunciaba ningún discurso y mucho menos, oráculos trascendentales. Todo estaba muerto en las voces de la naturaleza del siglo XXI y la naturaleza, reificada por el capitalismo que se aprovechaba del hipismo para vender pomadas, plantines y sahumerios mientras que con el dinero de esas transacciones pagaba a sicarios para fusilar a familias campesinas y proceder así a desmontar y a quemar los suelos de América del Sur, la naturaleza transitaba el principio de su final. “Haber nacido en 1997” se decía, mirando el cielo muerto, el árbol semimuerto de la vereda y la carrocería muerta que despedía gases mortíferos transitando por la avenida 520, “haber nacido en las compuertas del último siglo con naturaleza”. Porque ella creía, ya era capaz de verlo en 2020, que en el siglo XXII no habría naturaleza. Todo sería artificial, todo sería máquina, todo sería plástico, todo sería cosa-muerta. Hasta los humanos, dominados por la tecnificación creciente de sus vidas, de sus cuerpos, de sus mentes, serían cyborgs, renunciarían, a cambio de algunos atributos de divinidad proporcionados por la técnica incorporada en forma de prótesis y a modo de extensiones y dispositivos en sus organismos, a su integridad animal, a su bestialidad imperfecta pero perfeccionable. “Sin embargo”, recomenzaba el proceso de sus pensamientos, “todo esto que estoy pensando no tiene sentido”. Era, así lo debía reconocer, un recuerdo vago de una lectura que había realizado en su adolescencia; la lectura, precisamente, de un libro de Freud, el malestar en la cultura, en donde halló escrita la noción de que el ser humano es un dios con prótesis, pero que, por más que disponga de esos “atributos de divinidad proporcionados por la técnica incorporada en forma de prótesis y etc.”, tal cual lo había pensado hacía nomás unos segundos, mientras se reacomodaba sobre la chapa del techo, sintiendo frío y cierta pereza de existir, por más que disponga de esas facilidades y de esas superaciones de su limitación e invalidez animal, el humano está cada vez más desolado, más sintomatizado por esa cultura que lo envuelve y cobija, y, por esta razón, más abandonado de sí mismo y de su verdadero goce. En ese compromiso necesario para cohabitar en sociedad, había leído en Freud, se sacrifica la felicidad egoísta del perverso, se entrega el deseo saturado de malas intenciones en favor de la convivencia pacífica. ¿O había entendido todo mal, como empezó a pasarle, cada vez con más frecuencia, desde que combinó la lectura con el hábito de fumar porro? Pero, si se trata de interpretaciones, ¿era posible entender mal un texto? ¿Puede, por ejemplo, este texto, ser malinterpretado? Había descubierto que sus pensamientos la llevaban a ver el mundo como un espacio de desagregación existencial, como una tortura que se intensifica con el paso del tiempo. “Pero el tiempo tampoco existe realmente, y es una de las tantas imposiciones de carácter colonial y subyugante – al igual que el género – a la que nos someten para disponer de nuestras vidas – de nuestro tiempo de vida y de nuestra energía vital, o como dice Paul Preciado, nuestra potentia gaudendi – a favor del capital”. Y seguía pensando, entonces, que lo que había pensado hacía un rato nomás, mirando el cielo extrañado de smog y resplandores de patológico color bordó o anaranjado, que aquello de que el siglo XXI era el último siglo con naturaleza era un disparate, porque; ¿quién sabe qué curso iba a tomar la historia? A lo mejor el mundo no va camino a concluir con la naturaleza, tal vez el siglo XXII ve un resurgir de la naturaleza y el humano. A lo mejor la vida no es una tortura que se intensifica con el paso del tiempo. A lo mejor el malestar de la cultura, de repente, se resuelve a favor de…¿a favor de qué? ¿qué otra cosa nos queda si no es vivir en una sociedad que nos destruye las pasiones, que nos relega a trabajar para vivir? ¡Qué crueldad la del salario! ¡Qué desastre haber construido, con nombre de progreso, no más que una jaula gigantesca, una cárcel enorme, una prisión sin fronteras geográficas y en donde lo único a lo que podemos aspirar es a gozar mínimamente de tres o cuatro placeres en el poco tiempo de ocio que nos queda sin tener que pensar en negocios, en trámites y en esfuerzos inútiles! Pero no era así, o no tenía por qué ser así. Y ella ya debía saberlo, debía afrontarlo, debía encontrarle una solución a ese enigma.
Pero esa noche, definitivamente, ya estaba muy cansada. Y seguir mirando el cielo no le proporcionaría más que sabañones en los pies amoratados por el frío. Bajó del techo y se metió en el cuarto. El gato rubio y eunuco levantó la cabeza al verla, se giró, se lamió cinco segundos la panza y siguió durmiendo.
Todo lo que había pensado esa noche, mientras miraba la ausencia de estrellas, le recordó un poema que había escrito, un atardecer hacía unos días, también sentada en el techo. Antes de irse a dormir, como todo lo que había puesto por escrito ahí se relacionaba con aquello que la aquejaba esa noche, decidió leerlo para recordar la respuesta final que encontró en aquel poema, respuesta afirmativa de su existencia, afirmación gozosa del azar de estar viva.
“Contemplo
la ciudad de La Plata desde el norte:
¿qué
pasó con el paisaje antiguo
de
las casas bajas y los árboles desaparecidos?
Todo
es hoy un remiendo de rectángulos
que
a lo lejos dan fe de la arquitectura
diseñada
por burgueses que usufructúan la renta
del
alquiler de un monoambiente.
Veo
la ciudad como un espejismo enorme
destinado
a desaparecer por el peso del tiempo:
pronto
los edificios volverán a ser lianas
de
una selva primitiva y los pájaros
anidaran
en las antenas, en las chimeneas
y
en los tanques de agua. Veo la ciudad:
una
catástrofe que se apoderó de la vida,
un
atentado que hoy es nuestro hábitat
un
encierro del que nos agrada formar parte.
Es
una cárcel enorme la ciudad, sí; pero
¿quién
renunciaría a sus lujos? ¿quién renunciaría
al
masaje de la ducha caliente y al veneno dulce
de
la comida adictiva y del azúcar bebible?
(No
tengo sosiego, la ciudad me mira
y
me da cobijo en las noches del invierno.
Eso
es porque soy una privilegiada
dentro
de su estructura: ¿quién me convence
de
que este modelo de sociedad no es un error
legitimado
por el conformismo del placer
que
nos brindan la comida y el abrigo?
¿Quién
se animaría a romper con lo que existe
si
a pesar de que nos dominan vivimos a gusto?)
Atardece
y las ventanas que miro desde el norte
resplandecen
amarillas porque son espejos del oeste.
Pero
la sombra venidera no me va a traer la paz.
Ansiosa por huir remito mi neurosis a páginas cuadriculadas.
Estos
escombros resecos de mi vida triste son una tortura.
Y aun así supe descifrar en los signos de la absurda y urbana miseria
el
lapso de entre tres y cuatro horas – el arte, el sexo, la droga –
en
que la condena que es la debacle del cuerpo
y la condena que consiste en depender de un salario
se
transmuta en vivencia de paraíso y celebración del vacío”.
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