Autodestrucción
asegurada.
28-29 de agosto, 2020.
“The suspicion has to arrive that if a public
conversation about acceleration is beginning, it’s just in time to be too late.
The profound institutional crisis that makes the topic ‘hot’ has at its core an
implosion of social decision-making capability. Doing anything, at this point,
would take too long. So instead, events increasingly just happen. They seem
ever more out of control, even to a traumatic extent. Because the basic
phenomenon appears to be a brake failure, accelerationism is picked up again”.
(Nick
Land, “A Quick-and-Dirty introduction to Acceleratonism”, 2017).
“Es el momento de salir a escena,
no busques más disfraces.
Estás tramando algo que los sorprenda,
pero no sirve el traje.
Vas a cambiar de nuevo el decorado,
el monitor, alguna gelatina,
pero esta gente viene por tu vida,
y no tenés que darles.
Es tu puñado de palabras simples
cuatro frases brillantes…”
(Estás Listo, letra de Alberto Lucas y de
Pollo Raffo interpretada por Juan Carlos Baglietto en su LP de 1985, Modelo para armar).
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Argentina 2001.
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Desde que entro
a Twitter de forma asidua, desde fines de junio de este año, el tan difícil de
sobrellevar año de la peste, me pasó algo para lo que no tenía herramientas
conceptuales, para lo que no tenía los mecanismos de defensa adecuados. Estoy
hablando de la dependencia a una red social que, por su dinámica específica,
por los ritmos en los que ahí se divulga la información y el contenido
audiovisual (y los ‘chistes’ también, esos chistes que por alguna razón,
seguramente debida a la pregnancia que en nuestras subjetividades coloniales
tiene el idioma anglosajón, denominamos memes)
y por la mismísima potencia de usarlo como me vengan las ganas, me generó, al
día de hoy, que pasaron casi dos meses desde que participio con asiduidad, no
poder dejar de entrar, todos los días y casi en cada instante que tengo libre. ¿Es
demasiado grave esto que me está pasando? Pero, ¿Por qué tendría que ser algo
grave? Ese es el punto: si hablo acá de una adicción, objetivemos, en un
principio, que hoy en día sufro de una adicción a la cafeína, una adicción al
azúcar, una adicción a cierta cantidad de consumos que me proporcionan
entretenimiento y de alguna manera, evasión de la realidad; consumos escapistas
que, siguiendo las ideas del filósofo Paul Preciado, voy a denominar toxicopornográficos.
Twitter, en este rosario de adicciones, es una pieza más. ¿Y por qué me
deberían preocupar mis adicciones? Si se trata de sobrellevar la vida, de
adecuar mi insatisfacción (que es la insatisfacción de ser consciente, que es
la insatisfacción de tener un cuerpo que a cada rato me reclama los dolores
propios del sedentarismo al que la peste y el confinamiento social me condujo,
que es la insatisfacción, también, de saber que me voy a morir y de saber que
la realidad social no auspicia nada promisorio para mi futuro individual y para
el futuro colectivo de nuestra generación, como vengo comprobándolo cada vez
con más espanto al ver la tristeza que nos consume a casi todes los que nacimos
en los vestigios de la Argentina menemista) a una estrategia de supervivencia
que mitigue esos dolores con dosis de goce validado socialmente: ¿por qué
tendría que censurarme el hecho de buscar una línea de escape por medio de una
red social en la que, a fin de cuentas, pude decir quién soy yo realmente, una mujer transgénero, una persona que ya no es la que conocieron quienes me
conocieron en el pasado, y una red en donde ni siquiera tengo que dar cuenta de
ese pasado de crianza masculina contra el que me rebelo? ¿Por qué sería una
adicción peligrosa la adicción a una red social, en medio de una vida hipermoderna,
una vida cultural en el siglo XXI, una vida en la que el capitalismo demuestra
ya su repertorio de transformaciones destructivas, masacres, guerras,
genocidios, ecocidio, lesa humanidad, terrorismo de estado, etc.? Una vida
cultural en la que sólo existimos, según el parecer de algunes intelectuales,
cuando nos representamos virtualmente, cuando virtualizamos nuestra experiencia
de vida, cuando creamos una fachada, un escaparate desde el que (re)construir y
(re)actualizar a diario nuestra identidad, nuestras identificaciones y
compromisos existenciales: en lo político, en lo estético, en lo social, en lo
económico. Twitter se me presenta, entonces, como un campo en el que nuestro género
de primates con más centímetros cúbicos de cerebro que lo acostumbrado dentro
del árbol genealógico de nuestra especie y una capacidad asombrosa, única
dentro del reino animal, consistente en abstraer y simbolizar la realidad, se
pierde y se inunda por completo y de una vez por todas casi definitivamente, en
ese laberinto que es la cultura, en ese laberinto que son sus símbolos, sus
palabras. A un punto extremo, digo, porque ya el soporte virtual que nos
conecta como identidades abstractas trasciende la materia física encarnada de nuestros
cuerpos parlantes: quedando, de este lado, unos dedos exhaustos que teclean
sobre el periférico de una computadora o sobre la pantalla de un teléfono celular,
unos ojos que, todavía más exhaustos, miran sin descanso, scrollean, una cantidad de palabras, de tweets, de imágenes sintetizadas en recuadros, fotos, ilustraciones
paródicas, banderas que pueden ser de nacionalidades o de espectros que
engloban determinadas porciones y manifestaciones de nuestra sexualidad…Twitter
es ese teatro, a veces un palco privilegiado del absurdo, del disparate, propicio
al malentendido y a la incomprensión, en el que se representan nuestras vidas y
nuestras posturas sobra la vida, nuestras identificaciones en el marco de la sociedad
de forma mucho más que privilegiada: porque olvidamos, de a ratos, que en
cierta medida la estructura del lenguaje sostiene, más que ninguna otra cosa,
ficciones y parodias, un sentido del humor antes que la rigidez de un
pensamiento organizado e ideas volátiles antes que realidades concretas,
inapelables. Es, también, la manifestación crítica de la velocidad (y la
aceleración creciente, según la visión del filósofo Nick Land, es un proceso que sólo nos resta mirar impávides, sin capacidad de reaccionar porque el tiempo transcurrido desde que esto comenzó, y, precisamente, su aceleración, ya nos dejó sin alternativas, cómo el capitalismo se autofagocita y consume a sí mismo en la vorágine
intrínseca al funcionamiento de la modernidad – la desterritorialización) en la
que se desenvuelven nuestros mundos cotidianos y nuestros procesos de
pensamiento: Twitter es el reino de la novedad absoluta, es el espacio de un
continuo ahora, un ahora inagotable en el que el presente inmediato garpa, vende, sintetiza multitudes,
llama más la atención que ninguna otra cosa. Es ese ámbito digital y colectivo
en el que nos congregamos a opinar sobre lo que está pasando (y esa expresión, es lo que está pasando, no es nada más
ni nada menos que el slogan que los diseñadores eligieron para definir a su
criatura monstruosa): las elecciones, por ejemplo, en tanto el proceso mes a
mes que lleva a la resolución victoriosa de un candidato sobre otro y también, en
tanto el conteo voto a voto que resume, unas horas antes de hacerse públicos
los resultados, las esperanzas de la comunidad puestas en esa decisión popular
que, según nos mienten en la cara, nos permite expresar nuestra voluntad en las
urnas una vez cada dos años y, a modo de derecho a la libertad de expresión,
nuestras opiniones por los medios digitales disponibles las veinticuatro horas
del día, con tal de disponer de una conexión a internet (pagamos, en cierta
medida, por difundir nuestra individualidad en medios sociales digitales). No nos llamemos a engaño: la realidad patente es que el gobierno está coptado por
esas dinámicas autodestructivas, entrópicas, que rigen el culto al lucro y a la
reinversión lucrativa del dinero, que la victoria electoral
se acredita a la mentira, que el saqueo extractivista de la riqueza de nuestros
países deliberadamente subdesarrollados jamás va a beneficiar a los sectores que
fueron superexplotados en lo laboral para la obtención y la fuga al exterior de
esa riqueza. Mientras millares de familias se sumen en una miseria impensable,
indigna tras aquel siglo de proliferación del bienestar, de los
electrodomésticos, de los antibióticos, etc., que fue el siglo XX. Mientras más
gente sin poder comprender por qué mierda nacieron en esta realidad social
devastada se abandonan a la conversación etílica o, después de consumir éxtasis,
simulan por cuatro horas su paraíso artificial al abrigo de la música más
hermosa. Y recordemos lo que en 2017 escribió Nick Land: el capitalismo no
apunta a otra cosa que no sea la reproducción ampliada de sus dinámicas
autodestructivas: "the auto-destruction of capitalism is what capitalism is". El capitalismo es sinónimo de nihilismo.
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Indonesia 1998. |
Ahora, cambiando
de tema, la siguiente opinión no es mía: la leí expresada varias veces en
Twitter y por distintos usuarios. Ella sugiere que, en todo caso, el vacío de
nuestras opiniones arrojadas al vórtice presente-ahora-actualidad en que se
rige Twitter, es una forma de descarga individual, a modo de catarsis pública,
en la que nos quejamos y, una vez hecha la queja, esta, archivada en los
cajones de un olvido inevitable, ya no significa nada: como protesta es un
espacio vacío. A nadie incomodó. Como reivindicación no alteró la realidad.
Como descargo ni siquiera sirvió para comprometer a alguien más que a su autor:
aquelles a quienes va dirigida la queja, bien pueden ignorarla, no darse por
aludides. El autor puede acostarse tranquile, sabiendo que dijo lo que tenía
que decir. Pienso en el grupo de hip-hop Actitud María Marta, pioneras del rap
en Argentina, quienes hace veinte años hacían rap en contra del menemismo, ya denunciaron,
al respecto, esta situación que hoy no sólo se agravó y se intensificó sino que
adquirió nuevas aspiraciones de carácter totalizador, supone ahora un dominio
casi absoluto de los cuerpos y de las subjetividades, una reducción de nuestras
existencias a una forma de parálisis y dominio contra la que no nos sacudimos.
Desde Actitud María Marta, hace veinte años, ya habían dicho:
“Son tiempos en que los métodos de
aniquilación no son los mismos.
Ya no nos desaparecen, ahora lo hacemos
nosotros mismos:
dándonos pequeños espacios de expresión
sin respuesta,
volviéndonos una protesta que a nadie
molesta
¡Como esta, como esta! Domesticados como
leones de circo, neutralizados, paralizados…”
Pero todavía no
me da la cara para criticar, con la saña con que ellas lo hicieron entonces,
aquello mismo de lo que formo parte, aquello de lo que, comentaba, me declaro
adicta. Saquen sus propias conclusiones: ¿hay adicciones peores? (¿La
metanfetamina, la cocaína? ¿La pornografía mainstream?
¿Netflix? ¿El alcohol?) Twitter, dada la situación, dado el aquí y el ahora que
me está atravesando, es uno entre tantos espacios de expresión sin respuesta
que es preciso criticar. Puede ser, empero, una herramienta a (de)construir
como objetivo de esa actitud crítica, una estrategia de divulgación de ideas,
una plataforma desde la que interactuar con personas afines y desde la cual
compartir el conocimiento. A pesar de esto, me preocupa en un futuro que
estemos tan fichadas en este juego de las identidades virtuales, tan
geolocalizadas a través de nuestras IP y de la información sobre nosotras que
regalamos en esta como en tantas otras redes, incluso, las de mensajería instantánea,
que nos rastreen por medio de ellas y así las usen para secuestrarnos y
exterminarnos. Nuestro celular y nuestra agenda de contactos: potencial lista
negra de delaciones de la que un potencial gobierno de extrema derecha podría
servirse con la misma facilidad con la que hoy conecto unos auriculares y me
tiro en la cama a escuchar música, para no pensar en la realidad horrenda, en
el futuro negro que se nos aproxima.
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