sábado, 29 de agosto de 2020

La escritura y la muerte

 

La escritura y la muerte.

29 de agosto.


tw // suicidio, depresión.



Documentar quién soy. Dar cuenta de mi ser históricamente situado. Dar una noción de mí misma en cara a ese futuro que se me aproxima con rostro cadavérico y me invita a registrar esta particularidad que vive, sueña, come, coje, ríe, lee, observa su entorno y, sobre todas las cosas, sufre; sufre, porque de no sufrir no escribiría. La escritura como una respuesta a ese enigma de la vida que es el sufrimiento, la escritura como mecanismo de rebelión contra el fantasma que me posee y como una herramienta precisa, crítica y reflexiva, la única capaz de exorcizarlo. La escritura como liberación de las cadenas que me atan a ese miasma sin nombre que me revienta de bronca, como puñal que le clavo a la estructura simbólica que me aprisionó las costillas, como percepción en mi vida inscrita en los registros sexo-genéricos de una masculinidad impuesta de que esa masculinidad no me constituía ni era para mí. La escritura, siempre la escritura: entre las averías y las piezas fragmentarias de un mundo devastado por cinco siglos de capitalismo, entre la sangre que dejé desparramada en las hojas de libros que leía mientras me mordía y despejallaba los dedos, entre el calor de los veranos rioplatenses cuando aún era ese niño que soñaba con un mundo virtual en el que todo era música, una música exquisita, interminable, “orgía de infinito”, una representación de la nada y de la belleza de no existir más que como ondas que se expanden por el aire, entre todos los signos y entre todas las oquedades de mi vida frágil y absurda, la escritura me estaba buscando y yo a la escritura. Pero la escritura. Escribir para descifrar quién fui y quién puedo llegar a ser, para recuperar del fondo sin nombre y sin sentido el cauce, el manantial de los sonidos que en español me rebotaban y me decían “este es el mundo”, “este es tu rol acá”: no hay salida, salvo la muerte. Pero la muerte, ah: la muerte. Está prohibido que te la busques con tus propias manos o dientes. Está prohibido que deliberadamente te la busques, aunque sea saltando de un edificio, como hizo Gilles Deleuze, y aquel anónimo muchacho en la calle 12 de la ciudad de La Plata, del que te enteraste en 2017, cuando tenías 19 años y empezaste a trabajar y todas las madrugadas, a las 5:30 (cuando te levantabas cagada de frío para preparar esa café que otras bocas beberían) soñabas hacer lo mismo. Te compadezco a vos misma, es decir, a la persona que fui en mi pasado, por todas las cosas que te obligué a hacer, aun cuando no querías, por todo el odio con el que te arrastré por esa vida inexpresiva, inexpresada, inexpresable; y mientras escribo estas líneas son lágrimas de perdón y de autorreconocimiento las que brotan de mi cara. La muerte, en definitiva, te tiene que llegar solita, la muerte no puede ser autoinflingida. La escritura es así un método de ahuyentar la muerte, de exorcizar ese otro fantasma que se apoderó de mí y que es el fantasma de desear la muerte, ¿Qué puede ofrecerme esta realidad inhóspita que habito, en la que existen las cárceles, la tortura, el hambre, las guerras? La escritura como método de inmortalizarme, de hacer indeleble la huella de esta vida rara, de esta vida de drogas para apaciguar el dolor, de esta vida de no poder soportar el sol después de tomar una cantidad de ron que mi cuerpo de cincuenta y dos kilos ni siquiera podía imaginarse; la vida, de ahí en adelante, ni me voy a molestar en escribir mis malas intenciones ni voy a gastar tinta en llantos añejos. Porque quiero dejar un más allá después de mi desaparición como cuerpo y mente. Porque quiero exceder el tiempo de mi vida y aun eso es un sueño ridículo: ¿A quién le va a importar lo que va a quedar de mí en forma de texto? ¿Por qué este empeño en que los historiadores del futuro descubran mis cuadernos y los usen para analizar un período de la historia humana, un período tan horrible que me volcó idear todo esto que dije, la muerte, pero también, tan cargado de posibilidades, tan innimaginado, tan pleno, tan repleto de las señales del cambio y de las transformaciones posibles…?

Autodestrucción asegurada

 

Autodestrucción asegurada.

 

28-29 de agosto, 2020.

 

“The suspicion has to arrive that if a public conversation about acceleration is beginning, it’s just in time to be too late. The profound institutional crisis that makes the topic ‘hot’ has at its core an implosion of social decision-making capability. Doing anything, at this point, would take too long. So instead, events increasingly just happen. They seem ever more out of control, even to a traumatic extent. Because the basic phenomenon appears to be a brake failure, accelerationism is picked up again”.

(Nick Land, “A Quick-and-Dirty introduction to Acceleratonism”, 2017).

 

“Es el momento de salir a escena,

no busques más disfraces.

Estás tramando algo que los sorprenda,

pero no sirve el traje.

Vas a cambiar de nuevo el decorado,

el monitor, alguna gelatina,

pero esta gente viene por tu vida,

y no tenés que darles.

Es tu puñado de palabras simples

cuatro frases brillantes…”

(Estás Listo, letra de Alberto Lucas y de Pollo Raffo interpretada por Juan Carlos Baglietto en su LP de 1985, Modelo para armar).

 


Argentina 2001.


Desde que entro a Twitter de forma asidua, desde fines de junio de este año, el tan difícil de sobrellevar año de la peste, me pasó algo para lo que no tenía herramientas conceptuales, para lo que no tenía los mecanismos de defensa adecuados. Estoy hablando de la dependencia a una red social que, por su dinámica específica, por los ritmos en los que ahí se divulga la información y el contenido audiovisual (y los ‘chistes’ también, esos chistes que por alguna razón, seguramente debida a la pregnancia que en nuestras subjetividades coloniales tiene el idioma anglosajón, denominamos memes) y por la mismísima potencia de usarlo como me vengan las ganas, me generó, al día de hoy, que pasaron casi dos meses desde que participio con asiduidad, no poder dejar de entrar, todos los días y casi en cada instante que tengo libre. ¿Es demasiado grave esto que me está pasando? Pero, ¿Por qué tendría que ser algo grave? Ese es el punto: si hablo acá de una adicción, objetivemos, en un principio, que hoy en día sufro de una adicción a la cafeína, una adicción al azúcar, una adicción a cierta cantidad de consumos que me proporcionan entretenimiento y de alguna manera, evasión de la realidad; consumos escapistas que, siguiendo las ideas del filósofo Paul Preciado, voy a denominar toxicopornográficos. Twitter, en este rosario de adicciones, es una pieza más. ¿Y por qué me deberían preocupar mis adicciones? Si se trata de sobrellevar la vida, de adecuar mi insatisfacción (que es la insatisfacción de ser consciente, que es la insatisfacción de tener un cuerpo que a cada rato me reclama los dolores propios del sedentarismo al que la peste y el confinamiento social me condujo, que es la insatisfacción, también, de saber que me voy a morir y de saber que la realidad social no auspicia nada promisorio para mi futuro individual y para el futuro colectivo de nuestra generación, como vengo comprobándolo cada vez con más espanto al ver la tristeza que nos consume a casi todes los que nacimos en los vestigios de la Argentina menemista) a una estrategia de supervivencia que mitigue esos dolores con dosis de goce validado socialmente: ¿por qué tendría que censurarme el hecho de buscar una línea de escape por medio de una red social en la que, a fin de cuentas, pude decir quién soy yo realmente, una mujer transgénero, una persona que ya no es la que conocieron quienes me conocieron en el pasado, y una red en donde ni siquiera tengo que dar cuenta de ese pasado de crianza masculina contra el que me rebelo? ¿Por qué sería una adicción peligrosa la adicción a una red social, en medio de una vida hipermoderna, una vida cultural en el siglo XXI, una vida en la que el capitalismo demuestra ya su repertorio de transformaciones destructivas, masacres, guerras, genocidios, ecocidio, lesa humanidad, terrorismo de estado, etc.? Una vida cultural en la que sólo existimos, según el parecer de algunes intelectuales, cuando nos representamos virtualmente, cuando virtualizamos nuestra experiencia de vida, cuando creamos una fachada, un escaparate desde el que (re)construir y (re)actualizar a diario nuestra identidad, nuestras identificaciones y compromisos existenciales: en lo político, en lo estético, en lo social, en lo económico. Twitter se me presenta, entonces, como un campo en el que nuestro género de primates con más centímetros cúbicos de cerebro que lo acostumbrado dentro del árbol genealógico de nuestra especie y una capacidad asombrosa, única dentro del reino animal, consistente en abstraer y simbolizar la realidad, se pierde y se inunda por completo y de una vez por todas casi definitivamente, en ese laberinto que es la cultura, en ese laberinto que son sus símbolos, sus palabras. A un punto extremo, digo, porque ya el soporte virtual que nos conecta como identidades abstractas trasciende la materia física encarnada de nuestros cuerpos parlantes: quedando, de este lado, unos dedos exhaustos que teclean sobre el periférico de una computadora o sobre la pantalla de un teléfono celular, unos ojos que, todavía más exhaustos, miran sin descanso, scrollean, una cantidad de palabras, de tweets, de imágenes sintetizadas en recuadros, fotos, ilustraciones paródicas, banderas que pueden ser de nacionalidades o de espectros que engloban determinadas porciones y manifestaciones de nuestra sexualidad…Twitter es ese teatro, a veces un palco privilegiado del absurdo, del disparate, propicio al malentendido y a la incomprensión, en el que se representan nuestras vidas y nuestras posturas sobra la vida, nuestras identificaciones en el marco de la sociedad de forma mucho más que privilegiada: porque olvidamos, de a ratos, que en cierta medida la estructura del lenguaje sostiene, más que ninguna otra cosa, ficciones y parodias, un sentido del humor antes que la rigidez de un pensamiento organizado e ideas volátiles antes que realidades concretas, inapelables. Es, también, la manifestación crítica de la velocidad (y la aceleración creciente, según la visión del filósofo Nick Land, es un proceso que sólo nos resta mirar impávides, sin capacidad de reaccionar porque el tiempo transcurrido desde que esto comenzó, y, precisamente, su aceleración, ya nos dejó sin alternativas, cómo el capitalismo se autofagocita y consume a sí mismo en la vorágine intrínseca al funcionamiento de la modernidad – la desterritorialización) en la que se desenvuelven nuestros mundos cotidianos y nuestros procesos de pensamiento: Twitter es el reino de la novedad absoluta, es el espacio de un continuo ahora, un ahora inagotable en el que el presente inmediato garpa, vende, sintetiza multitudes, llama más la atención que ninguna otra cosa. Es ese ámbito digital y colectivo en el que nos congregamos a opinar sobre lo que está pasando (y esa expresión, es lo que está pasando, no es nada más ni nada menos que el slogan que los diseñadores eligieron para definir a su criatura monstruosa): las elecciones, por ejemplo, en tanto el proceso mes a mes que lleva a la resolución victoriosa de un candidato sobre otro y también, en tanto el conteo voto a voto que resume, unas horas antes de hacerse públicos los resultados, las esperanzas de la comunidad puestas en esa decisión popular que, según nos mienten en la cara, nos permite expresar nuestra voluntad en las urnas una vez cada dos años y, a modo de derecho a la libertad de expresión, nuestras opiniones por los medios digitales disponibles las veinticuatro horas del día, con tal de disponer de una conexión a internet (pagamos, en cierta medida, por difundir nuestra individualidad en medios sociales digitales). No nos llamemos a engaño: la realidad patente es que el gobierno está coptado por esas dinámicas autodestructivas, entrópicas, que rigen el culto al lucro y a la reinversión lucrativa del dinero, que la victoria electoral se acredita a la mentira, que el saqueo extractivista de la riqueza de nuestros países deliberadamente subdesarrollados jamás va a beneficiar a los sectores que fueron superexplotados en lo laboral para la obtención y la fuga al exterior de esa riqueza. Mientras millares de familias se sumen en una miseria impensable, indigna tras aquel siglo de proliferación del bienestar, de los electrodomésticos, de los antibióticos, etc., que fue el siglo XX. Mientras más gente sin poder comprender por qué mierda nacieron en esta realidad social devastada se abandonan a la conversación etílica o, después de consumir éxtasis, simulan por cuatro horas su paraíso artificial al abrigo de la música más hermosa. Y recordemos lo que en 2017 escribió Nick Land: el capitalismo no apunta a otra cosa que no sea la reproducción ampliada de sus dinámicas autodestructivas: "the auto-destruction of capitalism is what capitalism is". El capitalismo es sinónimo de nihilismo. 

Indonesia 1998.

Ahora, cambiando de tema, la siguiente opinión no es mía: la leí expresada varias veces en Twitter y por distintos usuarios. Ella sugiere que, en todo caso, el vacío de nuestras opiniones arrojadas al vórtice presente-ahora-actualidad en que se rige Twitter, es una forma de descarga individual, a modo de catarsis pública, en la que nos quejamos y, una vez hecha la queja, esta, archivada en los cajones de un olvido inevitable, ya no significa nada: como protesta es un espacio vacío. A nadie incomodó. Como reivindicación no alteró la realidad. Como descargo ni siquiera sirvió para comprometer a alguien más que a su autor: aquelles a quienes va dirigida la queja, bien pueden ignorarla, no darse por aludides. El autor puede acostarse tranquile, sabiendo que dijo lo que tenía que decir. Pienso en el grupo de hip-hop Actitud María Marta, pioneras del rap en Argentina, quienes hace veinte años hacían rap en contra del menemismo, ya denunciaron, al respecto, esta situación que hoy no sólo se agravó y se intensificó sino que adquirió nuevas aspiraciones de carácter totalizador, supone ahora un dominio casi absoluto de los cuerpos y de las subjetividades, una reducción de nuestras existencias a una forma de parálisis y dominio contra la que no nos sacudimos. Desde Actitud María Marta, hace veinte años, ya habían dicho: 

“Son tiempos en que los métodos de aniquilación no son los mismos.

Ya no nos desaparecen, ahora lo hacemos nosotros mismos:

dándonos pequeños espacios de expresión sin respuesta,

volviéndonos una protesta que a nadie molesta

¡Como esta, como esta! Domesticados como leones de circo, neutralizados, paralizados…” 

Pero todavía no me da la cara para criticar, con la saña con que ellas lo hicieron entonces, aquello mismo de lo que formo parte, aquello de lo que, comentaba, me declaro adicta. Saquen sus propias conclusiones: ¿hay adicciones peores? (¿La metanfetamina, la cocaína? ¿La pornografía mainstream? ¿Netflix? ¿El alcohol?) Twitter, dada la situación, dado el aquí y el ahora que me está atravesando, es uno entre tantos espacios de expresión sin respuesta que es preciso criticar. Puede ser, empero, una herramienta a (de)construir como objetivo de esa actitud crítica, una estrategia de divulgación de ideas, una plataforma desde la que interactuar con personas afines y desde la cual compartir el conocimiento. A pesar de esto, me preocupa en un futuro que estemos tan fichadas en este juego de las identidades virtuales, tan geolocalizadas a través de nuestras IP y de la información sobre nosotras que regalamos en esta como en tantas otras redes, incluso, las de mensajería instantánea, que nos rastreen por medio de ellas y así las usen para secuestrarnos y exterminarnos. Nuestro celular y nuestra agenda de contactos: potencial lista negra de delaciones de la que un potencial gobierno de extrema derecha podría servirse con la misma facilidad con la que hoy conecto unos auriculares y me tiro en la cama a escuchar música, para no pensar en la realidad horrenda, en el futuro negro que se nos aproxima.

Rosario 2001. Un camión que lleva vacas a un matadero vuelca en la ruta 9. La tv argentina transmite como les vecines se acercaron a reclamar que se entreguen las vacas para el consumo de su carne. 



domingo, 23 de agosto de 2020

Página autobiográfica trasnochadísima

 

Del 23 de agosto de 2020. Advertencia: los siguientes párrafos son la descripción de un estado de ánimo, de una disposición reflexiva sobre la propia vida de quien suscribe. Lo comparto porque, en línea con la proyección que le empecé a dar a este espacio personal desde que volví a usarlo en junio de este año, forma todo esto parte de un proyecto de escritura que intenta dejar documentada mi experiencia como chica trans y no binaria, y todo lo que esta transición viene generando en mí, desde una perspectiva cuyo origen es la crítica de los fundamentos tanto económicos como ideológicos de la sociedad de mierda en que vivimos. Si les interesa, que lo disfruten y si no, ya están advertides. 


El cielo: como una manifestación del asco, como una inexplicable demostración de la ruindad ponzoñosa que encapsulaba las vidas del siglo XXI, como un síntoma opaco, borroso, con aroma a vino agrio, el cielo, esa noche del agosto del año de la peste, el cielo, una vez más, el cielo. ¿Qué iba a decir sobre la parquedad de las estrellas que eran cada vez menos, no por su desaparición subrepticia sino por la acumulación de polución y la difuminación ocasionada por la multiplicación de las luces LED, ese maleficio municipal tendiente a exorcizar los miedos de vecines angustiades por las sombras y los horrores urbanos y villeros que con las sombras se fusionan, qué iba a decir sobre la nada casi irrecuperable en las grandes ciudades sudamericanas de las pocas estrellas, las de mayor magnitud aparente, que quedaban en el cielo-cementerio-de-gases? Todo era, entonces, una nueva imaginación, reinvención asustada por el devenir catástrofe del tiempo presente, de la historia de la sociedad que la había catapultado a esa búsqueda interior según la cual del cuerpo inscrito en la masculinidad por la lectura determinante-biologicista realizada a partir de la seña convexa (y no cóncava) de sus genitales pasaba a la del cuerpo recuperado y revitalizado por la superación mental de los límites sexo-genéricos con que a ella, que ni siquiera encontraba sentido ya en las palabras, meras etiquetas, varón, mujer, masculino, femenino, la habían atrapado, la habían envuelto en redes de significantes como panales o celdas minúsculas entretejidas en la dominación, en la sepultada expectación de sus potencias como artista, como creadora de arte o contenido libre siquiera; todo era, en fin, una nueva imaginación, reinvención asustada pero también, venerada, ansiada meta, libertad, posibilidad de liberación (y no liberación individual, porque eso, la liberación en términos exclusivamente individuales, era una mentira propagada por el fortalecimiento del dinero en detrimento de la vida, era una falacia liberal, una ideologizada fantasía a la que, sin embargo, casi todes hacían caso). Liberación en términos comunitarios: aunque su comunidad, fuera, de todas formas, reducida. Aunque su comunidad fuera, de momento, tres personas, incluyéndola. Una constelación pequeña de libertad: tres, el número mágico, tres que no es compañía, es multitud, sí, pero que sofisticada y excelente expresión de multitud.

El cielo, una vez más. Las pocas estrellas visibles sobre un vomito entre morado y naranja que era el cielo en una noche de agosto del año de la peste. ¡La peste! Su amenaza sanitaria había transformado la sociedad en menos de seis meses y en términos pavorosamente irreversibles. La indumentaria era, en el grado corporal y más externo de los cambios, la primera transformación atestiguable en ese agosto del año pestífero. Porque ahora ya nadie era bien visto en la calle de no agregar, a los requisitos consabidos (la ropa interior, la ropa para las piernas, la ropa para los pies, la ropa para el pecho, los accesorios para el cuello y el cabello) uno que era reflejo del protocolo higienizante: el tapabocas. “Tapamocos más bien” pensaba ella, la joven desconcertada, el varón que, alcohólico, se dio cuenta de que su consumo de alcohol evidenciaba en su existencia una falla estructural y, en detectándola, se dijo que debía procesar en su cuerpo la enunciación de un cambio igualmente estructural y, como consecuencia, abandonó de una vez y para siempre el registro de la masculinidad, detectando de igual forma la falsedad del correlato cuerpo y genitales/género asignado al nacer, esa telaraña de basura cultural con que, desde que apareció contigentemente en el útero materno hasta el día de cumplir los 22 años, le había semicagado la vida al punto de arrastrársela a los callejones etílicos del vomito y la vergüenza. “Pero ya no más”. Ya no era un varón alcohólico, poeta, deprimido, incoherente, siempre con las palabras justas pero nunca para pronunciarlas sino para mantenerlas encerradas en un recuadro mental, inconexo, preocupante; las palabras justas, siempre en el cerebro, en la imaginación pero, de pronunciarlas, de hacerse entender, de comunicarse genuinamente, eso nada. “Por eso, y por tantas otras cosas…” Y mirando el cielo, sentada en un techo de chapa, en la linde fronteriza que separaba una porción del barrio  llamado Tolosa de una porción del barrio llamado Ringuelet (¿y qué eran esos nombres? ¿de dónde venían? ¿hasta cuánto durarían?) en un rincón norte del Gran La Plata, esa urbanización desorganizada, caótica y, de a ratos sangrienta, marginal, inexplicable y capaz de suscitar los miedos más terribles en les vecines que votaban al intendente por sus promisorias esperanzas de luces LED; sentada en aquel techo, mirando intermitentemente hacia el oeste y hacia el este, sentada ahí y escuchando pasar los camiones, los autos y las motos que aún en horario tardío transitaban por esa linde fronteriza de Tolosa y Ringuelet en el Gran La Plata, pensaba, “tapamocos deberían decirle”, porque ahora era tabú casi salir a la calle sin ese cacho de tela que se le llenaba de humedad por culpa del frío y era, como reflejo externo y corporal, una de las primeras evidencias que, como venía diciendo al empezar el párrafo antes de que este derrapara por las digresivas floraciones del libre fluir de mi mente averiada por el porro, atestiguaban aquel cambio forzoso y, dada la velocidad con que se produjo, sorprendente, que, de marzo a esta parte, había acontecido en la sociedad dentro de la cual, con su cuerpo de persona no binaria, se movía acosada siempre por miradas interrogantes que, cómo no, esperaban siempre de ella una definición, una expresión señera que se decantara por una vertiente en exclusividad de la otra: o masculino, o femenina. Y sin contradicción. Que de la contradicción que ella asumía ahora emanaba lo monstruoso, y en la conciencia mediopelo del buen vecine platense lo monstruoso generaba la angustia de sus expectativas frustráneas, de su vida de papeleo y pantallas estridentes y, cómo no, su desapego del cuerpo propio y el ayuno al que, contenido por las riendas de la cultura, lo sometía.

Pero no había nada en el cielo que el cielo pudiera decirle. El cielo estaba ausente. No extraía sentido alguno de él, no se manifestaba, no enunciaba ningún discurso y mucho menos, oráculos trascendentales. Todo estaba muerto en las voces de la naturaleza del siglo XXI y la naturaleza, reificada por el capitalismo que se aprovechaba del hipismo para vender pomadas, plantines y sahumerios mientras que con el dinero de esas transacciones pagaba a sicarios para fusilar a familias campesinas y proceder así a desmontar y a quemar los suelos de América del Sur, la naturaleza transitaba el principio de su final. “Haber nacido en 1997” se decía, mirando el cielo muerto, el árbol semimuerto de la vereda y la carrocería muerta que despedía gases mortíferos transitando por la avenida 520, “haber nacido en las compuertas del último siglo con naturaleza”. Porque ella creía, ya era capaz de verlo en 2020, que en el siglo XXII no habría naturaleza. Todo sería artificial, todo sería máquina, todo sería plástico, todo sería cosa-muerta. Hasta los humanos, dominados por la tecnificación creciente de sus vidas, de sus cuerpos, de sus mentes, serían cyborgs, renunciarían, a cambio de algunos atributos de divinidad proporcionados por la técnica incorporada en forma de prótesis y a modo de extensiones y dispositivos en sus organismos, a su integridad animal, a su bestialidad imperfecta pero perfeccionable. “Sin embargo”, recomenzaba el proceso de sus pensamientos, “todo esto que estoy pensando no tiene sentido”. Era, así lo debía reconocer, un recuerdo vago de una lectura que había realizado en su adolescencia; la lectura, precisamente, de un libro de Freud, el malestar en la cultura, en donde halló escrita la noción de que el ser humano es un dios con prótesis, pero que, por más que disponga de esos “atributos de divinidad proporcionados por la técnica incorporada en forma de prótesis y etc.”, tal cual lo había pensado hacía nomás unos segundos, mientras se reacomodaba sobre la chapa del techo, sintiendo frío y cierta pereza de existir, por más que disponga de esas facilidades y de esas superaciones de su limitación e invalidez animal, el humano está cada vez más desolado, más sintomatizado por esa cultura que lo envuelve y cobija, y, por esta razón, más abandonado de sí mismo y de su verdadero goce. En ese compromiso necesario para cohabitar en sociedad, había leído en Freud, se sacrifica la felicidad egoísta del perverso, se entrega el deseo saturado de malas intenciones en favor de la convivencia pacífica. ¿O había entendido todo mal, como empezó a pasarle, cada vez con más frecuencia, desde que combinó la lectura con el hábito de fumar porro? Pero, si se trata de interpretaciones, ¿era posible entender mal un texto? ¿Puede, por ejemplo, este texto, ser malinterpretado? Había descubierto que sus pensamientos la llevaban a ver el mundo como un espacio de desagregación existencial, como una tortura que se intensifica con el paso del tiempo. “Pero el tiempo tampoco existe realmente, y es una de las tantas imposiciones de carácter colonial y subyugante – al igual que el género – a la que nos someten para disponer de nuestras vidas – de nuestro tiempo de vida y de nuestra energía vital, o como dice Paul Preciado, nuestra potentia gaudendi – a favor del capital”. Y seguía pensando, entonces, que lo que había pensado hacía un rato nomás, mirando el cielo extrañado de smog y resplandores de patológico color bordó o anaranjado, que aquello de que el siglo XXI era el último siglo con naturaleza era un disparate, porque; ¿quién sabe qué curso iba a tomar la historia? A lo mejor el mundo no va camino a concluir con la naturaleza, tal vez el siglo XXII ve un resurgir de la naturaleza y el humano. A lo mejor la vida no es una tortura que se intensifica con el paso del tiempo. A lo mejor el malestar de la cultura, de repente, se resuelve a favor de…¿a favor de qué? ¿qué otra cosa nos queda si no es vivir en una sociedad que nos destruye las pasiones, que nos relega a trabajar para vivir? ¡Qué crueldad la del salario! ¡Qué desastre haber construido, con nombre de progreso, no más que una jaula gigantesca, una cárcel enorme, una prisión sin fronteras geográficas y en donde lo único a lo que podemos aspirar es a gozar mínimamente de tres o cuatro placeres en el poco tiempo de ocio que nos queda sin tener que pensar en negocios, en trámites y en esfuerzos inútiles! Pero no era así, o no tenía por qué ser así. Y ella ya debía saberlo, debía afrontarlo, debía encontrarle una solución a ese enigma.

Pero esa noche, definitivamente, ya estaba muy cansada. Y seguir mirando el cielo no le proporcionaría más que sabañones en los pies amoratados por el frío. Bajó del techo y se metió en el cuarto. El gato rubio y eunuco levantó la cabeza al verla, se giró, se lamió cinco segundos la panza y siguió durmiendo.

Todo lo que había pensado esa noche, mientras miraba la ausencia de estrellas, le recordó un poema que había escrito, un atardecer hacía unos días, también sentada en el techo. Antes de irse a dormir, como todo lo que había puesto por escrito ahí se relacionaba con aquello que la aquejaba esa noche, decidió leerlo para recordar la respuesta final que encontró en aquel poema, respuesta afirmativa de su existencia, afirmación gozosa del azar de estar viva.


“Contemplo la ciudad de La Plata desde el norte:

¿qué pasó con el paisaje antiguo

de las casas bajas y los árboles desaparecidos?

Todo es hoy un remiendo de rectángulos

que a lo lejos dan fe de la arquitectura

diseñada por burgueses que usufructúan la renta

del alquiler de un monoambiente.

Veo la ciudad como un espejismo enorme

destinado a desaparecer por el peso del tiempo:

pronto los edificios volverán a ser lianas

de una selva primitiva y los pájaros

anidaran en las antenas, en las chimeneas

y en los tanques de agua. Veo la ciudad:

una catástrofe que se apoderó de la vida,

un atentado que hoy es nuestro hábitat

un encierro del que nos agrada formar parte.

Es una cárcel enorme la ciudad, sí; pero

¿quién renunciaría a sus lujos? ¿quién renunciaría

al masaje de la ducha caliente y al veneno dulce

de la comida adictiva y del azúcar bebible?

(No tengo sosiego, la ciudad me mira

y me da cobijo en las noches del invierno.

Eso es porque soy una privilegiada

dentro de su estructura: ¿quién me convence

de que este modelo de sociedad no es un error

legitimado por el conformismo del placer

que nos brindan la comida y el abrigo?

¿Quién se animaría a romper con lo que existe

si a pesar de que nos dominan vivimos a gusto?)

Atardece y las ventanas que miro desde el norte

resplandecen amarillas porque son espejos del oeste.

Pero la sombra venidera no me va a traer la paz.



Ansiosa por huir remito mi neurosis a páginas cuadriculadas.

Estos escombros resecos de mi vida triste son una tortura.

Y aun así supe descifrar en los signos de la absurda y urbana miseria

el lapso de entre tres y cuatro horas – el arte, el sexo, la droga –

en que la condena que es la debacle del cuerpo 

y la condena que consiste en depender de un salario 

se transmuta en vivencia de paraíso y celebración del vacío”.

 



 

  

 

miércoles, 12 de agosto de 2020

¿Desde qué lugar escribo?

Del 12 de agosto de 2020.

Del artista español Dino Valls

Cuando hablé con mis amigues que soy una chica (es decir, que no soy más un varón) no sé por qué me sorprendió la afirmación positiva y amorosa con la que asumieron la nueva información sobre mi contexto vital, sobre mi vida. Cuando les dije que ya no me llamo Renzo, que me llamo Lihuel (un nombre de origen no-europeo y sin marcas de género), dejé atrás la necesidad de rebobinar en mis oídos un eco que ya no significaba una realidad para mí, “Renzo”, el sonido de mi antiguo nombre, sino que era una rémora de mi educación como cisvarón en el marco de un régimen de dominación cisheterosexual. ¿Y a qué estaba renunciando al renunciar a la masculinidad, en primera instancia, a la masculinidad del nombre, de la identidad y de los pronombres?  Si bien las señas de la (falsa ideología de) clase a la que pertenecen mis xadres, docentes pero acomodades, con capital económico, cultural y social acumulado en sus recibos de sueldo, en sus legajos profesionales e historias familiares, si bien las señas del modo de vida pseudoburgués y clasemediero en el que fui criada, en Manuel B. Gonnet (un barrio del Gran La Plata), eran, de alguna forma u otra, imborrables (estaban inscritas, más que en mi cuerpo, en mi forma de ser y de estar, en mi forma de caminar y de hablar, en las palabras que empleo y la forma en que las pronuncio) había sí, un efecto político en el posicionamiento, en elegir en donde estar parada. Por medio de ese posicionamiento a través del cual yo, una joven de veintidós años con un futuro profesional y parecido al de sus xadres por delante, inicié un proceso de transformaciones psicológicas y corporales, lo que yo buscaba era declarar cuál era mi resignación de vivir en el mundo del capitalismo homicida de finales del siglo XX y principios del XXI; de la misma manera, enunciaba cuál era el límite de mi integración social con respecto a ese universo del conformismo y del tedio que, desde mi perspectiva, avalaba la continuación de la violencia gracias a la continuación silenciosa del hábito, de todos los hábitos, por la cautela desafectada del espectador de noticias en la televisión, del rol de votante dentro del modelo de “democracia participativa” de la república argentina, que, más allá de su elección individual, no lograría la inversión del signo dominante en la gestión de los asuntos de su país, que era, visiblemente, el despojo, la desolación ecológica, el hambreamiento del pueblo, el extractivismo sojero, la expropiación, la discriminación, la humillación de les desposeídes y la mentira como forma de gobierno.

Recuerdo, ahora que estoy escribiendo esta página autobiográfica, aquello que decía aquel pionero del psicoanálisis lacaniano en el río de la plata, Oscar Massota, en la reedición por el CEAL de su libro sobre sexo y traición en la obra de Roberto Arlt, un libro, dicho sea de paso, que aborda con matices inesperados esta problemática mía sobre las señas de clase en la que fui educada y el posicionamiento a través del cual ahora me rebelo; recuerdo, así, que Massota decía que, siguiendo los consejos de un autor francés, asumió en su obra la importancia de escribir desde una posición de riesgo. Entonces recapacito en esta mi necesidad de corromper el género, de hacerlo explotar yendo más allá de sus normativas, de ser una mujer transgénero que a la vez se asume como no binaria, porque sabe que el género es una ficción somáticopolitica, una forma de opresión, y que el binarismo de género a través del cual nos reducen de forma esencialista a la categoría “ser hombre” o a la categoría “ser mujer” es, dentro de la opresión, aquel fundamento que había generado en mí mayor ansiedad y desamparo, mayor angustia de decir: “yo soy un hombre femenino, pero no una mujer; llegar, al extremo de decirme mujer, no conseguiría nada y sería, por el contrario, no saber respetar la experiencia de vida de quienes realmente son mujeres”: en fin, todo esto, parte de una retórica que ya expulsé de mí y que ya no hago mía, funcionaba, hasta hace poco, como un atenuante o, mejor dicho, un inhibidor, de mi radicalización política, de ir más allá de los extremos para abrir un nuevo camino en mi vida. Recuerdo, entonces, a Massota, y la urgencia con que alertaba: “es importante escribir desde una posición de riesgo”. Y pienso ahora, ya, en este presente exacto, en este presente que me exige la constatación de mi porvenir, del qué va a ser de mí en el futuro, que yo como varón ya no tendría nada que contar, y mi existencia se compondría de potencias nunca desenvueltas: sería, como cualquier otra vida, una vida de cisvarón gay, privilegiado, con capital heredado, estudiante de una carrera profesional. Nihil novum…En cambio, yo, ahora que me siento, me vivo e identifico como una mujer transgénero, y que mis amigues me tratan de ella y no de él, tengo por decirlo todo de vuelta, comenzando con una explicación como la que estoy dando, con un racconto autobiográfico en el que otorgue cuerpo a mi pasado, la redacción de una hermenéutica de mis años varoniles, de lo que pasaba por mi cabeza cuando yo aún era un varón. Salir, de semejante cauce de la memoria, portando una etnografía de mí misme antes de transicionar, una etnografía de un cisvarón gay escrita, desde su presente, por una persona muy distinta: una mujer transgénero, no-binaria y bisexual.

Escribir desde una posición de riesgo es, por supuesto, mucho más que “escribir siendo transgénero”. Aun como transgénero, mi posicionamiento, según decía, no alcanza a borrar de raíz mis privilegios en un contexto social del que no puedo aislarme. Pero hubo un acto de inusitada resistencia en mi transición. El proceso de transicionar era una voz en la conciencia que urgía, desde el año pasado, a mi voluntad. Mi ego masculino, Renzo, que ha fallecido en junio, ponía trabas y miedo en el marco de ese proceso: ¿Sería por la orden de la razón que exige, a los varones, que no traicionen a los demás varones? ¿Por el tipo de tejido psicológico y social que va embebido en nuestra idea moderna y anglo-europea y norteamericana de la masculinidad? Creo que no era tanto la complicidad con “los varones”, porque, más allá de la atracción libidinal por la pija (cuyos motivos, cuyos orígenes en mi vida también sería preciso desentrañar) yo por ellos no sentía más que rechazo, indignación, no asco, pero sí bronca. Y esa bronca contra el género masculino partía de mi interioridad: yo misma, sumida en los narcóticos efectos de la ceguera viril, que es la ceguera propia de quien se encuentra beneficiado por su situación dentro de una estructura de dominación, yo misma como varón blanco, había traicionado a mi propio ser, a mi propio deseo, a mi propia existencia. La había hecho suspenderse, aletargada, en el callejón de todo lo que hoy me genera vergüenza ajena, en contigüidad con el desánimo y la desesperación. Y había dañado a personas, en el medio, que eran parte de mi ser, de mi deseo y de mi existencia. En la violencia machista perpetuada por mí misma estaba condensada la estructura y las desigualdades del género, la matriz maldita cisheteropatriarcal. Y en mi negación a transicionar, que duró hasta junio de este año, comulgaba con ser socialmente percibido como un varón, a pesar de que reconocía en mí tanto la feminidad como la necesidad de erradicar los efectos estructurales del cisheteropatriarcado, de fugarme de la matriz maldita que infecta y moldea las subjetividades.



 Transicionar va a ser un proceso duradero, algo que se va a desenvolver en el plazo de años y que se va a ir actualizando en la medida en que la sociedad comience a percibirme como una mujer. En el contexto de mi escritura, si como chico cis ya todo lo que podía nombrar estaba agotado, como chica trans, en cambio, la posibilidad de la escritura es inconmensurable. Este blog, cuyo primer objetivo fue el de exponer a una divulgación digital mi pensamiento, es ahora más que una expresión huera de lo que sea que se me caiga de la cabeza. Forma parte de un amplio proyecto cuya finalidad es transformarme, dando por sentado que, si esta transformación se operativiza por una multitud de prácticas críticas (la lectura, la ingesta de hormonas como terrorismo de género, la visibilización de mi cuerpo en el ámbito público como cuerpo transgénero y de mi identidad como una aún más feminizada y transgresiva que la de del cisvarón gay), la opción preferencial, en la historia de mis vinculaciones con la realidad que me atraviesa, siempre fue la escritura. Dejando de lado la música (porque es muy difícil para mí describir y asignarle un valor a lo que me pasa cada vez que hago música) la escritura fue siempre el canal artístico que más herramientas me ofreció para devolverle a la realidad una parte de mí, una fracción mía, como valor agregado de la experiencia biográfica que mi trayectoria existencial supone. La escritura, según venía pensando hace unos días, es un ámbito de producción y de trabajo intelectual: su consecuencia material es la divulgación de ideas, de conocimientos, de formas del pensamiento, es decir, de bienes o sustancias inmateriales. Pero la escritura también es un espacio lúdico, un “campo de juegos”, un ámbito desde quien escribe y quien lee pueden sentir placer, e incluso, reírse. ¿Cómo no iba a optar, entonces, por darle a la humanidad un registro escrito de lo que va a ser mi transición del género “masculino” al “femenino”? Y si existe, por añadidura, la posibilidad de divulgar ese proceso, no iba a dejar de aprovechar este espacio digital para volcar en él mi asunción de compromiso con la realidad desde una escritura que asumió el riesgo de la deriva que empecé a observar en todos mis asuntos desde que, hace ya cuatro años, comenzara a tomar alcohol, a fumar porro y a consumir MDMA, viviera por un tiempo lejos de la casa de mis xadres, me psicoanalizara, me sobreexplotaran laboralmente por seis mil pesos mensuales a cambio de mi tiempo de vida y mi fuerza de trabajo, recorriera (en compañía de cinco amigues) localidades de una región que yo no conocía trabajando en los semáforos y durmiendo en una carpa al lado de los ríos y, finalmente, comenzara a identificarme con esa alteridad cultural y social que, en mi pasado, como niño bien, me aterraba, me sacaba el sueño, me generaba escribir cuadernos con denuncias imposibles respecto a la destrucción de la sociedad perpetuada por “las feministas” al atentar contra la sagrada institución de la familia y amenazar con la quema de las iglesias donde yo aun entraba a confesarme. La deriva: ser transgénero, ser una mujer, convertirme en subversiva; esto no es nada nuevo en mi vida y sin embargo, a partir de acá, a partir de esta coma, quiero dejar por sentado que en 2020 se está concretando lo que vendría a ser un salto cualitativo, un ir más allá insurreccional con respecto a los factores que me determinaron, me aniñaron, me infundieron miedo del mundo, me limitaron, me impidieron manifestar la expansión total de mi potencia creativa.


En este caos de los sentimientos comienzo a darle forma a una realidad que se hallaba detrás de mi deseo. Lo que se ocultaba en la representación de mi bienestar era la negación del conjunto de paradigmas sociales en que habitaron mis xadres durante los años de mi niñez y adolescencia. En la búsqueda de un estilo de vida que a elles no les satisface coloco una piedra de toque: ser yo misma. ¿Pero cómo podría satisfacerle a elles mi verdadera identidad y mi forma de obtener placer en la vida? Su crianza fue durante los años medulares del siglo XX. Soy una hija de mi tiempo antes que de esos dos seres humanos a quienes la sangre me liga. Ante mi vista se perfila un panorama difícil de remontar en términos económicos, ecológicos e incluso, humanitarios. Al escapismo de la escritura opongo una escritura del compromiso. Y documentar las transformaciones de mi mente y de mi cuerpo durante los años subsiguientes a estas declaraciones comporta una escritura con mayores grados de compromiso que los que esta alcanzó hasta ahora. Paul Preciado, al hablar de la farmacopornografía como régimen de dominación propio de las sociedades contemporáneas, como control de la subjetividad de los individuos modernos a través de la intervención biopolítica sobre su “sexo” y sobre su cuerpo como “núcleo somático” del disciplinamiento, también generó una escritura desde un lugar de riesgo al relatar su ingesta de testosterona en gel. ¿Qué efectos voy a comenzar a percibir en mi cuerpo cuando comience a tomar estrógeno? ¿Qué voy a sentir al desarrollar pechos y al ver disminuido el tamaño de mis genitales? ¿Y cómo va a reaccionar mi entorno ante estos cambios? ¿Qué clase de miradas va a suscitar mi presencia, difícil de situar y de catalogar, en las calles? Mi propio cuerpo se va a convertir en un campo de experimentaciones, a la manera de Paul Preciado. Pero, en suma, de lo que se trata es de romper ciertas normas con mucho más que el cuerpo y la escritura: se trata de dejar, en la memoria digital humana, el rastro verbal de una joven que se hizo cargo de su feminidad latente, que rechazo los privilegios masculinos, que supo (¿sabré hacerlo?), como recuerda la enseñanza del personaje de Herman Hesse, que para nacer el ave primero tiene que romper el huevo, que es hasta entonces su único mundo.