2 de marzo de 2021.
A veces siento
que tengo que volver a escribir más en papel, mucho más.
¿Pero por qué
siento esa presión? Digo, además, ¿cuándo escribía más que ahora? Sí: cuando era
más joven, y la escritura era el auxiliar privilegiado de estoque denomino el
caos de mis sentimientos. ¿Qué me pasaba en aquellos años? ¿Por qué dependía de
expresar como me sentía en cuadernos? Lo primero que debo admitir es que me
sentía mal, miserable (pero hasta el año pasado, si bien me asumía como puto,
no me pensaba, como ahora, en femenino) y, por un largo período, con ganas de
matarme…
¿No será que dejé
de repasar tanto mis ideas y sentimientos en la escritura manuscrita porque ya
no me siento tan mal? Si bien mi estado de ánimo – como es propio de cualquier
ser humano que reconoce que no se puede vivir ni muy arriba ni muy abajo todo
el tiempo – fluctúa, sí es cierto que, con el paso de los meses y, habiendo alcanzado
la entrecrucijada fundamental en que me hice cargo de mi genuinidad
existencial, mi conciencia de ser única y de que, sin dejarme acomplejar por
mis limitaciones (las cuales son múltiples y en ocasiones, aterradoras), debo
reconocer con fidelidad a la persona que sé que soy realmente,
enorgulleciéndome de mi fortaleza y de mi lucha por perseverar ante la
depresión y las condiciones materiales de mis circunstancias de vida (he dicho,
en más de una ocasión, que por fortuna ellas me son favorables); sí es cierto,
pues, como decía, que habiendo alcanzado este punto de “self-awareness”, de autorreconocimiento y conciencia sobre mí misma,
ya no me siento tan mal como, por ejemplo, a los diecinueve años.
En la medida en que fui creciendo, descubrí
formas diferentes de expresar mi malestar. La escritura apareció, en un momento
muy específico de este proceso, – momento marcado por la más cruel de mis confusiones
amorosas, aquella que más me arrastró a la locura de prometer sin poder cumplir
y por la cual, en el espejo de mis miedos, prejuicios y contradicciones,
proyecté mi dolor sobre la imagen de otra persona, a quien herí y violenté –
como una estrategia vil destinada al camuflaje, como una postura hipócrita de
quien se miente deliberadamente pero, como lo deja plasmado todo en bellos
discursos ordenados bajo una gramática perfecta y un fino vocabulario de
estudiante de grado – oh mi neurosis – se cree que esa mentira es real y valedera,
que sus palabras puestas por escrito pesan más que su realidad vivida y
construida fehacientemente con acciones y comportamientos cotidianos.
Sin embargo,
atravesé esa etapa – de la que incluso tengo registros que, cuando a ellos me
remito, me demuestran lo mucho que me equivocaba al escribir aquello de que mi
escritura había sido no más que una mentira, una mentira por la cual me había
bloqueado de la experiencia de forjar mi propio destino acorde a la consecución
de mis fantasías y deseos, mentira por medio de la letra y la palabra que me
había alejado de la posibilidad de vivir realmente por fuera de las ficciones y
que, incluso, me habría alejado del sexo, lo que demuestra también de que manera
supe caer en los dispositivos de incitación y proliferación de los discursos
sobre el mismo que Foucault describiera y que conforman, según plantea
Preciado, un pilar del diseño y control de las subjetividades y de los cuerpos
propiciados por la modernidad capitalista – y, viendo que, una y otra vez
recurro a este medio, que es la escritura (pero ahora pasé de escribir en un
cuaderno a escribir esto directamente en la pc, principalmente porque me
ahorra tiempo en dos sentidos: primero, porque escribo con mayor velocidad y
lucidez y, segundo, porque no necesito pasar por la prueba de criptografía que
requiere la relectura y transcripción de mi letra manuscrita al digitalizar lo
que sea que haya escrito sobre papel) me permito afirmar la continuidad de un
hábito que sin lugar a dudas me es saludable y beneficioso: escribir, y mucho
más que como un método de exorcizar los demonios y fantasmas que me torturan en
la visión de mis limitaciones y de la crueldad que, como descubriera Mikasa al
tener que asesinar, siendo aun una niña, a uno de los hombres que la
secuestrara para así poder recuperar su libertad, rige al mundo. Escribir como
una herramienta que no niega ni oculta la forja de mi vida, sino que, bien por
el contrario, supone una modalidad
preferencial de hallar mis horizontes y de aproximarme hacia ellos, una
toma de palabra que es una toma de conciencia y que, al develar lo que todavía
no podía ser pensado, al ponerle nombre al miedo e iluminarlo, conlleva un potencial
enorme de transformación. La escritura como una herramienta, así, de cambio, y
no puesta al servicio de la mentira, sino de la verdad, verdad que es dolorosa
pero que permite crear y recrear la existencia, dando lugar a mundos nuevos ahí
donde yo misma creí que no había nada más que un erial reseco y corrompido. Mi
propio ser se inclina por este tipo de exploraciones: ¿cómo no respetar la
actividad hacia la que tiendo tanto en momentos de angustia como de alegría?
¿cómo no brindarle homenaje a un arte que es pensamiento en despliegue y la
condición de posibilidad para acceder a capas cada vez más profundas de introspección y sabiduría sobre mí misma? En las posibilidades y
los límites de mi escritura hallé nuevas fronteras de la distancia que mi
voluntad es capaz de alcanzar.
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