MORIR POR NATURALEZA es un proyecto de escritura autobiográfica donde estoy experimentando (con)fundir mi conciencia de carácter masculino y los aspectos femeninos reprimidos de mi personalidad con el objeto de alcanzar la síntesis de ambas mitades que me integran (la natural complementariedad de los pares opuestos, más allá que estos son presentados bajo la lupa de la razón moderna y cristiana como irreconciliables polos en conflicto) en medio del transfondo material de mi lucha por la libertad en el contexto de un país devastado por la acción de una modalidad periférica y sudaca del capitalismo crepuscular de los siglos XX y XXI.
"Dios nos mandó a vivir para morirnos por naturaleza".
(Homer el Mero Mero, Argentina).
"El viento no se oye a sí mismo pero nosotros le oímos, las bestias se comunican entre ellas pero nosotros hablamos a solas con nosotros mismos y nos comunicamos con los muertos y con los que todavía no nacen. La algarabía humana es el viento que se sabe viento, el lenguaje que se sabe lenguaje y por el cual el animal humano sabe que está vivo y, al saberlo, aprende a morir".
(Octavio Paz, El mono gramático).
"La muerte es natural y la tiñeron negra".
(T&K, Let's go).
(I)
La forma en
que Ambi le hablaba y el tono de su voz traducían calma, pero no dudaba que se
trataba de una calma obtenida a fuerza de tragar cigarrillos. Él, en cambio no
fumaba. Y, cuando lo conversaba con Galta, su Daimon, comprendía que fumar
sería para él un gran alivio, una forma de bloquear la ansiedad que se
manifestaba corporalmente a través de síntomas como mierda blandengue y uñas
destrozadas. Ambi tenía la tranquilidad del fumador. Para él, que no fumaba,
ese atributo era sensual y le dejaba un gusto amargo en la boca, que era
regusto de compartir la bombilla del mate con alguien que a la vez está fumando.
Porque sabía las razones precisas por las que con respecto al tabaquismo él,
que no se las daba de puritano y que de ninguna porquería tóxica distribuida
por los mercados clandestinos se privaba, era straight edge. Sabía que fumar puchos industriales contradecía la
vocación más explícita con que su espíritu se manifestaba: cantar, silbar,
tocar instrumentos de viento y ejercitar la técnica de la respiración
consciente que se acompaña con movimientos del diafragma y en sesiones de
meditación determina y estructura el constante esfuerzo que supone el control
mental y en rituales ejercicios de antigua inspiración sagrada, el movimiento
de los músculos y los huesos en la búsqueda de aquella cima inimaginada que es
el potencial de la flexibilidad de un cuerpo humano. Fumar no era una opción
para él. Galta le explicaba las razones por las cuales el pensamiento sobre la
vida sana que él decía querer practicar, el pensamiento de su salud encontrada
en las recomendaciones de la dieta y la disciplina corporal, como parte íntegra
de la disciplina de la mente, conllevaba en sí mismo el principio de su
disolución: la neurosis, el aislamiento cerebral que le impedía habitar el
mundo primario de los sentidos abiertos y del jugo de los frutos de la
naturaleza ofrecido en la incitación intensa de los placeres, de los vicios y
de las tendencias más salvajes y propias de lo que la gente bien piensa como libertinaje.
Cuando veía que Ambi fumaba, y que Ambi fumaba cojiendo, que se fumaba dos
puchos seguidos cuando llegaba la hora de coger, se decía para sí: “sí, yo
también podría buscarme las puras horas alegres todos los días y todas las semanas,
con tal de no presentar en mí mismo el dolor de poseer un cuerpo averiado, y,
en caso de disfrutar esa libertad de dejarme penetrar todas las noches de todas
las semanas, sin sentir el dolor acuciante que me genera miedo de oponer una
resistencia al acto mismo que deseo, ser esa persona que ya no se preocupar por
el orden de las fechas y por las fórmulas que modelan la evolución de los
fenómenos tal cual están descritas en los manuales y así convertirme en ese
chongo que solo haya el goce en el goce verdadero – y no en este goce
secundario y abstracto de calcular cronologías y explicar las diferencias que
el paso del tiempo impone a las dinámicas que rigen a las luchas por la
correlación de poder dentro de las sociedades – ser ese chongo, entonces, que
desata para sí la posibilidad del goce verdadero, sí, que es del cuerpo que
eyacula todos sus nervios de la misma manera en que fuma para no tener que
lidiar con la sabiduría de que hasta el ritmo de su propia respiración le
pertenece y que como es un proceso orgánico consciente lo puede controlar”.
¡Cuando Ambi fumaba él inhalaba el humo y sentía la distancia que intermedia
entre el pensador y el ser pleno que vive la vida sin dilaciones ni
intermediarios! Esa distancia era para él más que una tortura: era una navaja
en el talón, era una podredumbre, era una luxación del sentir con respecto a la
voluntad entre la excitación nerviosa y el duelo del alma melancólica. Por eso
Galta, su espíritu guardián, le sugería veladamente que fumase y que se dejara
de joder con aquel cáncer subrepticio que era el principio de disolución
presente en su pensarse desde la vida sana, porque la vida no podía ser sana si
constantemente se quejaba de no saber disfrutar, si decía, con la mirada
estúpida del que no comprende, del que no se anima, del que no quiere escuchar
la verdadera pulsión del ritmo de su presión sanguínea, la mirada inocente y
destinada a la niñez prima facie de
los rostros de aquellos que no fuman, si decía con la mirada fija en retener el
control sobre asuntos insignificantes a los que atribuía grandísimo valor en su
existencia, que él era muy sabio, “sabio, sabio tu serás, pero por más sabio
que tú seas, ay, no tienes felicidad, y tú no tienes felicidad: ¡De sabio no
tienes na’!”
¿Qué eran
los signos, de dónde venían los signos, cuál era su origen y por qué gobernaban
el mundo? Galta le sugería que se entregara pasivamente, que cediera el
control, que su llamado a la razón que parcela y cuadricula el paso del tiempo
lo estaba matando de forma intestina y celular. Que no podía ser tanta
hipocresía con respecto a su propia vertiente interior: debía declarar ya su
verdadero nombre, su verdadero bien, la representación de cuál sea que fuera su
deseo. ¿Su deseo era fumar cigarrillos? Si, evidentemente, él ya fumaba: fumaba
cuando otros fumaban a su lado, inhalaba ese aire, inhalaba ese humo. Era
fumador pasivo, fumador no declarado. De igual forma a veces le daba unas
pitadas a cigarrillos armados de tabaco; de igual forma, continua,
repetidamente, y en una relación mucho más saludable que con cualquier otra
cosa o persona en su existencia, fumaba porro. ¡Era fumador entonces! El
problema era dar el paso hacia la adicción a la nicotina. Y no querer caer en
esa adicción le permitía formular su proyección hacia una felicidad (pero la
felicidad es sólo una ilusión) menos invasiva para las hendijas de sus
pulmones. Sí: porque eso era igualmente cierto, si deseaba alegría de fumar
cojiendo, deseaba, también, salud respiratoria. ¡Qué difícil era conciliar sus
miedos con su pegoteada inclinación a la desmesura, que, por la vida misma de
mierda que le tocó vivir en un siglo de mierda, vivía siempre bajo la cifra de
la culpa! ¿Qué eran los signos y por qué lo gobernaban? ¿Cuál era la
determinación de aquel universo cultural mediatizado por signos errabundos, por
signos arbitrarios, por signos como soles, como ejes cartesianos, como fuentes
de la representación, como abismos del sentido? ¡Todo era espantoso! ¡Todo era
irreal! La pausa que necesitaba para tomarse en serio las cosas era la pausa
entre su inclinación por fantasear con la muerte y el motor de vida y de placer
que desde su entrepierna colgaba. Vamos por el mundo viendo como nos arrastra
la sangre; y cuando la sangre deposita la presión arterial sobre la calentura
del cuerpo catexisa, en el proceso, excitación de la carne con excitación por
los signos. Ser penetrado: ¡ser penetrado era un signo! Era una realidad del
cuerpo, sí, por supuesto, eso es lo
obvio, lo evidente. Pero ¿le excitaba la realidad del cuerpo penetrado o le
excitaba, más bien, la penetración porque comportaba ella el signo de un acto
de sumisión, de entrega, de ofrecer en sacrificio una parte de su cuerpo para
el disfrute de quien lo dominaba, lo agarraba de los pelos y le llenaba el
cuello de baba y cuando le encontraba la boca abierta con la mirada angustiada
de placeres inmundos completaba el pacto con un escupitajo? Por supuesto que el
cuerpo repercutía alegremente cuando se lo acariciaba, cuando una mano ajena lo
masturbaba y cuando la mucosa de unos labios recorría su pene. Pero cuando eran
sus labios los que peteaban: ¿no eran igual de intenso el placer? Y el placer
que sentía cuando era él el que entregaba un masaje de la boca a la ingle: ¿no
era el placer de un acto a través del cual hacía sentir placer a su compañero?
Las terminaciones nerviosas de los labios no eran como las terminaciones
nerviosas del glande. Y sin embargo. Sin embargo el placer era más grande, era
más potente, era un placer altruista y solidario. Ese placer era dominar a
través del encanto de una chupada de pija. Y entonces un signo de sumisión, lo
mismo que el signo de entregar la cola, en un inesperado retorcijón semántico,
era un acto de dominación: porque domina quien entrega placer y es dominado quien
se deja vencer por la corriente del goce. La eyaculación sentida como el mar en
el que se diluyen todos los signos y en donde por un instante la pequeña muerte
derrumba las resistencias de la cultura y lo lleva al hombre a experimentar
(aunque sea una fracción del) infinito al que no puede retornar. El infinito se
desvanece y entonces la pija queda postrada, el cuerpo busca reposo, se detiene
la magia y el mundo vuelve a ser una red de signos espantados. ¿Por qué los
signos gobernaban el mundo? Se lo preguntaba una y otra vez. Galta no tenía
respuestas para ese interrogante tan superfluo y digno de la mente atrofiada
del animal humano. Galta no pensaba;
sentía, por él, el doble de las cosas que sucedían en su mente y no calculaba,
sino que intuía, en aquel conjunto de la cantidad de cosas que a él, por sus
represiones, no le era dado conocer, la causa primordial de su grandísimo
malestar. ¡Duro era vivir para esos humanos del siglo XXI, concluía Galta!
(Pero concluir es acá no más que una forma verbal para expresar lo que no puede
ser expresado: Galta estaba más allá de la lógica y de sus conclusiones, y por
eso podía abordar estas sugerencias). Había conocido a muchachos como aquel a
quien aconsejaba a diario, al humano de su predilección, el joven sensible y
neurasténico desde cuyo punto de vista se narra este relato, había conocido
humanos igual de sensibles y mucho más enfermizos que, incapaces de desarrollar
un vínculo de profundidad con su espíritu guardián y con la interioridad y el
canal secreto que discurre detrás de los hechos aparentes que determinan su
existencia, no reconocían en sí mismos la integridad de sus contradicciones, la
fusión de la bipolaridad moral a través de la que el sentir cristiano y el
pensamiento racional sujetaban y degradaban al mundo. El mundo de los signos
los avasallaba y los sumía en la desesperación. De los laberintos se sale
flotando. Pero suicidarse no equivale a flotar.
(II)
Ir
caminando, de noche, por calles de silencio. Ir y pensar mientras: que sea lo
que sea, que se termine todo esta noche. Que pase. Que todo vuelva a su lugar,
o que salga todo de donde nunca salió.
Él
volvía. Volvía a su casa, de noche, pasadas las doce. Esa vez no volvía de
bailar. La vez que se lastimó la rodilla el dolor había sido tan nítido, tan
intenso, que se dijo: “está bien que, con tal de que esto se solucione, no
vuelva a bailar por un buen rato”. “Con tal de no volver a sentir aquel dolor”.
Galta no estaba con él aquella noche: quizás venía pensando demasiado.
Se
había luxado la rótula de la pierna derecha. Pero esa vez no había vuelto a
acomodarse, que es lo que le pasaba siempre que se le luxaba ese hueso. Se
había golpeado la rodilla contra el cerámico. Había ido a la guardia del
hospital después de desayunar polenta, con su amiga, Milena, que lo miraba con
el desierto de dolor ajeno atragantado. Desde aquel instante (había pasado ya
más de un mes) su cara había hablado en su nombre. Una mueca de tristeza
trepanada. Pero ya había empezado a caminar de nuevo, aunque a bailar no se
animara.
Era
tarde, volvía del centro (acababa de descubrir que reunirse al aire libre a
tomar cerveza con otras personas ya ni le interesaba en lo absoluto, y era una
careteada en un contexto de millares de personas enfermándose de la peste) y
sus pisadas resonaban en las calles de aquel barrio: un barrio ni tan de acá ni
tan de allá, un barrio de personas tan copiosamente laburantes que no llegaban
a ser algo por fuera de sus trabajitos de mierda de todos los días; gente que, como
en todas las ciudades de la república argentina (esa informe fantasía fascista
sudamericana para ejercer la represión en cuatro climas diferentes) se dedicaba
a pasar sus años viéndose morir en el espejo sin importarles la inmundicia de sus
vidas resecas como ropa machada de pintura o húmedas como galletitas de un
paquete que se olvidaron cerrar (qué más da, ambas cosas son igual de inmundas).
Iba caminando por ahí, una madrugada en marzo: el marzo de un año pesado, un
año repleto de suplicios para su cuerpo. La suela de su zapatilla se había roto
y ahora cada vez que pisaba era como si se le clavara un alfiler en la planta
del pie. Su rodilla percutía angustiada como una extraña gelatina con caries.
Su talón estaba sangrando porque se lo raspaba con la zapatilla, y también cada
pisada implicaba un ardor (pero ¿cómo iba a molestarlo ese pequeño ardor
después de haber cenado ron y coca?) Durante esa caminata, larga porque era ya
la madrugada y se volvía caminando del centro a su casa porque ya no pasaban
micros, recordó algunos temas que había leído días atrás en una publicación de Mahāsī Sayādaw.
(Chris Barbalis) |
“Pero
no soy yo el que sufre”, pensaba, “sino este cuerpo y esta mente con los que,
por alguna razón, el dominio de los signos sobre el mundo, mi capacidad de
lenguaje y abstracción, me identifico”. Anatman:
no existe el ego individual, “yo” no existe. Pero creemos que es así porque nos
identificamos con el dolor que padecen el cuerpo y la mente. Separarse de esa
identificación es ver el mundo con los ojos de Brahman, la fuerza cósmica que representa la totalidad de lo que existe, es decir, un gran vacío, una nada eterna, un bache de la percepción que
se experimenta cuando comprendemos que no controlamos los procesos autónomos de
una mente y de un cuerpo y miramos sin juzgar y simplemente sintiendo, sin nada
más que estar atentos al “arriba, abajo” del abdomen, la plantilla inerte que
es la realidad a nuestro alrededor, la unidad de todas las cosas, como el revés de la media o de la red del mundo compartimentado y bombardeado por los signos.
La
caminata, el dolor, la noche en un barrio y el pensamiento que se instala para
evitar pensar en las calles plenas del silencio. La luna llena, llenísima. Un
perro que lo miró y le ladró.
“Ningún
chorro tuvo nunca el coraje como para matarme”, pensó de repente y en algún
momento: “ninguno tuvo los huevos para apretar el gatillo”. ¿O él no les había
dado razón suficiente para hacerlo? Porque suicidarse era imposible. No podía
terminar la vida de esa manera, su vida daba para muchísimo más y el suicidio
era una intentona torpe si realmente quería escapar del laberinto (Galta se lo
recordaba día por medio). Suicidarse era imposible pero ya ni quería vivir. Soñaba
con encontrarse, de noche, en cualquier lado, con su asesino.
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