domingo, 28 de marzo de 2021

MORIR POR NATURALEZA

MORIR POR NATURALEZA es un proyecto de escritura autobiográfica donde estoy experimentando (con)fundir mi conciencia de carácter masculino y los aspectos femeninos reprimidos de mi personalidad con el objeto de alcanzar la síntesis de ambas mitades que me integran (la natural complementariedad de los pares opuestos, más allá que estos son presentados  bajo la lupa de la razón moderna y cristiana como irreconciliables polos en conflicto) en medio del transfondo material de mi lucha por la libertad en el contexto de un país devastado por la acción de una modalidad periférica y sudaca del capitalismo crepuscular de los siglos XX y XXI. 

 

"Dios nos mandó a vivir para morirnos por naturaleza".

(Homer el Mero Mero, Argentina).

"El viento no se oye a sí mismo pero nosotros le oímos, las bestias se comunican entre ellas pero nosotros hablamos a solas con nosotros mismos y nos comunicamos con los muertos y con los que todavía no nacen. La algarabía humana es el viento que se sabe viento, el lenguaje que se sabe lenguaje y por el cual el animal humano sabe que está vivo y, al saberlo, aprende a morir".

(Octavio Paz, El mono gramático).

"La muerte es natural y la tiñeron negra".

(T&K, Let's go).


(I)  

La forma en que Ambi le hablaba y el tono de su voz traducían calma, pero no dudaba que se trataba de una calma obtenida a fuerza de tragar cigarrillos. Él, en cambio no fumaba. Y, cuando lo conversaba con Galta, su Daimon, comprendía que fumar sería para él un gran alivio, una forma de bloquear la ansiedad que se manifestaba corporalmente a través de síntomas como mierda blandengue y uñas destrozadas. Ambi tenía la tranquilidad del fumador. Para él, que no fumaba, ese atributo era sensual y le dejaba un gusto amargo en la boca, que era regusto de compartir la bombilla del mate con alguien que a la vez está fumando. Porque sabía las razones precisas por las que con respecto al tabaquismo él, que no se las daba de puritano y que de ninguna porquería tóxica distribuida por los mercados clandestinos se privaba, era straight edge. Sabía que fumar puchos industriales contradecía la vocación más explícita con que su espíritu se manifestaba: cantar, silbar, tocar instrumentos de viento y ejercitar la técnica de la respiración consciente que se acompaña con movimientos del diafragma y en sesiones de meditación determina y estructura el constante esfuerzo que supone el control mental y en rituales ejercicios de antigua inspiración sagrada, el movimiento de los músculos y los huesos en la búsqueda de aquella cima inimaginada que es el potencial de la flexibilidad de un cuerpo humano. Fumar no era una opción para él. Galta le explicaba las razones por las cuales el pensamiento sobre la vida sana que él decía querer practicar, el pensamiento de su salud encontrada en las recomendaciones de la dieta y la disciplina corporal, como parte íntegra de la disciplina de la mente, conllevaba en sí mismo el principio de su disolución: la neurosis, el aislamiento cerebral que le impedía habitar el mundo primario de los sentidos abiertos y del jugo de los frutos de la naturaleza ofrecido en la incitación intensa de los placeres, de los vicios y de las tendencias más salvajes y propias de lo que la gente bien piensa como libertinaje. Cuando veía que Ambi fumaba, y que Ambi fumaba cojiendo, que se fumaba dos puchos seguidos cuando llegaba la hora de coger, se decía para sí: “sí, yo también podría buscarme las puras horas alegres todos los días y todas las semanas, con tal de no presentar en mí mismo el dolor de poseer un cuerpo averiado, y, en caso de disfrutar esa libertad de dejarme penetrar todas las noches de todas las semanas, sin sentir el dolor acuciante que me genera miedo de oponer una resistencia al acto mismo que deseo, ser esa persona que ya no se preocupar por el orden de las fechas y por las fórmulas que modelan la evolución de los fenómenos tal cual están descritas en los manuales y así convertirme en ese chongo que solo haya el goce en el goce verdadero – y no en este goce secundario y abstracto de calcular cronologías y explicar las diferencias que el paso del tiempo impone a las dinámicas que rigen a las luchas por la correlación de poder dentro de las sociedades – ser ese chongo, entonces, que desata para sí la posibilidad del goce verdadero, sí, que es del cuerpo que eyacula todos sus nervios de la misma manera en que fuma para no tener que lidiar con la sabiduría de que hasta el ritmo de su propia respiración le pertenece y que como es un proceso orgánico consciente lo puede controlar”. ¡Cuando Ambi fumaba él inhalaba el humo y sentía la distancia que intermedia entre el pensador y el ser pleno que vive la vida sin dilaciones ni intermediarios! Esa distancia era para él más que una tortura: era una navaja en el talón, era una podredumbre, era una luxación del sentir con respecto a la voluntad entre la excitación nerviosa y el duelo del alma melancólica. Por eso Galta, su espíritu guardián, le sugería veladamente que fumase y que se dejara de joder con aquel cáncer subrepticio que era el principio de disolución presente en su pensarse desde la vida sana, porque la vida no podía ser sana si constantemente se quejaba de no saber disfrutar, si decía, con la mirada estúpida del que no comprende, del que no se anima, del que no quiere escuchar la verdadera pulsión del ritmo de su presión sanguínea, la mirada inocente y destinada a la niñez prima facie de los rostros de aquellos que no fuman, si decía con la mirada fija en retener el control sobre asuntos insignificantes a los que atribuía grandísimo valor en su existencia, que él era muy sabio, “sabio, sabio tu serás, pero por más sabio que tú seas, ay, no tienes felicidad, y tú no tienes felicidad: ¡De sabio no tienes na’!”

 


¿Qué eran los signos, de dónde venían los signos, cuál era su origen y por qué gobernaban el mundo? Galta le sugería que se entregara pasivamente, que cediera el control, que su llamado a la razón que parcela y cuadricula el paso del tiempo lo estaba matando de forma intestina y celular. Que no podía ser tanta hipocresía con respecto a su propia vertiente interior: debía declarar ya su verdadero nombre, su verdadero bien, la representación de cuál sea que fuera su deseo. ¿Su deseo era fumar cigarrillos? Si, evidentemente, él ya fumaba: fumaba cuando otros fumaban a su lado, inhalaba ese aire, inhalaba ese humo. Era fumador pasivo, fumador no declarado. De igual forma a veces le daba unas pitadas a cigarrillos armados de tabaco; de igual forma, continua, repetidamente, y en una relación mucho más saludable que con cualquier otra cosa o persona en su existencia, fumaba porro. ¡Era fumador entonces! El problema era dar el paso hacia la adicción a la nicotina. Y no querer caer en esa adicción le permitía formular su proyección hacia una felicidad (pero la felicidad es sólo una ilusión) menos invasiva para las hendijas de sus pulmones. Sí: porque eso era igualmente cierto, si deseaba alegría de fumar cojiendo, deseaba, también, salud respiratoria. ¡Qué difícil era conciliar sus miedos con su pegoteada inclinación a la desmesura, que, por la vida misma de mierda que le tocó vivir en un siglo de mierda, vivía siempre bajo la cifra de la culpa! ¿Qué eran los signos y por qué lo gobernaban? ¿Cuál era la determinación de aquel universo cultural mediatizado por signos errabundos, por signos arbitrarios, por signos como soles, como ejes cartesianos, como fuentes de la representación, como abismos del sentido? ¡Todo era espantoso! ¡Todo era irreal! La pausa que necesitaba para tomarse en serio las cosas era la pausa entre su inclinación por fantasear con la muerte y el motor de vida y de placer que desde su entrepierna colgaba. Vamos por el mundo viendo como nos arrastra la sangre; y cuando la sangre deposita la presión arterial sobre la calentura del cuerpo catexisa, en el proceso, excitación de la carne con excitación por los signos. Ser penetrado: ¡ser penetrado era un signo! Era una realidad del cuerpo, sí, por supuesto, eso es lo obvio, lo evidente. Pero ¿le excitaba la realidad del cuerpo penetrado o le excitaba, más bien, la penetración porque comportaba ella el signo de un acto de sumisión, de entrega, de ofrecer en sacrificio una parte de su cuerpo para el disfrute de quien lo dominaba, lo agarraba de los pelos y le llenaba el cuello de baba y cuando le encontraba la boca abierta con la mirada angustiada de placeres inmundos completaba el pacto con un escupitajo? Por supuesto que el cuerpo repercutía alegremente cuando se lo acariciaba, cuando una mano ajena lo masturbaba y cuando la mucosa de unos labios recorría su pene. Pero cuando eran sus labios los que peteaban: ¿no eran igual de intenso el placer? Y el placer que sentía cuando era él el que entregaba un masaje de la boca a la ingle: ¿no era el placer de un acto a través del cual hacía sentir placer a su compañero? Las terminaciones nerviosas de los labios no eran como las terminaciones nerviosas del glande. Y sin embargo. Sin embargo el placer era más grande, era más potente, era un placer altruista y solidario. Ese placer era dominar a través del encanto de una chupada de pija. Y entonces un signo de sumisión, lo mismo que el signo de entregar la cola, en un inesperado retorcijón semántico, era un acto de dominación: porque domina quien entrega placer y es dominado quien se deja vencer por la corriente del goce. La eyaculación sentida como el mar en el que se diluyen todos los signos y en donde por un instante la pequeña muerte derrumba las resistencias de la cultura y lo lleva al hombre a experimentar (aunque sea una fracción del) infinito al que no puede retornar. El infinito se desvanece y entonces la pija queda postrada, el cuerpo busca reposo, se detiene la magia y el mundo vuelve a ser una red de signos espantados. ¿Por qué los signos gobernaban el mundo? Se lo preguntaba una y otra vez. Galta no tenía respuestas para ese interrogante tan superfluo y digno de la mente atrofiada del animal  humano. Galta no pensaba; sentía, por él, el doble de las cosas que sucedían en su mente y no calculaba, sino que intuía, en aquel conjunto de la cantidad de cosas que a él, por sus represiones, no le era dado conocer, la causa primordial de su grandísimo malestar. ¡Duro era vivir para esos humanos del siglo XXI, concluía Galta! (Pero concluir es acá no más que una forma verbal para expresar lo que no puede ser expresado: Galta estaba más allá de la lógica y de sus conclusiones, y por eso podía abordar estas sugerencias). Había conocido a muchachos como aquel a quien aconsejaba a diario, al humano de su predilección, el joven sensible y neurasténico desde cuyo punto de vista se narra este relato, había conocido humanos igual de sensibles y mucho más enfermizos que, incapaces de desarrollar un vínculo de profundidad con su espíritu guardián y con la interioridad y el canal secreto que discurre detrás de los hechos aparentes que determinan su existencia, no reconocían en sí mismos la integridad de sus contradicciones, la fusión de la bipolaridad moral a través de la que el sentir cristiano y el pensamiento racional sujetaban y degradaban al mundo. El mundo de los signos los avasallaba y los sumía en la desesperación. De los laberintos se sale flotando. Pero suicidarse no equivale a flotar.

(II)

Ir caminando, de noche, por calles de silencio. Ir y pensar mientras: que sea lo que sea, que se termine todo esta noche. Que pase. Que todo vuelva a su lugar, o que salga todo de donde nunca salió.

Él volvía. Volvía a su casa, de noche, pasadas las doce. Esa vez no volvía de bailar. La vez que se lastimó la rodilla el dolor había sido tan nítido, tan intenso, que se dijo: “está bien que, con tal de que esto se solucione, no vuelva a bailar por un buen rato”. “Con tal de no volver a sentir aquel dolor”. Galta no estaba con él aquella noche: quizás venía pensando demasiado.

Se había luxado la rótula de la pierna derecha. Pero esa vez no había vuelto a acomodarse, que es lo que le pasaba siempre que se le luxaba ese hueso. Se había golpeado la rodilla contra el cerámico. Había ido a la guardia del hospital después de desayunar polenta, con su amiga, Milena, que lo miraba con el desierto de dolor ajeno atragantado. Desde aquel instante (había pasado ya más de un mes) su cara había hablado en su nombre. Una mueca de tristeza trepanada. Pero ya había empezado a caminar de nuevo, aunque a bailar no se animara.

Era tarde, volvía del centro (acababa de descubrir que reunirse al aire libre a tomar cerveza con otras personas ya ni le interesaba en lo absoluto, y era una careteada en un contexto de millares de personas enfermándose de la peste) y sus pisadas resonaban en las calles de aquel barrio: un barrio ni tan de acá ni tan de allá, un barrio de personas tan copiosamente laburantes que no llegaban a ser algo por fuera de sus trabajitos de mierda de todos los días; gente que, como en todas las ciudades de la república argentina (esa informe fantasía fascista sudamericana para ejercer la represión en cuatro climas diferentes) se dedicaba a pasar sus años viéndose morir en el espejo sin importarles la inmundicia de sus vidas resecas como ropa machada de pintura o húmedas como galletitas de un paquete que se olvidaron cerrar (qué más da, ambas cosas son igual de inmundas). Iba caminando por ahí, una madrugada en marzo: el marzo de un año pesado, un año repleto de suplicios para su cuerpo. La suela de su zapatilla se había roto y ahora cada vez que pisaba era como si se le clavara un alfiler en la planta del pie. Su rodilla percutía angustiada como una extraña gelatina con caries. Su talón estaba sangrando porque se lo raspaba con la zapatilla, y también cada pisada implicaba un ardor (pero ¿cómo iba a molestarlo ese pequeño ardor después de haber cenado ron y coca?) Durante esa caminata, larga porque era ya la madrugada y se volvía caminando del centro a su casa porque ya no pasaban micros, recordó algunos temas que había leído días atrás en una publicación de Mahāsī Sayādaw.

(Chris Barbalis)

Había leído que para los budistas tener un cuerpo es equivalente a tener una colección de dolores. A esto lo denominan dukkha, o sufrimiento. Es uno de los tres rasgos – junto a la impermanencia, o annica, y a la noción de la insustancialidad o inexistencia del alma individual, es decir, anatman – que definen la existencia de cualquier ser vivo. A través de la meditación sería posible alcanzar un grado de percepción de estas características. Con tan solo sentarse, tomar conciencia del movimiento rítmico de la respiración abdominal – arriba, abajo – y detectar cada vez que la mente se extravía en un jardín de recuerdos vívidos, o se desplaza a la calle o al rincón más preñado de historia en la infancia, o entabla conversación animada con un interlocutor imaginario; cada vez que la mete conduce de un extremo al otro, la respiración debe ser puesta de nuevo en el foco y, tomando conciencia, nada más que del “arriba, abajo”, observar como el cuerpo ofrece un propio movimiento, el cual no controlamos. Como los budistas observan que la mente estuvo acá, después allá y terminó por recrear conversaciones y escenas y que esos movimientos de la mente duraron un instante, quizás cinco o diez minutos, quizás media hora, pero sea como sea concluyeron dando lugar a otra cosa, a esto lo denominan impermanencia; en el flujo de la existencia nada permanece igual por más de un segundo – recordemos que para Borges, cuando Ireneo Funes identifica con su memoria absoluta al perro de las 14:14 mirado de perfil y al perro de las 11:15 mirado de de frente, sentía la urgencia de ponerles nombres diferentes, pues reconocía que constituían fenómenos totalmente aislados o, cuanto mucho, diferenciables. La calle que él pisaba aquella noche pronto daba lugar  a una calle diferente; de las plantas que veía en la vereda pasaba a ver diferentes plantas en veredas diferentes; este principio – la mutación ejercida forzadamente por la forma en que nuestra impresión del tiempo transforma de múltiples maneras a la realidad – no es más que una constatación de su condición ilusoria: vivimos un sueño social y colectivo del que la cultura hipermoderna de nuestros días, pensaba él, con sus zapatillitas nike y sus conjuntos de ropa deportiva, no es sino su manifestación más degradada y ridícula. Era través de la realización y la experimentación de annica que los budistas llegaban a la realización y a la experimentación de dukkha. Nada permanece igual de un segundo al otro. La existencia muda de piel y, con el paso de los años se transforma dejándonos varados de sentimientos y rutas sin explorar y amarguras de todo tipo. El cuerpo envejece, los dientes se debilitan, el rostro joven (¿qué rostro joven no es un rostro bello, más allá de cualquier objeción capacitista o estetizante que puedan oponer a esto?) da lugar al rostro anciano con patas de gallo y labios agrietados. La visión se torna miope, se desvanece la posibilidad de moverse siquiera sin sentir dolor articular. Que las cosas no permanezcan siempre iguales, diría Sayādaw, no está bueno. No nos alegra constatar este hecho, sino todo lo contrario: él es la causa de innumerables sufrimientos. Y por eso el budista sabe – cosa que él supo también aquella noche en que volvía a su casa después de trabajar todo el día y con el dolor de la rodilla, el de la planta del pie y el del talón conjuntamente clavados –  que tener un cuerpo es estar expuesto a la condición perecedera que se halla en el origen de dukkha, sufrimiento. Una colección, una constelación de dolores.

“Pero no soy yo el que sufre”, pensaba, “sino este cuerpo y esta mente con los que, por alguna razón, el dominio de los signos sobre el mundo, mi capacidad de lenguaje y abstracción, me identifico”. Anatman: no existe el ego individual, “yo” no existe. Pero creemos que es así porque nos identificamos con el dolor que padecen el cuerpo y la mente. Separarse de esa identificación es ver el mundo con los ojos de Brahman, la fuerza cósmica que representa la totalidad de lo que existe, es decir, un gran vacío, una nada eterna, un bache de la percepción que se experimenta cuando comprendemos que no controlamos los procesos autónomos de una mente y de un cuerpo y miramos sin juzgar y simplemente sintiendo, sin nada más que estar atentos al “arriba, abajo” del abdomen, la plantilla inerte que es la realidad a nuestro alrededor, la unidad de todas las cosas, como el revés de la media o de la red del mundo compartimentado y bombardeado por los signos.

La caminata, el dolor, la noche en un barrio y el pensamiento que se instala para evitar pensar en las calles plenas del silencio. La luna llena, llenísima. Un perro que lo miró y le ladró.

“Ningún chorro tuvo nunca el coraje como para matarme”, pensó de repente y en algún momento: “ninguno tuvo los huevos para apretar el gatillo”. ¿O él no les había dado razón suficiente para hacerlo? Porque suicidarse era imposible. No podía terminar la vida de esa manera, su vida daba para muchísimo más y el suicidio era una intentona torpe si realmente quería escapar del laberinto (Galta se lo recordaba día por medio). Suicidarse era imposible pero ya ni quería vivir. Soñaba con encontrarse, de noche, en cualquier lado, con su asesino.

 


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