A una semana de mi
vigesimotercer cumpleaños.
12 de noviembre, 2020
“Conocemos a las personas cuando por últimas veces las vemos”
Cancerbero, de la vida como una película, y
su tragedia, comedia y ficción.
"El camino del desarrollo humano comienza en la inocencia (paraíso,
infancia, etapa previa de irresponsabilidad). Le sigue el estado de culpa, de conocimiento
del bien y del mal, de las exigencias de la cultura, la moral, las religiones,
los ideales del hombre, todos cuantos pasan por esta etapa como individuos
serios y conscientes, desembocan inevitablemente en la desesperación, es decir,
en e convencimiento de que no existe una realización de la virtud, una obediencia
total, una sumisión completa, y de que la justicia y la bondad son inalcanzables.
Esta desesperación conduce, o bien a la perdición, o bien a un tercer reino del
espíritu, a la experiencia de un estado más allá de la moral y de la ley, a la gracia
y la liberación, a una especie más elevada de irresponsabilidad, o dicho en una palabra, a la fe. Cualquiera que sea la forma o expresión de esta fe, su
contenido es siempre el mismo: que debemos perseguir el bien en la medida de nuestras
fuerzas, pero que no somos responsables de la imperfección del mundo ni de la
nuestra propia, que no nos gobernamos a nosotros mismos, sino que somos
gobernados, y que hay un Dios, o por lo menos «algo» por encima de nuestro
conocimiento, a quien hemos de servir y en cuyas manos podemos abandonarnos."
Hermann Hesse, un poco de teología
Ya
no me importa escribir bien, ni escribir cosas coherentes o que sean
mínimamente interesantes como para decir, en algún momento, “de todo esto que
escribí en mis últimos años puedo llegar a editar un libro”. El objeto-fetiche “libro”
está devaluadísimo hoy en día. Me contento, por ahora, con expresar con el más
elevado sentido de la sinceridad posible, lo que me conmueve, lo que me
atraviesa, lo que me lastima, lo que me vuelve una persona sensible en el
entrecruzamiento biográfico e histórico de mi ser encarnado en una ciudad argentina
de la primera mitad del siglo XXI: coyuntura en donde vida y sociedad
confluyen, una imaginación concebida en los términos de la cultura colectiva,
de una lengua (la jerga rioplatense de la castellana), de una simbología “nacional”
compartida con mis congéneres por el hecho espantoso de haber recibido una
educación (es decir, un adoctrinamiento) en común en los ciclos de formación
primario y secundario y un estilo de pensar y de habitar la vida signados por
la catástrofe, por la irrupción inmediata de lo que denominamos una crisis.
Me
contento, entonces, con dejar por sentado lo que siento, y cómo lo que siento
es el fruto de un sentimiento de asombro frente al azar: el azar de haber
aparecido en un contexto cuyo pasado se vuelve cada vez más remoto. Dicho
asombro, ante la contemplación extasiada de las posibilidades abiertas frente al
mero hecho de existir y la observación, el tacto, la experiencia física, para
abreviar, de tener frente a mí este continente sudamericano con sus sabores y
colores, con sus paisajes de ensueño, con su pueblo jocundo, jaranero, amante
del alcohol y dado a la amistad; dicho asombro me puso en una encrucijada y me
determinó hasta tal punto que ahora, así como tengo la alegría tallada en la
frente, la alegría de tener con quien compartir un vino y un porro, la alegría
de bailar descalza en carnaval en noches de febrero al aire libre, tengo
también las cicatrices de innumerables caídas y también las cicatrices que me infrinjo
a mí misma al morderme y rasparme los dedos, cicatrices que son una
manifestación corporal de la angustia de vivir en una trama social que se
desangra, que no me ofrece ninguna expectativa en relación a mi futuro
individual pero tampoco, en relación a nuestro futuro colectivo como habitantes
de un país en el que lavarse las manos pareciera ser para sus gobernantes la
única estrategia política. ¿Pero en dónde no es así? ¿En dónde, por orden del
dinero, no se deja morir a la gente de hambre? La normalidad que asumimos como
el único orden posible de la vida es, aún en su camuflaje, un infierno de
felonía, un contrato social enfermizo pactado a fuerza de pastillas.
Yo
no quiero decir nada más, por ahora, de lo que ya dije: después de todo, ¿no será
que siempre estoy repitiéndome? ¿No será que todas mis páginas de quejas y
amargura son, al final, una única y redundante página? Para qué existo, me pregunto,
y mis ojos se pierden extasiados contemplando un edificio demasiado alto, un
conjunto de nubes, una palmera solitaria sobre un cielo atardecido. Para qué
existo, quiero saber, y entre tanto recuerdo la sensación esa tan enigmática
que se siente cuando deseas a un hombre y ese hombre te desea, no hablaron
todavía acerca de eso pero ya se siente en el cuarto y entonces más fácil que
hablar es chapar y todavía recuerdo, y no comprendo, por qué es tan lindo
chaparse a un hombre.
“La vida pasa mientras mueres”, como canta el mc chileno. “El tic tac no se detiene”.
¡Quién pudiera, después de todo, comprender, en ese punto en que se cuestiona
el camino recorrido, en que evalúa el pasado y no encuentra nada bueno, que,
sin embargo, no cambiaríamos nada, en absoluto nada, de la persona que llegamos
a ser en el presente! Los errores parecieran constituirnos, pero depuramos
cuanto hubo de perverso en ellos y preferimos observar el aprendizaje, el
inevitable aprendizaje que nos quedó. “¿Quién puntúa tu accionar?”. ¡Quién
puntúa, quién evalúa tu accionar! En fin: ¿Qué más nos queda, no, sino asumir
que somos una ruptura, una gran grieta, que somos contradicciones parlantes,
que no podemos tomar decisiones sanas y que el ímpetu por agilizar nuestra
autodestrucción siempre es más placentero? Pienso en noches que dormí mirando
las estrellas, en medio del monte. Pienso en noches de las que no me acuerdo
porque estaba borracha (entonces, ¿qué pienso al pensar en esas noches? ¿Una
neblina, una sucesión de ráfagas etílicas?). Quisiera desaparecer pero,
lamentablemente, no se puede antes de tiempo.
Sí
se puede, qué estoy diciendo. Hace un par de día me enteré del suicidio de un
amigo. Pude escribir de esto en mis cuadernos pero, por alguna razón, dejé de
ser “sincera” en mis cuadernos (en cambio, cuando escribo “a máquina”, sobre el
procesador de texto, mis ideas fluyen con pedazos de vísceras pegoteados a
ella, y pareciera que siempre estoy diciendo la verdad, aunque también esto es
un engaño) (no se puede decir la verdad a través de las palabras). Me enteré
del suicidio de un amigo y yo pensé: “por qué, no, no puede ser”. Pero yo misma
soy apologista del suicidio: mi única convicción política es que para
solucionar nuestros problemas yendo a la raíz de lo que los origina, necesitamos,
como humanidad, pactar un encuentro global sincrónico para el suicidio en masa.
Entonces, la humanidad acabaría con su autoexterminación: ¡y sería tan poético,
y a la vez, tan noble! Reconocer que la humanidad, como proyecto, perdió su
rumbo hace cinco siglos, que ya no sabemos qué hacer, que nos matamos a como dé
lugar, que solo nos queda pensar en dinero, que en algunos lugares del mundo
recogen cadáveres en camiones, que al inmigrante lo miramos raro, que al viejo
lo escuchamos sin prestarle atención, que no recordamos nuestros sueños, que vendemos
la imagen de nuestro cuerpo en redes digitales, que mercantilizamos el amor,
que del erotismo hicimos pornografía (no quiero sonar anticuada con todas estas
convicciones, son, solamente, lo que más pena me genera de no haber nacido hace
tres mil años para poder sentir mi cuerpo hiperestesiado en una orgía verdadera).
El suicidio masivo como acción política es, por supuesto, una ilusión absurda
de mi cabeza deprimida. Pensar, entonces, que se suicidó un amigo y, ¿qué me
queda por decir? ¿qué más puedo decir, al respecto, que no sea, te admiro,
respeto tu decisión, comprendo que sufrías, y ese sufrimiento del que me
hablaste la última vez que te vi era tan real, aunque yo te pregunté si me
podía reír de lo que me contabas, porque soy una puta vanidosa y realmente me
parecían ridículos tus problemas mentales, y vos me dijiste que sí, y te reíste
conmigo aquella tarde caminando por la placita de tres y quinientos veintiocho
después de que unos milicos nos echaran de la rambla de treinta y dos por comer
chocotorta de una misma cuchara siendo el año de la peste? ¡Te reíste conmigo
de tu esquizofrenia no diagnosticada! Y me contaste, las tres horas siguientes,
en mi pieza, mientras oscurecía, cómo te obsesionaste con el chongo, que te dio
a probar pepas, que cuando llegabas a su casa le pedías que te armara un porro,
que estabas celoso, que te hacía sentir inseguro porque te decía que se la
chupabas mal pero, sobre todo, porque veías forros tirados en su pieza y vos no
podías aceptar que cogiera con otres que no fueran vos. Le limpiabas la casa
mientras él se iba a trabajar. Era la única persona a la que veías por fuera de
tu familia. Pero él se cansó y te pidió que te consiguieras una vida, que no
podía ser que todo lo que hacías girara en torno a él. Y te expliqué, entonces,
que por más que te doliera, él tenía razón. Tenías que sentirte bien con vos
mismo primero. Tenías que valorarte a vos primero. Vos tenías que ser el eje de
tu propia vida, y no un loco cualquiera que te compartía su droga y te hacía
sentir placer. Cuando fumabas te visualizabas como otras personas, me habías
contado más temprano, y en ocasiones, como un mueble, como una silla (y es por
esto que te había preguntado si me podía reír de lo que vos me presentabas como
“los descubrimientos” que el porro había llevado a tu conciencia). Te pregunté
qué relacionabas con una silla y me dijiste que sentías que vos estabas ahí
como si él no te registrara, como si fuera parte del decorado de la habitación.
O al menos así comprendí que te sentías. Pero vos lo buscabas, y lo necesitabas
para sentirte bien. Le pedías que te dijera que te amaba. Pero esas cosas no se
piden. Le insistías y no podías pensar en otra cosa: necesitabas que él te
diera esa seguridad, que no te abandonara. Después de diez minutos, o incluso
más, insistiendo, él tuvo que conciliar: te dijo que te amaba. ¿Y eso para qué?
Unas horas después vos te estabas riendo, me contaste, mientras te cogía. Y que
durante los últimos cinco meses, cinco meses en los que fue a la única persona
que viste, te había hecho sentir un placer que hacía años nadie te había hecho
sentir, un placer nuevo, un placer diferente. ¿Cómo llegaste a obsesionarte de
esa forma? Al final te pidió que consiguieras un trabajo, que tu vida no girara
en torno a él (que eso, además, ya le había pasado con otra persona en el pasado).
Y yo volví a explicarte: no podías dejar que otra persona fuera tu bienestar. Y
te acompañé caminando de nuevo hasta tu barrio, cruzando el arroyo de El Gato
que divide a Ringuelet por la mitad. Te saludé y quedamos en que nos íbamos a
ver con más frecuencia. Pero entonces, una semana más tarde, te envíe un mensaje
que nunca te llegó…
Pero
tampoco puedo, de nuevo, estigmatizar el suicidio porque me sigue pareciendo
una opción igual de válida (por más que, como me dijeron, genere dolor en tus
personas queridas). Puede que a veces no tomemos la decisión más acertada, o la
decisión que mejor le hace a les demás. Y aún así, es la decisión que queríamos
tomar, es la decisión que más se ajustaba a eso que al principio nombré como “sentido
de la sinceridad”. ¿Qué más nos queda hacer? Me puede doler que vos te hayas
matado, me puede doler considerar que tu sufrimiento de hoy sería, en el plazo
de unos años, objeto de risa para vos mismo. Pero evidentemente, te sobrepasó y
no lo pudiste soportar. Dediqué una hora de silencio en tu memoria, enterré una
flor de tu color favorito en una maceta (como vivo en departamento no pude
enterrarla en un patio) e incluso prendí una vela. Todo eso me parece más vano
y absurdo ritual, puro compromiso conmigo misma, con mi necesidad de aliviar la
culpa de no haberte escrito uno o dos días antes, a principios de julio, antes
de que eligieras exterminarte; al escribir estas líneas, en cambio, siento que
es sinceridad lo que me mueve, siento que es más real que todo lo demás que
estuve pensando y diciendo sobre vos en los últimos seis días. Siento, a la
vez, que estoy en condiciones de respetar tu suicidio, de no pensar que fue una
mala alternativa (¿hay alternativas buenas? ¿por qué una es siempre considerada
peor en relación a las demás, si la vida en sí misma es una mierda?), de no
sentir remordimientos porque no dimensioné lo mal que estabas. Pero es así: la
persona que se reía de sí misma aquella tarde que nos juntamos a comer
chocotorta, que me mostraba su capacidad por ironizar sobre lo que estaba viviendo,
en ningún momento manifestó la intención de matarse…
“lo juro por los que no soportaron
todo el peso de la vida,
jodida pero siempre hay salida
no hay peor tormento
que tu mente atormentándote
los malos pensamientos
ya estan masticándote
a veces es momento de soltarte
1 minuto de mas y te fuiste
si captaste mi mensaje no es pa que estés triste”
(CkLIFA,
psicótico).
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