Reflexiones a
partir de un pasaje de La insoportable
levedad del ser, de Milan Kundera (17 -23 de julio, 2020).
Fotografìas de la primavera de Praga (1968). |
Dice así: “en
el extranjero comprobó que la transformación de la música en ruido es un
proceso planetario, mediante el cual la humanidad entra en la fase de la
fealdad total; el carácter total de la fealdad se manifestó en primer término
como omnipresente fealdad acústica; coches, motos, guitarras eléctricas,
taladros, altavoces, sirenas. La omnipresencia de la fealdad visual llegaría
pronto”.
Y lo interpreto
(o más bien dicho, lo siento) de la siguiente forma: es verdad lo que dice.
Pero tampoco hace falta ser tan reaccionario.
Ya a lo mejor
llego a comprenderlo en el paradigma político – que transmuta los efectos de su
percepción y de su sensibilidad estética en términos políticos y que lo conducen a juzgar a la edad moderna exclusivamente por sus crímenes y horrores, dejando de lado sus potencias en cuanto la
democratización, para grandes sectores de la población mundial, de un bienestar
que antes era reservado para las élites y minorías dirigentes de la sociedad –
de un autor de novelas nacido en Europa del Este el año 1929. Sabemos que su
infancia y su juventud estuvieron atravesadas por la debacle de todo cuanto
sostenía un mínimo carácter de cordura en una región que pronto se vería
inmersa en la devastación de los ejércitos invasores y en la tergiversación de
la razón humana por medio de los campos de exterminio.
Del artista checo Vladimir Boutnik. |
Yo misma,
nacida en 1997, llegué a sentir esta misma sensación de que el mundo social se
va poniendo progresivamente más feo. Que la arquitectura de la edificios que se
construyen ahora es desagradable, por ejemplo, y en esto hasta llegaría a darle
la razón al autor checo. Llegué a escribir un cuento al respecto cuando tenía
quince o dieciséis años: el relato consistía en que dos amigos describían, a la
salida del colegio, mientas caminaba de vuelta a sus casas, en un barrio que
era el mío y en una noche de invierno – porque yo misma, su autora, salía del
colegio a las seis de la tarde y en julio a esa hora ya era de noche – el
efecto cómico y a la vez espantoso que les generaba ver una casa, de esas que
se construyeron en todos los barrios del Gran La Plata durante las décadas del
2000 y del 2010, casa que literalmente era un rectángulo o un cubo, una figura
geométrica de paredes opacas. Por eso, pienso ahora, cómo Kundera
profetizaba en su novela de 1984, la omnipresencia de la fealdad llegaría
pronto y yo, ya para ese momento de mi vida, aún sin haberlo leído, era como
una anciana en cuerpo adolescente capaz de aseverar: “la omnipresencia de la
fealdad es ahora”. Las casas cuadradas, sin originalidad, demostraban la
aséptica manifestación de los valores de una sociedad muerta para el tacto del
arte e incapaz de acoger en sus miembros la percepción de lo que yo estimaba
bello. Era la documentación visual de un período desastroso de la vida: la expansión global de los capitales financieros y los modelos de la familia burguesa del siglo XXI. Y del modelo de vivienda planificado para estas familias, es decir, de su arquitectura, derivaba una totalidad social horrenda: ¿cómo iban a tener, estos humanos hipermodernos, buen gusto para la música, me preguntaba, si aceptaban vivir en esas casas que
parecían laboratorios?
El problema es
el siguiente: ¿por qué yo misma, a esa edad, tenía la necesidad de ser
reaccionaria como un novelista del este de Europa nacido siete décadas antes
que yo? ¿Por qué compartía las opiniones de las generaciones pasadas? ¿Por qué
temía a lo novedoso y por qué lo nuevo me parecía horrible?
Había algo que
latía en mí desde pequeña, y muchísimo antes de que me considerase disidente
desde lo sexual y mi identidad de género, desde el plano más propio en el que
iba a vivir en contra de la cultura impuesta y la moral hegemónica de la
Argentina del primer tercio del siglo XXI, esa Argentina que encarnaba a medias
los valores de una sociedad que se pretendía laica pero en la que vastos
sectores de su población aun se reivindicaban católicos, aunque fuera no más
que una careta o una asunción hipócrita de compromiso contra la mutación de los
valores y de las expectativas a que nos atenemos en la vida. ¿Y qué era lo que ya
latía en mí a los catorce años y que me incitaba a dejarme largo el pelo? Un
principio de inconformismo que, si bien, por culpa de la represión a la que me
vi sometida desde pequeña, no llegó entonces a desbordar como rebeldía
explícita, llega a aflorar como rebeldía retardada en este mi presente
biográfico – mi presente histórico
– de los 22 años, en que empecé a comentarles
a mis amigues que yo no soy más un chico, que soy una chica, pero que eso
tampoco me define y me congela, porque la razón de mi transición no es
amoldarme en la quietud del extremo, sino a permanecer en la tensión de la fuga
de aquello mismo que la sociedad y sus expectativas esperan de nosotres: la
definición exacta, la palabra para definirnos, capturarnos y hacernos creer que
nuestro destino es interpretar el rol al que nos sujeta uno u otro de los ejes
del binario del género (y de esto escribiré también más adelante, en otro
posteo, analizando otro fragmento de la novela de Milan Kundera que es
relevante para cubrir este aspecto de lo que estoy viviendo, y de aquello
contra lo que, dolorosamente, por fin ahora me estoy rebelando). Romper, en fin,
con la gran cárcel de la razón en asuntos sexuales y afectivos, que es la
estructura binaria de la construcción moderna y europea (y decir occidental
para designar a lo que tuvo su origen en la Europa de los siglos que designamos
modernos es un error, y argumentaré más adelante porque debemos dejar de
cometerlo) del género.
Cuando me vi
sometida a ella – desde el punto cero en que nací y me empezaron a tratar de
varón – no sabía los efectos desastrosos
que esa estructura iba a ejercer para mí y mis personas queridas. Pero a los 15
años mi inconformismo no supo ser rebeldía. ¿Y en qué factores recayó el pesó
de esa estulticia mía de entonces? ¿Por qué fui un adolescente tan manso e
ingenuo – un adolescente tan varón, en tanto hay de acomodaticio y de privilegios
a los que no se quiere renunciar siendo uno un varón? ¿Qué me estaba
reprimiendo? ¿Qué privilegios no afrontaba cuestionar? Mi inconformismo se
volvió reaccionario, fue la puesta en claro, mezquina, falaz, de que lo que
estaba mal no era el sistema y la dominación consensuada por medio de la cual
no podía imaginarme algo mejor que el sistema en el que vivía torturada, de no
ser una única cosa: la idealización de su
pasado. Porque convengamos que en eso consiste el reaccionarismo: es, de a
ratos, casi indisoluble del romanticismo.
Era la degradación del sistema en el presente en que me tocó vivirlo (y no su
constitución estructural, su endémica violencia), su corrupción en el plazo del
tiempo y, por consiguiente, esa pauperización estética (visual, sonora, etc.)
de la que escribía Milan Kundera al explicar por medio de uno de sus personajes
sus propias ideas.
Al hablar del
poeta T. S. Eliot, Octavio paz señala que “ante los desastres de la modernidad
el conservador y el rebelde comparten la misma angustia”. ¡Pero yo, a los 15
años, con toda mi apatía y mi soberbia, era un conservador por adelantado!
Ahora, después de haber vivido en carne propia las crueldades de esta máquina
de generar violencia que es la dominación capitalista, me comprendo a mí misma
– primero que nada, como un hombre que ha renunciado a su masculinidad y se
piensa como una mujer no binaria, en femenino, aunque sin dejarse definir por
un punto extremo del binario del género o por el otro de forma excluyente – como
una rebelde que reniega de la modernidad en términos dialécticos – y no nostálgicos,
amañados en la inútil ensoñación de la vuelta al pasado-que-fue-mejor –. ¿Y por
qué digo que reniego de la modernidad en términos dialécticos? Porque en la
contradicción de las dinámicas que constituyen este presente están dadas las
condiciones para el descubrimiento colectivo de una alternativa superadora, que
dará lugar a nuevas experiencias de vida en un futuro que no será ni mejor ni
peor que el momento que atravesamos ahora, pero sí, fundamentalmente distinto.
¿Por qué recaer
en la apesadumbrada constatación de que todo es ahora más feo, más
desagradable, si lo verdadero es que también hay cosas de la modernidad que nos
son favorables, que debemos valorar en su justa medida? Porque la realidad es
un conjunto de contradicciones y la intelección de la totalidad se escapa a la
descripción unívoca de una línea evolutiva que indique la fealdad del presente
ante la belleza del pasado. Pensar así es desconocer el tiempo histórico en su
expresión más compleja: que los desastres ocasionados por la propagación
parasitaria de esto que nombramos como modernidad no excluye que al día de hoy,
en sociedades ya irreparablemente modernas, que son modernas, hipermodernas (en
mi opinión hablar de posmodernidad es equívoco, ya transcribiré en formato
digital las páginas en que argumento esta afirmación) tengamos motivos de
celebración, causas por las que luchar y motivos para seguir resistiendo y
construyendo alternativas a partir de lo que ya está dado y no tiene vuelta
atrás. Porque en reconocer las injusticias se inaugura el campo, impensable
para las mentes que defienden la reacción conservadora y romántica, de una
experiencia de vivir gozando de lo que en su pensamiento censuran (la edad
moderna en la magnitud del horror que supuso, sin el contrapeso de las
victorias y los derechos conquistados en ella). Y comprender que lo que tenemos
y conquistamos es motivo de alegría (de “liviandad” en términos de la poética
de Milan Kundera), de baile, de música y poemas nuevos, de compromiso incluso,
resignifica el vacío existencial al que por medio de ideologías confusas nos
someten; en suma, a la resistencia y a la reconexión con lo diferente, con lo
marginado, con lo prohibido como un emblema de lucha, por una alternativa
diferencial de futuro, un futuro en el que más personas puedan expresarse
libremente y en el cual cada vez sean más las que se hallen en condiciones de
alcanzar sus metas y de proyectar su potencial humano.
Ante esto, en mi opinión, el neoliberalismo es conservador y retrógrado, y no busca sino perimir derechos y defender privilegios de apellido y de clase. Un peligro al que nos enfrentamos al evaluar la epistemología social que implica la ideología del capitalismo tardío de finales del siglo XX y principios del XXI consiste en la convicción de que no existen alternativas. Pero las alternativas no existen porque estas no fueron enunciadas aun. Hay una potencia de cambio en las condiciones globales del sistema capitalista neoliberal. Pero esa potencia esta deprimida por la confusión y la difusión de diagnósticos erróneos con respecto a las dificultades que el modelo en cuestión enfrenta. Un diagnóstico errado es creer que el futuro sólo puede ser más horrible de lo que actualmente es. Y que el presente, de por sí, es ya el más horrible posible. No vivimos tiempos alegres. No vivimos tiempos pacíficos. La norma es la violencia y el acostumbramiento moral a la violencia la nueva norma hipermoderna. Pero: cabe recordar que la violencia a la que nos enfrentamos es reflejo de una historia cuya base es la expropiación, la colonización, la vulneración de poblaciones enteras y la masacre silenciada y cuyo recuerdo se borró y no se reivindica en la enseñanza impartida en las escuelas. ¿Por qué no lo decimos? ¿Por qué pretendemos desdibujar la realidad histórica? El punto es afirmar que los horrores de la edad moderna son constitutivos, son un factor interno, fundamental, de su formación. ¿Cómo superarlos, si no es asumiendo y reconociendo ese fundamento básico de la modernidad? Conciencia colectiva y memoria militante. El pasado no fue mejor que el presente. Fue distinto. Y en cara al futuro, la dominación no dejará de existir. Cambiaran sus formas, mutaran sus métodos. Y en el curso de los cambios cada generación impone un giro crítico. Pero, desgraciadamente, toda generación está compuesta tanto por rebeldes y por jóvenes prematuramente conservadores (y recuerden: yo, antes de transicionar, antes de tener conciencia de todas estas cosas, fui uno de esos ancianos en cuerpo joven). Y, de igual manera, desgraciadamente, siempre son más les conservadores que les genuinamente rebeldes.