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/ 8 de febrero de 2021.
Miraba,
sentada en la cama y desde la ventana del cuarto, un jardín iluminado por la
luz meridiana. Era tan dulce esa visión: la menta, arrimando febrero, comenzaba
a florecer sus pompones violáceos frecuentados por avispas; una flor roja había
llegado, quién sabe cuándo, a florecer al lado de la pileta, junto a los
helechos; pájaros y chicharras chilliban y la
atmósfera veraniega era tan suave que se podía respirar el aroma característico
de aquel barrio periurbano de la ciudad de La Plata, Gonnet, un aroma que era
todavía una reminiscencia del descampado que existía a no más de seis cuadras
de donde vivía, descampado enorme que separaba la urbanización de la autopista
La Plata-Buenos Aires, un aroma a fresnos, a cardos, a jazmines, palmeras,
pinos, a multitud de plantas combinadas y, por sí mismo, anestesiante, capaz de
embriagarla, a ella que había crecido ahí, en esa casa de dos pisos con jardín
y una pileta al fondo, de nostalgia.
¿Por
qué había vuelto a acostarse en aquella cama del cuarto de la planta baja de
aquella casa enorme, ahora habitada únicamente por su padre, por qué había
tenido que recurrir a dormir en ese lugar que la maravillaba de recuerdos pero
que, a la vez, la destruía por recuperar en ella las raíces de una vida
abundante pero solitaria, una vida en que la educaron sin brindarle las
herramientas precisas para enunciar y hacerse cargo de sus deseos? ¡Una vida
sin extremos! Una vida de libros, una vida de televisión y videojuegos. Ahí había
crecido. ¡Dura prueba tener que volver a pisar esas estancias, ver, bajo la luz
que entraba por la ventana, la danza de los ácaros entre las telas de araña y
sentir, al mediodía, ese aroma a barrio de jardines amplios y caserones
arruinados, de clima húmedo y templado, enfáticamente bonaerense, palmeras y
pinos entremezclados al costado de unas vías del tren!
Eran
razones de fuerza mayor las que la retenían ante la vista de ese jardín que
fuera el de su infancia. Se había lastimado, quizás no de gravedad pero sí muy
dolorosamente, la rodilla de su pierna derecha. En menos de un minuto afrontó
la fragilidad de los cuerpos en la expresión que más la preocupaba:
discapacitarse y perder la autonomía de sus funciones vitales. El primero de
febrero a las dos de la madrugada se había resbalado con aceite y se le había
torcido la rótula –le pasaba seguido desde pequeña (el médico le había dicho
que no tenía masa muscular en el cuádriceps y que su rodilla era hiperlaxa), y
siempre le generaba un gran dolor pero después la rodilla se ajustaba en su
lugar. Esta vez, en cambio, al resbalarse se la golpeó re duro contra el piso y
desde entonces sólo conoció el sufrimiento. Pensaba, por instantes, que era una
exagerada: ¿acaso no había mutilades de guerra que perdían, por culpa de la
explosión de una mina, una de sus extremidades? Luego, en la guardia del
hospital Rossi, lloriqueó cuando el médico quiso tocarle la rodilla, pidiéndole
que haga la prueba de levantar la pierna para examinar si los tendones no se
habían cortado. ¡Lloriqueó por una luxación o esguince en la rodilla, habiendo
quienes experimentaban el dolor de ver sus huesos triturados o sus cuerpos
atravesados por vidrios y escombros! Pero, por eso mismo, el dolor que sintió
aquella noche del primero de febrero la retrotrajo a un mundo primario y
desguarnecido, un mundo de tormentos inextinguibles, un mundo en el que ella
acaso terminaba sus días siendo una discapacitada, incapaz de moverse por
cuenta propia. Ahora, escribiendo estas páginas, se daba cuenta del grado de su
exageración. Pero no por eso su dolor había sido menos real. Se había puesto
hielo en la rodilla e intentó ignorarlo por unos cuantos minutos. Entonces
sintió la necesidad de ir al baño. Y, torpemente arrastrando la pierna,
intentando moverla lo menos posible, impulsándose con sus brazos en las mesas,
sillas y paredes, llegó al baño y
descubrió que sentarse a mear iba a ser imposible porque ni siquiera podía
flexionar la rodilla. Y lo que sentía al intentar hacerlo se sentía mal,
espantoso, innominable. Como si hubiera granitos de hueso dispersos flotando en
un caldo de sangre: así sentía su rodilla. Le bajó la presión y experimentó que
la muerte era próxima y que todos los cuerpos eran vulnerables, vulnerables en
un grado extremo, visualizó los esqueletos debajo de la piel y vio que los
esqueletos eran poco más que cristal, imaginó que cualquier cantidad de
traumatismos absurdos podían sucederles en cualquier momento y en cualquier
lugar, a cualquier hora y (como le había sucedido a ella) en menos de un
segundo, sintió miedo al pensar: “nunca más voy a poder salir a trabajar a la
calle”. ¿Y si eso que entonces le había pasado le pasaba de noche, en medio de
la calle, sin nadie a su alrededor? ¿Y si no estaba su amiga con ella para
acompañarla al otro día a la guardia? Casi tuvo un ataque de pánico en el baño,
pero supo controlarse. Luego se arrastró al sillón de vuelta e, intentando
alcanzar un vaso de agua que estaba sobre la mesa, lo volcó y derramó su
contenido entero sobre la notebook. ¡Una notebook salía más de cincuenta mil
pesos! Por un instante se preocupó más por la condición de posibilidad de su
conexión a internet – esa adicción que consumía la totalidad de su vida – que
por su lesión.
Se
quedó en la cama. Apenas pudo dormir aquella noche. Tanto dolor sentía. Por la
mañana (en ningún momento había dejado de llover) se enganchó con un libro de
Gioconda Belli en el que narra memorias de su vida, en especial, su activismo
clandestino para el FSLN. Se emocionó con casi cada una de las páginas de aquel
libro, llorando, dejando brotar una mezcla de estrés y de sensibilidad
acumulada a partir del miedo y la sensación de muerte que la inundaran desde el
momento en que casi se partió al medio la rodilla. En ningún momento había
dejado de dolerle, aun sin moverla en lo más mínimo. Pero se trataba más bien
de un dolor en potencia: hacer un mal
movimiento, flexionar siquiera los tendones y, entonces, volver a sufrir,
sufrir como nunca había sufrido hasta ese momento. Cada movimiento debía ser
calculado. Salir de la cama le demandaba minutos. Ir al baño significaba la
posibilidad de un nuevo golpe: ¡y entonces sí que perdería la razón!
Su amiga se despertó unas horas después y le alcanzó un plato con polenta y salsa. La comida la reconfortó y le resultó sabrosa a pesar de ser lo mismo que había cenado hacía unas horas. Comió lentamente postergando el momento de bajar las escaleras y de ir al hospital. En un vano esfuerzo de ponerle humor a la situación, se sacó tres fotos usando una visera y con la capucha puesta poniendo, arriba de la visera, un tigrecito de peluche. Salieron al pasillo y estuvieron como diez minutos pensando en la manera adecuada de bajar escalón por escalón. Pensaron ir a buscar un almohadón y usarlo como un trineo. Hubiera sido un desastre. Se acostó en el pasillo pensando que sería mejor bajar sentada. Fue peor: después no sabía cómo levantarse. Finalmente lo logró. Con miedo tanteó cada escalón. Arrastrando la pierna con la rodilla manca, sintiendo punzadas, un rompecabezas de huesos diminutos fracturados flotando en el caldo de sangre que ahí se había formado. El vecino de la planta baja la miró impresionado. Y ella misma se sorprendía de su propia resistencia. Su amiga llamó un remis (no lo habían llamado antes porque no sabían cuánto tiempo les demandaría el tramo entre el departamento y la calle). Lo esperaron bajo la lluvia y durante el viaje cada movimiento del coche repercutía en su pierna penosamente doblada para encajar en el espacio mínimo entre el asiento de atrás y el delantero. En la esquina de treinta y dos y ciento diecisiete unos pibitos pasaban de pedir plata a les conductores a tirarle piedras a un camión. Y el remisero dijo algo al respecto entre resignado y furioso pero a ella, por lo menos, le sacaron una sonrisa.
8
de febrero.
Una semana sin usar la rodilla.
No
comprendo casi nada de cuanto me sucede en esta vida. A veces, porque sí,
porque se puede, porque es gratis, quiero llorar. Pero llorar no me sirve de
nada. Comprendo que la educación sentimental que recibí, siendo socializada
como un varoncito y en situaciones de soledad intervenidas por la acaparamiento
de la vida por parte de las técnicas digitales (nací en 1997: llegué a conocer
el encanto del mundo analógico, por supuesto, pero gran parte de mi existencia
es impensable sin un soporte técnico a través del cual evado mi realidad
adentrándome en una realidad computarizada, una realidad virtual, que es esta
en la que ahora logro expresarme, dar cuenta de mi convalecencia y archivar,
sin necesitar acumular cuadernos, que ya tengo más de veinte y no sé qué concha
hacer con ellos, la historia de mi triste y solitaria vida) comprendo, sí, que
la educación que recibí obtura, las más de las veces, en mi personalidad, la
capacidad del llanto. Pero esta semana no fue el caso. Primero, el lunes
pasado, en el hospital, mientras esperaba que me hicieran unas radiografías, en
el pasillo del primer piso, sentada en una silla de ruedas y con mi amiga al
lado. Gimoteé enchastrando el tapabocas de lágrima y moco. ¡Sentía tanta
desesperación en aquel instante! Y los días siguientes, el miércoles, al ver un
especialista de rodillas, que me informó, después de ver una radiografía más
específica, que hay una astilla de hueso que no sabemos bien cómo va a evolucionar
en las siguientes semanas. Mi papá me dijo que no pasa nada, que no llore. Y lo
cierto es que hice un escándalo frente al médico. No dejé que me tocara. Cuando
empezó a toquetearme la rodilla yo, temiendo que me ocasionara ese dolor
indescriptible (pero con el que, desde que dejé de tomar ibuprofeno porque no
me parece lo ideal pasar anestesiada tanto tiempo, convivo todas las mañanas)
le dije, de mala manera: “por qué me tocas si te dije que no lo hicieras”.
Entonces me pidió que flexionara la rodilla. Lo conseguí. Pero al instante le
dije que no quería, que se sentía raro (y en mi mente, ahí dentro, algo se
sentía horrible, algo andaba mal). Me informó: “vas a tener que empezar a
moverla porque si no te va a quedar la pierna dura”. Un cuarto de hora después
el diagnóstico cambió, al revelar la radiografía ese posible cachito de hueso
infiltrado en el medio, interviniendo en la recuperación de mi articulación
inflamada. Fue en ese momento que me largué, desconsolada, a llorar. En mi
mente el veredicto era difícil de asumir: “vas a quedar manca de una pierna, de
por vida”. Exageraciones, por supuesto, cosas que solo una persona como yo, en
circunstancias adversas, imaginaría. ¡Pero qué horrible era escuchar, para mis
adentros, una voz lo suficientemente horrorizada como para informarme, de
antemano, que nunca más volvería a saltar, que nunca más volvería a ejercitarme
ni hacer esos ejercicios de elongación conciente que me aliviaban de todos los
dolores y me prometían un envejecimiento saludable para mis articulaciones!
Ahora, como resultaba que yo era hiperlaxa, haber hecho, durante un año entero,
yoga todos los días parecía haberme jugado la contra. ¡Demasiada elongación,
pero muy poco músculo! El médico me miraba la rodilla sana, la de la izquierda.
Y sí: era una montañita que, con sólo acariciarla, se movía de un lado al otro
debajo de la piel. Faltaba musculatura en mis cuádriceps. En consecuencia, las
articulaciones sufrían. ¡Y eso que me pasó entonces podía pasarme en el futuro!
¡Y si seguía pasándome cada vez sería peor! Mi viejo me decía que no pasaba
nada, que no llore. Yo, indignada, le respondí: “qué te importa a vos si lloro
o no lloro”. A esta altura, el médico, que debía considerar que yo estaba
histérica y que era una boluda, hablaba con mi viejo sobre el futuro de mi
salud, ignorándome. Había que hacer una resonancia magnética. Sí, y una
ecografía de la rodilla. Pero había una situación de conflicto con la obra
social y no estaban dando las órdenes. Al día de hoy todavía no sé cuando voy a
poder hacerme esos estudios.
Pero
ya no estoy en la casa de mi viejo: tal vez fue una mala idea volver al
monoambiente tan temprano, pero necesitaba sentirme autónoma. No podía soportar
que me trajeran la comida a la cama. Cuento con una férula alquilada: a las
ocho de la noche me la calzo y comienzo, con la rodilla bien sujeta (¡imagino
que me tropiezo o me caigo y que vuelvo a sufrir como una perra, como aquella
noche del primero de febrero que casi ni dormí!), a cocinarme. Hoy cociné garbanzos
en una cacerola y en una olla símil essen
cociné arroz integral (el chino de la esquina de tres y quinientos veinte lo
vende sorprendentemente barato, pero eso es porque acá a una cuadra queda el
mercado central de La Plata) con cebolla, choclo y un poco de zapallo. Y en un
plato aparte corte pepino y rallé una zanahoria, cosa de terminar comiendo un
poco de todo a modo de ensalada y sabiendo que como era bastante tendría el
almuerzo de mañana ya preparado. Estuve una hora parada con la férula,
cocinando, y llegué a lavar los platos y todo pero para entonces ya me sentía
exhausta. La rodilla me pedía reposo. Se supone que mientras más esfuerzo haga
más tiempo me va a costar esta recuperación. ¡Pero necesito cocinarme mi propia
comida! ¡Necesito lavarme los platos! Y estar en este lugar en el que el orden
de las cosas es el que yo dispongo, y nada me trae recuerdos nostálgicos de ver
un jardín que fue el de mi infancia. Basta ya de eso: no lo soportaba. Una
semana mirando ese jardín estuve. Pero ahora de vuelta la vista era la vista de
esta temprana adultez que venía piloteando a mi manera, por supuesto, con
muchísima ayuda de mi papá y de mi mamá pero, también, de mis amistades y,
sobre todo, logrando un cierto grado de autonomía en mis asuntos: en mis
estudios, en mis trabajos, por más informales que estos fueran (¡y ya quisiera
yo tener un trabajo formal, aunque, de todas formas, lo hubiera perdido después
de quedar temporalmente discapacitada!). Ahora la vista que disfruto es la de
la avenida más importante de este municipio: la quinientos veinte, que conecta la
ruta con el mercado central, que es la espina dorsal que conecta a Tolosa con
Abasto pasando por San Carlos y por Romero. Veo pasar el tren desde acá. Y
escucho cantidad de autos, micros y camiones, un tráfico incesante de
automotores que solo a esta hora empieza a detenerse. Recién el ramal 65 de la
línea oeste frenó en la esquina. El
aroma que entra por la ventana es distinto al aroma que hay en Gonnet. Acá
siento que estoy en control de mi existencia. Acá veo un eje y un orden, una
plataforma que, sí, lo sé, es un privilegio de clase (¿cuánta cantidad de
requisitos absurdos piden las inmobiliarias para permitir que un inquilino
firme un contrato?¿cuánta plata piden a cambio de ese trámite? Sea lo que sea,
nunca dejan de ser mecanismos de exclusión social, aunque sus dueños lo
argumenten y justifiquen a su favor) desde la cual proyectar mi vida. Necesito
sentirme tranquila. Necesito pensar en soledad, en silencio, como ahora, a
estas horas, como en este instante. Y escucho pasar el tren. Y veo pasar los
bondis.
La última
vez que me puse a escribir en motivo autobiográfico hablé sobre lo importante del
rol que en mis últimos años vino a cumplir la danza. Bailar, bailar de
cualquier forma (agitando los brazos, revoleando las piernas), para expresar,
para expresarme, para liberarme de la sutil prisión de los pensamientos. ¡Y se
trataba de algo que yo creía que no podía hacer! Pero ahora, con el paso del
tiempo, se volvió algo que hago por instinto, con la naturalidad de lo que me
hace bien, y me recupera de mis tristezas y me saca del ensimismamiento
depresivo al que la cultura capitalista moderna me condujo. Y es algo que hago,
no voy a decir profesionalmente y con virtuosismo, porque realmente no sé
bailar como bailan les bailarines que aprendieron con un maestro pasos de baile
y etc.; pero ¡bailaba tan lindo! ¡bailaba con tanta alegría! Y por hacerlo
alegremente, tan bien, tan enérgicamente, mucho mejor de lo que yo jamás me
hubiera imaginado que se podía bailar siquiera. Entonces esta advertencia de mi
rodilla viene a significarme muchísimas cosas de las que me tengo que
sobreponer y hacerme cargo. Porque quiero seguir bailando. Porque bailar es una
de las poquísimas cosas que, al día de hoy, me mantiene en la vida y me otorga
placer. ¡Bailar horas, sin pensar en el cansancio siquiera! Para seguir
bailando tengo que asegurarme de una recuperación completa. Y pensar, entre
tanto, en este misterio enorme que es el cuerpo en el que aparecí y tomé
conciencia de la realidad que lo circunda, este cuerpo que soy y que poseo,
¡pero es que nunca lo voy a terminar de entender, si yo soy mi cuerpo o si yo
poseo un cuerpo! ¡Y es tan confusa esta diferenciación!
Yo soy mi
cuerpo, quiero creer. Y mi mente, sin contradicción. Ambas cosas, pero ni una
ni la otra, sino la síntesis de ambas en una identidad moldeada por un
contexto, por un pedazo de historia y por una geografía en donde aparecí y tomé
conciencia de la realidad entera. Mi rodilla cumple una función prioritaria en
el esquema de mis asuntos vitales. Mi rodilla me permite desplazarme con
comodidad por la ciudad, que es el único medio en el que puedo sentirme cómoda
y cumplir mis deseos: mi deseo de seguir bailando, mi deseo de comprender cuál
es el pasado que nos precede como para haber llegado a este desastre cuyo nombre es “el siglo XXI”. Si me estanco, si pierdo recursos, si no me recupero de
esto…¡entonces sí que me habría dejado vencer por las circunstancias! Y,
realmente, no vale la pena: vengo diciendo por acá que tengo oportunidades
(oportunidades que se derivan de la familia de la que provengo). Teniendo esas
oportunidades, que muchísimas personas no, sería una estupidez de mi parte
dejarme arruinar por la depresión, o por mil cosas que yo me sé de mí misma y
que no me da el coraje para escribirlas. Las decisiones que debo tomar son
decisiones, no voy a decir urgentes, pero si necesarias. Y esas decisiones me
guían por un camino que es el de mi independencia. Habiendo experimentado por
una semana lo que significa depender de otra persona para cumplir las más
mínimas funciones del organismo (alimentarse): ¿no debe sentir respeto por
cuidar de mi salud, aunque eso implique el esfuerzo de ejercitar la musculatura
de mis cuádriceps para que nunca más vuelva a correrse de su lugar mi rótula? Parece
ser que con el yoga no alcanza. Y sí, no existe la independencia total,
absoluta; el individualismo extremo es una trampa a la que ya me vi tentada.
Siempre estamos en contacto con una pequeña comunidad de personitas que
comprenden quiénes somos, y que comparten el bienestar que nos produce alcanzar
nuestras metas. Si renunciamos de la reciprocidad renunciamos a la asistencia
que requeriríamos en caso de vernos en las malas, en las situaciones horribles
que podamos enfrentar. Dicen que una salud frágil eleva nuestra capacidad de
escuchar la vida: ¡y es cierto, es mucho más que valedera esa afirmación! Ahora
que conozco en mayor profundidad cuáles son los límites de la mía tengo que
perseverar por conquistar (recordemos la noción del complejo de inferioridad
pergeñada por Alfred Adler) esa función que ahora mismo se ve disminuida. Y
acaso ese sea el sentido de esta dolencia: prevenirme, ahora que soy joven, que
tengo veintitrés años y me puedo recuperar con facilidad, para que esto no me
agarre desprevenida más adelante, en una etapa posterior en la que me sienta
más cansada y este cargada con responsabilidades más acuciantes…