Nuevamente: sobre la contención y el
potencial en mi vida.
“Como desperdicias tu 24/7 camarada
antes que hacer esa gilada mejor no hacer nada”.
Linyeras Cru, Jugador distinto.
"Del baile había aprendido ya tanto que me parecía posible
concurrir a la fiesta..."
Hermann Hesse, El lobo estepario (1927) 2016, ediciones Boske Negro, p. 127.
I
Retomo
acá algunas ideas que expresé sucintamente en una entrada de este blog que data
de octubre del año pasado, año fatídico sin lugar a dudas, pero también fructífero,
en tanto y en cuanto me descubrí en las fronteras de mi vida expuesta a la
desolación que la tristeza había regado en mí y, desde esas fronteras, supe
armar un camino nuevo y una exploración por fuera de ellas; lugar de riesgo,
había dicho, lugar desde el que salía de una posición acaso insincera para
llegar a descubrir cosas nuevas en todo lo que miraba con la mirada perdida o
vaciada y automatizada, para llegar a asombrarme de la realidad como nunca
antes lo había hecho, siendo ahora una persona más atenta a su propia deriva
inconsciente, a sus miedos, a la distancia que media entre sus deseos y la
represión cultural a través de la que la sociedad los moldea y los anula.
Fronteras, recorridos más allá de sus muros, percepción ampliada de la realidad.
Contenida en mi neurosis yo veía a las personas ser felices, pero me aseguraba
que yo nunca sería feliz. La solución a todo esto, verán, fue dejar de creer
que la felicidad realmente existe. Pero las cosas siempre fueron, y siempre van
a ser, mucho más complejas. ¿Me van a dejar explicarles lo que siento? Aunque,
¿es posible explicar de forma valedera lo que siento?
En
aquellas reflexiones de octubre del año pasado, entonces, de lo que se trataba
era de comentar lo que me suscitaba ver a personas seguras de sí mismas,
personas que, en teoría (y recordemos esto: sólo en teoría) se contraponen a
mí. Porque al observarme a mí misma y al ver como me muerdo las uñas de las
manos y me arranco las uñas de los dedos de los pies usando, de forma percusiva
y contracturante, las uñas de los dedos de mis manos, asumiendo en el sillón
posturas dignas de una enferma mental, personas de una persona enferma; ver,
por tanto a personas seguras de sí mismas, es decir, personas que no se mordían
ni se lastimaban los pies, sentía por ellas una velada admiración que era
expresada bajo el signo del asco y del odio. Yo odio, créanme, odio a las
personas sanas, odio a las personas que no se autolaceran, odio profundamente,
y lo odio todo, sin lugar a dudas: por eso mi neurosis avanza o retrocede según
el momento de mi vida en que me encuentre. Si trabajo y me va bien en el
trabajo, ganando plata haciendo lo que me gusta, retrocede: no pienso “estás
mal, te vas a morir de soledad, te vas a matar de tanta angustia indescifrable;
no valés, sos una basura, sos inmunda y, escuchame bien…eso que hacés todos los
días, cuando en el cuarto que habitás te masticas las uñas y, no sólo eso,
también haces con los dedos un instrumento ideal para roer lentamente las uñas
de tus pies, que ya casi ni existen y a lo mejor estén hongueadas; eso que
hacés todos los días, lo sabrás perfectamente, es una cochinada, es un acto de
conmiseración de vos para vos misma, autocompadeciéndote para no salir de ese
pantano de los sentimientos tóxicos, de los pensamientos que, como estos, te
dicen que no podés, te ponen un límite que es una barrera fraguada en la mente,
que es la forma en la que te contenés de ser quien realmente sos”. El resto de
los días, sin embargo, sí que pienso así. Soy una persona, en efecto, que
considera con negatividad el paso del tiempo, que considera con negatividad
envejecer, y que con negatividad vive la
época más sanguinaria de la historia humana (la modernidad nos traumatizó tanto
que incluso conocemos a personas que salen a defender ese modelo impuesto y
colonial de administrar los asuntos humanos en este territorio golpeado por
siglos de violencia).
Podríamos
pasarnos horas hablando de mi psicología. Porque mi psicología es una mierda.
Así como digo y escribo estas cosas tengo en la mente una idea que es como una
batería que repercute ansiedad y tristeza hora a hora y día tras día. No hay
momento en el que significativamente no piense en matarme. El problema es que
yo no puedo simplemente ir y matarme. Porque reconozco qué clase de personas
son capaces de hacerlo y yo no soy de esas. La vida consiste en prepararse, a
la manera estoica, para la muerte, para una buena muerte, una muerte digna.
Pero en el medio de todo esto el dinero es intermediario cruel y, si digo que
yo puedo prepararme para la muerte de forma pacífica y envejecer con más o
menos cierto nivel de seguridad de que no voy a dejarme arruinar ni las
articulaciones (la flexibilidad de mis huesos y músculos me preocupa
obsesivamente) ni mi mente (mi memoria y
mi capacidad de concentración me preocupan obsesivamente), es porque yo vengo
de un contexto social específico, vengo de una familia trabajadora pero con un
cierto capital social y cultural que le permitió decirse a sí misma: “esta
familia de ordenados trabajadores reprimidos sexuales no es una familia de
trabajadores como las demás, como el resto, como la mayoría; es, en cambio, una
familia de bien, una familia de un barrio bonito con jardines decorados y
piletas; es, en suma, una familia que no se mezcla con la chusma, ni se
identifica con el pueblo, sino con quienes se encargan de explotarlo (aunque
esta misma familia caiga dentro del registro de aquellas que son vilmente
explotadas por el capital)”. Ser marica no es de por sí agencia suficiente como
para creerse en los costados y en los márgenes de la sociedad heterosexual; ya
un poeta, crecido en un barrio, en la periferia de la periferia del Gran Buenos
Aires, nos recordaba en su obra y en el testimonio de toda su vida que ha
quedado grabado y escrito para la posteridad, lo que implica pensar, en sus
consecuencias fundamentales, la problemática de la clase social; y es que no es
lo mismo, decía él, crecer y ser marica en la villa que ser un hijo de
profesionales en Palermo o Villa Urquiza. Y yo, que no crecí ni en una familia
tan cheta ni en barrios tan característicamente medio pelo, sin embargo, veo en
mi cuerpo y en mi búsqueda existencial una herida que es la causa de mis males,
y esa herida es ser hija alienada de trabajadores alienados que se consideraban
a sí mismos desde una visión excéntrica al trabajo: porque sí, el trabajo era
una regla fundamental en mi hogar, una consigna que le daba forma a la vida
cotidiana y, aún así, yo no pensaba realmente que en algún momento debía
trabajar en mi vida, y no comprendía aquello que constituye la dura realidad
del dinero, tener que mantener a mi organismo en condiciones saludables e
higiénicas y alimentándome todos los días con la miseria que es un salario en
la Argentina del peso devaluado; yo no me veía a mí misma como una trabajadora,
me hacían la comida, iba a la escuela vestida con un uniforme gris y blanco, no
tenía que pensar en verme bien, vivía para leer y para tocar el piano, no
quería saber nada con ese mundo externo (externo a las seis cuadras del barrio en
el que me crie, las cuadras que caminaba de lunes a viernes para ir de mi casa
hasta la escuela y de la escuela hasta mi casa, porque fuera de esos límites,
el mundo, para mí, se terminaba o no era real, o era un mundo indigno, un mundo
degradado, un mundo de trabajadores que me asustaban, porque esos trabajadores
no eran buenos docentes estatales como mi papá y mi mamá, sino tal vez
albañiles, o enfermeras; un mundo que no conocía y del que, ya lo dije, nada
quería saber). Como no me veía a mi misma como una trabajadora, entonces, me
veía como una persona que acaso podía vivir sin trabajar. Pero como eso no
existe, tuve que enfrentarme en distintas etapas de mi vida con la dura
realidad que constituye el dinero y la esclavitud a la que estamos condenades en
estas sociedad modernas y horrendas, llenas de muerte y, también, acompañando a
la muerte, tomándola casi de la mano, de esos placeres inauditos que se
descubren al traspasar la pubertad y al enterarnos, como dice el poema, de que
esta tierra es intermitentemente infierno y paraíso; porque, al menos, aunque
vivamos para trabajar (al contrario de lo que pasaba antes, cuando el flujo del
capital no gobernaba al mundo y a la civilización humana, ya que se trabajaba
lo suficiente para vivir y con eso alcanzaba para celebrar con la comunidad; la
comunidad, dicho sea de paso, es el
significante que engloba el significado de todo lo con el capitalismo perdimos
irremediable, de toda la mierda que parasitariamente Europa no deja de irradiar
al resto del mundo desde más o menos el siglo XV en adelante) sí que existen
instancias de un placer tan loco, tan descontrolado, tan salvaje de tomar vino
mirando las estrellas y bailando y con los dientes y la boca estirados en la
posición de una sonrisa ciega; un placer que se devora a sí mismo y que,
precipitándonos hacia la experiencia de la muerte pura (el perder la conciencia,
el tener que afrontar la resaca y la extinción progresiva de las funciones
corporales, el sexo y el alcoholismo combinados, la mirada que mira sin analizar
y el pensamiento que piensa solamente sonidos e imágenes, el dormir
profundamente y sin soñar y a la mañana siguiente, el dolor de cabeza durante
horas) nos eleva de la condición cultural que nos recluye a las celdas que la
razón exige para ser funcionales y rígidos engranajes (engranajes de una
sociedad hecha bosta por las dinámicas que son las que también van a
precipitar, y no dentro de mucho, su propia destrucción) y nos devuelve al
registro animal del que salimos cada vez que nos hablan del pecado originario,
del morder el fruto del árbol del conocimiento del bien y el mal (que es el
fruto del deseo, ni más ni menos, el fruto que te ofrecen con una mordida por
los labios de otra persona), del cuerpo-pecado, de la carne-envilecimiento del
espíritu, de la sangre de la que no podemos hacernos cargo, el registro animal
de los placeres puros, de la ausencia de cualquier tipo de culpa, vesanía,
perder la cabeza por los encantos de un culo o de una cerveza, ser libres del
pensamiento que castiga, que castiga con navajas que son palabras y recuerdos,
que castiga, que no hace otra cosa que no sea demoler la integridad humana que
se perdió en el momento mismo en que la conciencia argumentó en contra de la
libertad y la jaula social nos captura y nos dice: “vas a ser esto”, “te
propongo el encierro y la vergüenza pública en caso de que no me hagas caso”,
“la condición de tu bienestar es tu esclavitud consensuada”. Gente,
compréndanme: soy peligrosa y tengo ideas peligrosas. El peligro de mis ideas
consiste en estar profundamente cansada, y en ser insensible a la perversidad
moral que la cultura propone como modales y reglas de conducta; el peligro en
mi existencia se presupone en el deseo de ir más allá de los límites y del
encierro, en necesitar trabajar (pero no poder permitirme el lujo de ser
esclavizada y, por lo tanto, buscar trabajar por mi cuenta, activar esos
billetes sin que nadie me diga qué carajo hacer, ni me impongan un horario,
aunque probablemente ya voy a llegar al momento de querer tener mi obra social
y mi sueldo fijo a cada fin de mes) para poder superar mis miedos e
inseguridades. Sólo trabajando (y más si hago que ese trabajo sea desde una
posición placentera y autónoma, a partir de un oficio como el arte callejero,
que consta de una profesionalización informal y constante en un ámbito en el
que debo hacerme fuerte día a día pues yo hasta los diecinueve años, por lo
menos, le tenía mucho miedo y, sí, valga la redundancia: estoy hablando de la
calle) puedo llegar a ese ideal de yo misma que anhelo, que es, ¿o no es más
que evidente? dejar de morderme las uñas de las manos, dejar de atacarme las
uñas de los pies.
¿Quieren
que seamos más íntimos? ¿Les interesan los secretos de los que yo no debería
dejar nada por escrito sino ir y hablarlos con una mujer, mi terapeuta, a la
que por decirle lo que acá escribo le tengo que dar plata que prefiero mil
veces gastar en comprar porro? Muy bien, pero develar los secretos de la psique
humana no es una vocación de por sí consoladora; hay mucho esfuerzo en descifrar
aquellos signos de aquel lenguaje que la mente nos propone; la propia
inteligencia humana es débil cuando el inconsciente la traiciona y supe de
algunas personas más de lo que ellas querían dar a conocer por la forma
específica en que contaban lo que sea que contaban y las palabras y las
expresiones con que me demostraban su deriva sin ellas darse cuenta; ¡yo misma
fui, en momentos ya innumerables, en muchísimas ocasiones, un libro abierto al
exponer mis intenciones y mis terrores inconscientes frente a personas que,
descubriendo en mí a un ser errado, un ser incongruente, un ser frustrado y
reprimido, utilizaron tanto material candente para burlarse de mí y
ridiculizarme! En el fondo no hay forma de escapar a lo que en nuestro interior
(¿pero qué es esto de un interior sino una forma distinta de hablar del ser o
del alma?) se impulsa y se advierte; no hay forma de evadir la correspondencia
entre nuestro instinto y nuestras ganas y la realidad que queremos construir y hacia
la que nos movemos en la vida. Y si digo que no hay forma para evadirlo es
porque veo, constantemente a quienes lo evaden al evadirse a si mismes, y esas personas
tienen la semilla del suicidio en su interior, la insatisfacción es lo único
que florece en sus genitales, el miedo las corroe y transmuta sus órganos a
través de odiosas enfermedades, tienen muchas cosas de las que sentirse
orgullosas pero no pueden decirse bajo ningún término: “estoy reprimiendo mis
impulsos” o “estoy dejando de lado, una vez más, y así hasta morir, mi pasión”.
¡Siguen viviendo sus vidas vaciadas de sentido como si el dolor que implica
verdaderamente estar al tanto de los sentimientos no fuera más terrible que el
insoportable y perpetuo dolor de vivir sin un por qué, de vivir y morirse
vomitando basura y consumiendo sin poder parar de consumir para llenar el vacío
que solo puede ser solucionado entregándonos en cuerpo y en alma, o mente o
espíritu o interioridad a él, sumergiéndonos en la nada, apagando la mente,
como cada vez que nos vamos a dormir y entonces, cinco segundos antes de caer
en el sueño profundo los pensamientos se deforman y se vuelve imposible
seguirles el rastro! ¡Siguen viviendo sus vidas de mierda sin quererlo admitir!
Pero yo le aseguro a quién sea que este leyendo esto: admitir que somos basura,
admitir que somos una mierda, admitir que no podemos nada y que nos queremos
matar es mucho más satisfactorio que ir por la vida mendigando atención y
deseando ser alguien. Servir para algo no sirve de nada. Mucho más fácil es
verse vencido y desde la derrota, desde esa atalaya ideal para contemplar
nuestro pasado y planear nuestro porvenir que es el fracaso, comprender quiénes
somos realmente, y seguir las huellas que habían quedado sepultadas, y seguir
por la senda que habíamos abandonado al abandonar la infancia, la senda que
nunca debíamos haber dejado. Y así en un esfuerzo demencial para recuperar la
demencia, en un abrazo íntimo con la locura que nos arrastra a los callejones
más desprolijos de nuestros hábitos maníacos, todo con tal de morir profunda y
dulcemente, de morir de una vez por todas y no ser ya más llamades por ningún
nombre y no poseer nada, volviendo a ser un único objeto interminable, la
realidad, lo real, la unidad de todo cuanto existe.
Pero
no es mi intención plantear una metafísica del desprendimiento; no es tampoco
mi voluntad la de convencer a quien me lea de cuestiones que no pueden ser
comunicadas por medio del lenguaje. “Para qué hablar de lo que no hay que
hablar”. El aprendizaje que obtuve durante estos años fue un descubrimiento
sutil de las verdades que estaban al alcance de mi conciencia, aquellas a las
que debía prestar oído sin sistematizar ni elaborar bajo ningún término
académico. Entre el pensamiento y la acción parecía haber una brecha
insalvable: sólo actuando demostramos la realidad de lo que somos; pensar,
hablar, escribir, todos estos actos imponen un camuflaje, exteriorizan ideas
que no importa lo noble y lo bello que suenen porque pueden ser mentiras y
ficciones. ¡Para qué hablar de lo que no hay que hablar! ¿Pero de qué se puede
hablar? ¿Qué se puede comunicar realmente? Esa pregunta también me tortura,
porque yo cada vez que me siento a redactar páginas digitales como esta me
pregunto cuál es la forma más adecuada para darles a entender, sinceramente,
que a mí todo lo que alguna vez me importó ya dejó de importarme (y entre
tantas cosas que antes me importaban y que ahora descarto de mis proyecciones
vitales se encuentra la escritura como un arma meramente estética, la escritura
como un modo de desplegar conocimiento y elevadas construcciones poéticas que
repercuten en la sensibilidad de las minorías hiperescolarizadas de nuestra
sociedad periférica, la escritura como arte y la idea del arte en sí misma; la
escritura, al día de hoy, me importa sólo como medio sucedáneo de la terapia
que no me puedo pagar porque no tengo un salario que me lo permita y, por lo
tanto, como medio para interpretar todo lo que me vino pasando desde que me
hice adulta y me sumergí en ese laberinto de la cultura del que ya nadie me va
a sacar, salvo esa muerte que les digo que tanto ansío, pero que no me puedo
administrar voluntariamente porque de lo que se trata la vida es de una
preparación estoica, repito, para alcanzar una muerte digna) y como casi todo
ya dejó de importarme y, en cierta medida, me volví cínica, pesimista, incapaz
de participar en cualquier actividad colectiva que se proponga cambiar el mundo
porque sospecho que el mundo ya no tiene retorno y que lo que se viene haciendo
en él desde hace ya generaciones es irreversible, como todo ya me da por el
culo y solo quiero poder sentirme tranquila y profesionalizarme informalmente
para sentirme segura e incluso llegar a ser, en algún momento, si es que puedo,
si es que no es demasiada ilusión, autónoma trabajando de lo que me gusta; como
todas las batallas ya las perdimos y lo único que se puede es resistir con lo
puesto, como ya no se cree en la redención a la manera tolkiana (fue Tolkien un
demiurgo soñador que salvó a su tierra media de las garras capitalistas e
industriales de Mordor por medio de la magia y de la voluntad heroica
individual de un par de hobbits) lo que creo es que por medio de estas
relecturas de mí misma y de mis pensamientos puedo llegar a generar es un
testimonio que valga por todo lo que yo atravesé en este ambiente hostil y
paupérrimo en el que me tuve que hacer fuerte en el transcurso de mi vida, vida
que es, en cierta forma, una lucha del ego y del ser por perseverar a la muerte
y a las ideaciones suicidas, una batalla constante por sobrevivir y no dejarse
estancar por las pulsiones que nos indican la pasividad y que nos capturan y
nos vuelven engranajes, humanidad pelada, humanidad que no lee ni escribe ni
escucha siquiera, humanidad en descomposición física, humanidad sin energías y
sin rastros de rituales, ni ceremonias, ni sacrificios, ni hechicería. Y, desde
ese testimonio, apuntar (vanamente, lo sé) a inmortalizarme. Y al ser inmortal
a través de estas páginas, apuntar, a la vez, a las generaciones futuras (si es
que las hay, porque al paso que vamos nada va a quedar, absolutamente nada que
no sea ruinas y escombros). ¡Fuentes del pasado para les historiadores del
futuro! ¡Vestigio literario de una mente fisurada por el alcohol! Esto soy yo,
esto me manifiesta, esto me representa, a través de estos signos puedo hacerme
escuchar en el tiempo, estas páginas huecas no lo serán si en algún momento
alguien las encuentra y temblando de miedo al terminar de leerlas se dice: “era
así, entonces, vivir la decadencia de la modernidad y sus grandes proyectos
ilustrados; era así, entonces, sufrir por la esclavitud escondida en la
supuesta libertad de los contratos laborales en el capitalismo; y así, también,
ver el agua de los ríos contaminadas por las plantas de hidrocarburos y las
industrias químicas y sus desechos”.
II
Pero
íbamos a hablar de mí, y lo único que hice fue irme por las ramas.
Yo,
hasta los diecinueve años, no podía, no sabía, no me salía, bajo ningún
concepto, en ninguna situación, sin importar cualquier estímulo o incentivo,
bailar. ¡Bailar! Algo tan básico, tan sencillo, tan fundamental…Pero yo, y no
crean que estoy exagerando: yo no podía bailar. Tratábase esto de un
impedimento mental, evidentemente, porque yo no podía bailar porque mi cuerpo
no fuera apto; de hecho, mi cuerpo era joven y adolescente y tenía, en aquellos
años, muchísima energía, energía que no podía descargar de ninguna forma acaso,
porque vivía reprimida pensándome en celdas abstractas que se encargaban de
vaciarme y de encajonarme en recurrentes estados depresivos: pensarme como un
“hombre”, pensarme como un “poeta”, como un “artista”, etc.
¡Y
yo no podía bailar! Recuerdo, ahora, el relato que Hermann Hesse dejó a la
posteridad en su novela sobre el lobo
estepario, un personaje con el que fácilmente podría identificarme (pero
esto debe sonar demasiado estereotipado y, para decir las cosas claras, yo no
me parezco hoy en día en casi nada a Harry Haller) y que, llegado al filo de
sus cincuenta años nunca había bailado, y odiaba la existencia y se odiaba a sí
mismo probablemente también. Entonces conoce a una muchacha que repercute
seriamente en su vida porque restituye para él el plano del goce más fácil de
obtener: el goce de bailar, y ser feliz durante toda una noche bailando. El año
pasado escribí un breve resumen de las ideas que suscitó en mi la lectura de
esta novela y ahora, releyéndolo, me encuentro lo siguiente: “El aprendizaje de
y sobre la vida que Armanda enseña a Harry es un aprendizaje cuya búsqueda es
restituirle a su existencia un campo para él desde un principio perdido,
clausurado: el del goce. Bailar es manifestar el goce de la existencia a través
de la expresión corporal más neta, más acendrada…. El cuerpo, y su potencia en
dinamismo, sus capacidades a la hora de moverse, de ejercitar la flexibilidad,
de vibrar y acompasarse ante la magnificencia de los sonidos que oye, el cuerpo
entraña en sí y en su propia figura, en su disposición misma para el baile, una
cantidad de goce enorme, que muchos angustiados individuos, a la manera de
Harry Haller, no llegan nunca a conocer, o lo hacen tardíamente, o por medio de
algún intermediario (Armanda: esa intermediaria ideada a la manera del ánima
jungiana, la feminidad reprimida en el inconsciente colectivo de los llamados
"varones", según diría el mago tarotista de Zurich [referencia a Carl
G. Jung])…”
¡Entonces
sí que tenía algo en común, por lo pronto, con Harry Haller! Pero eso es ya
cosa del pasado. A los diecinueve años yo no podía bailar: me quedaba
paralizada. Atónita al ver a las demás personas disfrutando de la música. El
siguiente párrafo expresa a la perfección lo que yo sentía en aquel entonces: “mi
cuerpo se quedaba en silencio, mi mente se achicharraba en un infierno de
transmisiones vacuas. No me permitía saltar, ni agitar los brazos siquiera. Era
una pena impuesta por un tribunal que, a modo de coro negativo, habitaba en el
interior de mi consciencia, retrayendo mis actividades a un punto muerto de
asfixia social en el cual no podía vibrar alegremente como el resto de la
comparsa de individuos alcoholizados. Me veía sólo, y al verlos a todos los
demás, me representaba la secuencia del baile como algo estúpido, como algo que
sólo los estúpidos podrían desear para sus vidas. (Posteriormente ese
sentimiento se transformaría dejando de lado la indignación ante la estupidez
para darle lugar a una tristeza inmensa ante la magnitud del goce observado y
la imposibilidad del mío propio). Llevando a cabo el ritual de la danza, se
convertían en borregos, en una inescrupulosa masa de morales bajas y entrega a
la predisposición del sexo que se advertía en la insinuación misma del
movimiento, de las ropas y los adornos según la ocasión, de toda la parafernalia
que se anunciaba detrás de una música vaciada de contenido, y con la ayuda, eso
sí, de muchas sustancias inopinables, de las que nada quería saber, yo, hace
unos cinco años”. ¡Les juro que esa era yo! ¡Así de infeliz era! Y hoy, que no
sé si soy más o menos feliz (porque descarté por completo la noción de que la
felicidad exista realmente) sin embargo, sólo puedo decir algo de mi vida, sólo
puedo enunciar una única verdad en mis deseos: que quiero bailar, bailar sin
parar, bailar tomando o sobria, bailar de cualquier forma, a cualquier hora y
sobre el ritmo y las melodías de cualquier música. Pienso, también, en otra
novela, una novela mucho más interesante que la de Hermann Hesse, escrita por
un escritor colombiano que se mató a los veinticinco años, Andrés Caicedo, y
que, justamente, se titula qué viva la
música, en honor a un tema de uno de los fundadores de la salsa, Ray
Barreto. Ahí se narra la historia de una chica bien de Cali que, después de
conocer la droga y los ambientes de rock psicodélico de fines de los sesenta,
llega a una rumba donde se baila salsa y se pasa tres días enteros en una orgía
de baile, sexo y alcohol, termina sus días desclasada y dedicándose a la
prostitución, después de haber conocido a un malandro que asaltaba a los
turistas que buscaban hongos por el monte; y ese es su gran consejo de vida,
expresado así: “es preferible bajar, desclasarse; alcanzar el término de una
carrera que no conoció el esplendor, la anónima decadencia”. Y yo, que ahora no
encuentro alternativas laborales y que trabajo a cambio de propina en los
semáforos de esta ciudad tocando la quena, me hallo identificada en lo esencial
con ese consejo. Y todo viene de la mano, conectadísimo, con la música y las
subliminales verdades que la música te revela. Y por eso digo, como cantaba Ray
Barreto, y con gran orgullo: ¡Que viva la música! ¡Que viva la música criolla!
Y la música sin nacionalidad alguna, también. Tan solamente: ¡Que viva la
música, toda la música, cualquier clase de música!
Todo
esto me lleva a considerar las ideas de un psicoanalista, Alfred Adler, quien
fuera, junto a Jung, uno de los primeros en distanciarse de la ortodoxia
freudiana a finales de la década de 1900. Hoy en día se valora a Adler como el
introductor del concepto de complejo de inferioridad en psicología. En su libro
sobre Freud y los postfreudianos
(edición en español de 1963) el psicoanalista británico J. A. C. Brown reseña
cómo Adler se interesó en los fundamentos biológicos de las teorías de Freud
pues era objeto particular de su atención “la capacidad del cuerpo para
compensar el daño orgánico”, es decir,
cómo la capacidad de compensación de las funciones de un órgano dañado
supone o puede ser considerada “como un intento del organismo por superar su
defecto”. Este tipo de fenómenos observados en el plano fisiológico fueron el
modelo que posibilitó a Adler teorizar, en la psicología, reacciones
compensatorias similares frente a la inferioridad de ciertas funciones.
Demóstenes, el orador de la Atenas del siglo IV a. c. supone un caso paradigmático:
Plutarco nos cuenta de él que de pequeño tartamudeaba. ¡Un niño tartamudo
llegar a convertirse en un experto en el uso de la lengua, en un hombre capaz
de disertar brillantemente frente a multitudes! Por tanto, “era la inferioridad
de dichas funciones la que estimulaba al individuo para superar su defecto
hasta un grado tan elevado que la función que fuera inferior se convertiría en
una superior” (p. 51). Al separarse de Freud (quien, como suele ser comentado
con frecuencia, enfatizaba la sexualidad como clave para la comprensión de la
vida anímica de las personas) Adler utilizó la noción de complejo de
inferioridad como cifra explicativa de la vida mental. Así, su tesis básica se
resumía en que “ser un ser humano supone la posesión de un sentimiento de
inferioridad que constantemente ejerce presión hacia su propia conquista” (p.
52).
Teniendo
esto en mente me parece evidente que hubo en mi vida una conquista visible de
esa función, bailar, que hoy me es tan importante. Y no solo eso: también, una
conquista de mi capacidad de expresión, una búsqueda por expresar mi voluntad y
mi deseo en espacios en los cuales yo me sentía totalmente intimidada.
Pero
como siempre digo: todo esto recién empieza. Y todavía hay una larga cola de
miedos y represiones, propias de mi psicología dañada y hecha trizas por la
violencia que es intrínseca a esta forma cultural moderna de la existencia
humana, que debo trabajar…