8 de dicembre, 2020.
Me
pregunto qué recuerdos de hoy van a quedarse y cuáles van a evaporarse. Me
pregunto, una vez más, por la memoria. Algunos, como el siguiente, son, lamentablemente, indelebles.
Ayer
volvía a casa caminando por la avenida 520 pasada la meadianoche. Una cuadra
antes de llegar giro la cabeza y veo a dos wachines en bicicleta. Seguí
caminando y en la esquina uno de ellos se adelanta, frena en frente de mí y me
empuja con su cuerpo. Entonces comprendo que me van a robar: veo como me apunta
con un caño. Mientras le doy la mochila, al costado, frena el otro pibe y,
mirando al que sostiene el arma a los ojos, le entrego también la billetera. No
miro el arma: sólo busqué su mirada. ¿Es imprudente mirar a un chorro a los
ojos? Pero me encontré a mi misma en el reflejo de aquella persona que me
amenazaba. Me imaginé, al llegar a casa, que en ese momento exacto de nuestras
vidas nos cruzamos y que lo que protagonizó nuestro encuentro fue un acto
extorsivo, una amenaza de muerte o de herida de bala a cambio de seiscientos
pesos, un celular y una mochila rota. Me imaginé, secretamente, que mi vida era
la contracara de la suya, y que en esa polaridad yo ya había vivido su vida o
que en algún momento iría a vivirla. Entonces se repetiría ese encuentro pero
desde la perspectiva contraria: todo lo que él no supo de mí (cosas, después de
todo, intrascendentes, ¿qué interés puede tener un chorro con respecto a los
asuntos de aquelles a quien roba? De hecho, mientras menos sepa mejor, porque
así más fácil se hace su tarea) se complementaría con todo lo que yo no sé de
él, empezando por su nombre y sus orígenes. Porque el entrecruce de nuestras
existencias fue un pantallazo casual, un breve mirar por la ventana de una
realidad ajena, a partir del cual él se aprovecho de mi insensata caminata
nocturna y, sacando provecho de mi bienestar material, de todo aquello que yo
poseo porque tuve muchísimas posibilidades que él no, asumió la posibilidad y
la oportunidad de despojarme y de cubrir así, con plata fácil, alguna de sus
carencias (y aunque eso sea a través de la droga, pero esto a mí ya me resulta
ignoto porque lo que yo sé de él es absolutamente nulo y, por lo tanto, solo
puedo imaginar en qué va a ir a parar esa plata a través de hipótesis
fundamentadas en mis prejuicios).
Vuelvo
a pensar en el momento en que respondí a un impulso primario y despojado de
cualquier clase de miedos. Vuelvo a pensar en los dos o tres segundos en que
busqué su mirada y, traspasando el primer plano visual del fierro apuntando
hacia mi rostro, fui al fondo de un par de pupilas que me urgían por debajo de
un piruso. Jamás voy a comprender la subjetividad de quien en una calle
desolada te increpa con palabras cargadas de bronca para que le entregues lo
que sea que llevas puesto. Entre el universo cultural de pretensiones y
abundancia en el que me crié y la marginalidad de la cultura oficial que él y
su compañero seguramente atravesaron desde que por primera vez una mirada
blanca los identificara como negros cabeza y de ahí en adelante los
estigmatizara por nada más que la apariencia de sus caras existe un abismo. Y
ese abismo es tan desolador, tan infranqueable que intentar siquiera tender un
puente me resulta hoy en día una ingenuidad. Sin embargo, en dos o tres
segundos de contacto visual yo vi lo que hay más allá de mis seguridades
económicas y de mi buena o mala fe ideológica: vi, en el portador de un arma
que aseguraba dispararme en caso de que se me ocurriera oponer resistencia, a
un adolescente educado a base de gritos y golpizas, menospreciado por las
instituciones educativas del estado, quizás semianalfabeto. Vi a una persona
enteramente arrojada a un margen del cual a mí me hablaban siempre a través de
libros y películas, pero cuyos rigores nunca tuve que enfrentar con la
integridad de mi cuerpo y de mi mente. Supe, por lo tanto, que enojarme era más
que imposible: era absurdo. ¿Enojarme con quién, contra qué, por qué motivo? Si
se trata de perder lo que en mi tiempo de trabajo costaría reponer lo que en
ese instante me fue arrebatado: ¿Cuánto tardaría? ¿Dos semanas, un mes? En
cambio, a ellos dos: ¿Quién les devolvería lo que nunca tuvieron? ¿Quién les
iba a plantear una alternativa? ¿De qué forma obtendrían tanto dinero en tan
poco tiempo? (Literalmente, menos de un minuto en una actividad riesgosa, pero
fructífera).
Venía
esa noche de bailar en la vereda de diagonal 76, donde queda un bar llamado
Pura Vida. Mi prima cumplía dos años como DJ y lo festejó con todas las
personas que desde un primer momento bancaron su iniciativa y la acompañamos en
cualquier clase de eventos e instancias laborales. Habíamos fumado ese porro
exquisito que no es fruto del tráfico ilegal sino de la cosecha propia. Y
bailado tanto y tan sentidamente que, frente a la timidez de los cuerpos
quietos, podríamos habernos desencajado de la risa porque vivíamos en América
del Sur y, como dice la canción de Milton Nascimiento, acá no se precisa de la
timidez. En un momento me dije que ya era tarde para volver, y fui caminando
por siete hasta que, en un momento, me dije también que era tarde para seguir
caminando y decidí esperar un micro. Yo, que esa noche sólo había fumado y que
no sentí la necesidad de tomar ni un sorbo de alcohol (a veces se baila mucho
mejor tomando solamente agua) vi a las juventudes bebiendo cerveza en locales
ridículos y ventilando sus vidas privadas en las galerías inhumanas del centro
de una ciudad arruinada en el marco de una civilización decadente. Me sentía
superior a todes elles porque pensaba que la edad otorga sabiduría. Y, muy
vanamente, pensaba que yo conocía bien mis calles, que nunca iban a robarme.
Más tarde esa noche, entregadísima frente a dos extraños oportunistas, caminando
sola entrada la madrugada, me tuve que recordar a mí misma que los palos de la
vida también dan sabiduría. En mi travesía por la noche platense fueron dos
menores de edad los que, conocedores de un arte mucho más triste y más
sangriento que cualquier otro que yo vaya a aprender en mi existencia, vinieron
a demostrarme que no es necesariamente la edad sino la necesidad lo que te
enseña a valerte por tus propios medios, sobre todo en condiciones de vida
pésimas y a través de esas actividades censuradas y que ameritan oleadas de
punitivismo clasista, actividades en las que nadie de mis círculos sociales
querría incurrir pero que al final del día también constituyen un trabajo, un
trabajo realizado por quienes están armados y ya no tienen nada que perder en
esta sociedad que nos empuja, con una insistencia cada vez mayor, a sacarnos
las tripas, a perdernos de vista, a odiarnos en silencio, a morir de miedos
imaginarios. Pero yo nunca pude tenerle miedo a caminar sola en la calle y de
noche. Mi ingenuidad frente a los delitos espontáneos es parte, también, de lo
que yo reivindico como la libertad de ir a donde quiera en el momento que
quiera. Por supuesto que hay zonas de la ciudad que jamás pisaría sola y de
noche. Claro: entre esas zonas no incluyo a mi barrio. Y fue en la esquina de mi
propia casa en donde me hallé desprevenida. Porque venía relajada después de
horas bailando y fumando. Venía con una tranquilidad de la mente y una
apetencia, que es cada vez más y más irrefrenable, de intensidad, de saturar
los límites de todo lo que está más allá de mi imaginación. La naturalidad con
la que me dejé robar fue una condición provista por el porro: entregarme, sin
chistar (apenas crucé palabra con el chorro más que para explicarle que el
celular estaba dentro de la mochila, y eso porque me lo preguntó) a lo que
tiene que ser porque frente a la amenaza de un fierro no hay más alternativas
razonables que la aquiescencia. Dejarme manipular por dos personas que supieron
con tan solo verme lo regalada que estaba. Y, en ese aceptar las condiciones de
la noche, de la soledad de las calles, del silencio y de la marginalidad,
aceptar que las cosas que poseo son solo un disfraz, una demostración más de lo
efímero, que es el hábito propio de todo cuanto existe. Porque estaba fumada
supe al instante lo que tenía que hacer; porque estaba fumada, entonces, a la
orden de “date vuelta y corré”, giré, apuré el paso y, un instante después, me
volví a girar y terminé el camino hasta mi casa con total normalidad, como si
no hubiera pasado nada, mientras ya al fondo de la avenida se perdían esas dos
siluetas en bici que se llevaban lo que hasta ese momento yo tenía, excepto mi
ropa y mis llaves. Y porque estaba fumada sentí el impulso, la necesidad, la locura
incluso, de mirarlo directo a los ojos, pero sin delatar nada en mi mirada,
salvo, quizás, curiosidad. Como no tenía miedo (porque sabía que en ningún caso
me iba a disparar porque yo no iba a darle razones para eso) y como ni siquiera
hice gesto o ruido alguno que expresara una contradicción interna, una
pesadumbre de tener que entregar lo que hasta ese instante era mío y entonces
dejaba de serlo, como no podía, tampoco, sentir temor por dos adolescentes
aunque uno de ellos estuviera armado, me sentí esa noche estoica, valiente y
creí estar curada de espanto. Pero, en realidad, quedé shockeada y en un estado
de vulnerabilidad psicológica que, cuando hoy me desperté y salí a la calle, me
condicionó a ver cualquier amenaza infundada en la piel de los desconocidos. En
sueños reviví el delito, ese mal trago. No sabía lo tanto que esto me había
afectado hasta que no lo reviví en sueños.
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