sábado, 12 de diciembre de 2020

De una madrugada

 

8 de dicembre, 2020.

Me pregunto qué recuerdos de hoy van a quedarse y cuáles van a evaporarse. Me pregunto, una vez más, por la memoria. Algunos, como el siguiente, son, lamentablemente, indelebles.




Ayer volvía a casa caminando por la avenida 520 pasada la meadianoche. Una cuadra antes de llegar giro la cabeza y veo a dos wachines en bicicleta. Seguí caminando y en la esquina uno de ellos se adelanta, frena en frente de mí y me empuja con su cuerpo. Entonces comprendo que me van a robar: veo como me apunta con un caño. Mientras le doy la mochila, al costado, frena el otro pibe y, mirando al que sostiene el arma a los ojos, le entrego también la billetera. No miro el arma: sólo busqué su mirada. ¿Es imprudente mirar a un chorro a los ojos? Pero me encontré a mi misma en el reflejo de aquella persona que me amenazaba. Me imaginé, al llegar a casa, que en ese momento exacto de nuestras vidas nos cruzamos y que lo que protagonizó nuestro encuentro fue un acto extorsivo, una amenaza de muerte o de herida de bala a cambio de seiscientos pesos, un celular y una mochila rota. Me imaginé, secretamente, que mi vida era la contracara de la suya, y que en esa polaridad yo ya había vivido su vida o que en algún momento iría a vivirla. Entonces se repetiría ese encuentro pero desde la perspectiva contraria: todo lo que él no supo de mí (cosas, después de todo, intrascendentes, ¿qué interés puede tener un chorro con respecto a los asuntos de aquelles a quien roba? De hecho, mientras menos sepa mejor, porque así más fácil se hace su tarea) se complementaría con todo lo que yo no sé de él, empezando por su nombre y sus orígenes. Porque el entrecruce de nuestras existencias fue un pantallazo casual, un breve mirar por la ventana de una realidad ajena, a partir del cual él se aprovecho de mi insensata caminata nocturna y, sacando provecho de mi bienestar material, de todo aquello que yo poseo porque tuve muchísimas posibilidades que él no, asumió la posibilidad y la oportunidad de despojarme y de cubrir así, con plata fácil, alguna de sus carencias (y aunque eso sea a través de la droga, pero esto a mí ya me resulta ignoto porque lo que yo sé de él es absolutamente nulo y, por lo tanto, solo puedo imaginar en qué va a ir a parar esa plata a través de hipótesis fundamentadas en mis prejuicios).

Vuelvo a pensar en el momento en que respondí a un impulso primario y despojado de cualquier clase de miedos. Vuelvo a pensar en los dos o tres segundos en que busqué su mirada y, traspasando el primer plano visual del fierro apuntando hacia mi rostro, fui al fondo de un par de pupilas que me urgían por debajo de un piruso. Jamás voy a comprender la subjetividad de quien en una calle desolada te increpa con palabras cargadas de bronca para que le entregues lo que sea que llevas puesto. Entre el universo cultural de pretensiones y abundancia en el que me crié y la marginalidad de la cultura oficial que él y su compañero seguramente atravesaron desde que por primera vez una mirada blanca los identificara como negros cabeza y de ahí en adelante los estigmatizara por nada más que la apariencia de sus caras existe un abismo. Y ese abismo es tan desolador, tan infranqueable que intentar siquiera tender un puente me resulta hoy en día una ingenuidad. Sin embargo, en dos o tres segundos de contacto visual yo vi lo que hay más allá de mis seguridades económicas y de mi buena o mala fe ideológica: vi, en el portador de un arma que aseguraba dispararme en caso de que se me ocurriera oponer resistencia, a un adolescente educado a base de gritos y golpizas, menospreciado por las instituciones educativas del estado, quizás semianalfabeto. Vi a una persona enteramente arrojada a un margen del cual a mí me hablaban siempre a través de libros y películas, pero cuyos rigores nunca tuve que enfrentar con la integridad de mi cuerpo y de mi mente. Supe, por lo tanto, que enojarme era más que imposible: era absurdo. ¿Enojarme con quién, contra qué, por qué motivo? Si se trata de perder lo que en mi tiempo de trabajo costaría reponer lo que en ese instante me fue arrebatado: ¿Cuánto tardaría? ¿Dos semanas, un mes? En cambio, a ellos dos: ¿Quién les devolvería lo que nunca tuvieron? ¿Quién les iba a plantear una alternativa? ¿De qué forma obtendrían tanto dinero en tan poco tiempo? (Literalmente, menos de un minuto en una actividad riesgosa, pero fructífera).

Venía esa noche de bailar en la vereda de diagonal 76, donde queda un bar llamado Pura Vida. Mi prima cumplía dos años como DJ y lo festejó con todas las personas que desde un primer momento bancaron su iniciativa y la acompañamos en cualquier clase de eventos e instancias laborales. Habíamos fumado ese porro exquisito que no es fruto del tráfico ilegal sino de la cosecha propia. Y bailado tanto y tan sentidamente que, frente a la timidez de los cuerpos quietos, podríamos habernos desencajado de la risa porque vivíamos en América del Sur y, como dice la canción de Milton Nascimiento, acá no se precisa de la timidez. En un momento me dije que ya era tarde para volver, y fui caminando por siete hasta que, en un momento, me dije también que era tarde para seguir caminando y decidí esperar un micro. Yo, que esa noche sólo había fumado y que no sentí la necesidad de tomar ni un sorbo de alcohol (a veces se baila mucho mejor tomando solamente agua) vi a las juventudes bebiendo cerveza en locales ridículos y ventilando sus vidas privadas en las galerías inhumanas del centro de una ciudad arruinada en el marco de una civilización decadente. Me sentía superior a todes elles porque pensaba que la edad otorga sabiduría. Y, muy vanamente, pensaba que yo conocía bien mis calles, que nunca iban a robarme. Más tarde esa noche, entregadísima frente a dos extraños oportunistas, caminando sola entrada la madrugada, me tuve que recordar a mí misma que los palos de la vida también dan sabiduría. En mi travesía por la noche platense fueron dos menores de edad los que, conocedores de un arte mucho más triste y más sangriento que cualquier otro que yo vaya a aprender en mi existencia, vinieron a demostrarme que no es necesariamente la edad sino la necesidad lo que te enseña a valerte por tus propios medios, sobre todo en condiciones de vida pésimas y a través de esas actividades censuradas y que ameritan oleadas de punitivismo clasista, actividades en las que nadie de mis círculos sociales querría incurrir pero que al final del día también constituyen un trabajo, un trabajo realizado por quienes están armados y ya no tienen nada que perder en esta sociedad que nos empuja, con una insistencia cada vez mayor, a sacarnos las tripas, a perdernos de vista, a odiarnos en silencio, a morir de miedos imaginarios. Pero yo nunca pude tenerle miedo a caminar sola en la calle y de noche. Mi ingenuidad frente a los delitos espontáneos es parte, también, de lo que yo reivindico como la libertad de ir a donde quiera en el momento que quiera. Por supuesto que hay zonas de la ciudad que jamás pisaría sola y de noche. Claro: entre esas zonas no incluyo a mi barrio. Y fue en la esquina de mi propia casa en donde me hallé desprevenida. Porque venía relajada después de horas bailando y fumando. Venía con una tranquilidad de la mente y una apetencia, que es cada vez más y más irrefrenable, de intensidad, de saturar los límites de todo lo que está más allá de mi imaginación. La naturalidad con la que me dejé robar fue una condición provista por el porro: entregarme, sin chistar (apenas crucé palabra con el chorro más que para explicarle que el celular estaba dentro de la mochila, y eso porque me lo preguntó) a lo que tiene que ser porque frente a la amenaza de un fierro no hay más alternativas razonables que la aquiescencia. Dejarme manipular por dos personas que supieron con tan solo verme lo regalada que estaba. Y, en ese aceptar las condiciones de la noche, de la soledad de las calles, del silencio y de la marginalidad, aceptar que las cosas que poseo son solo un disfraz, una demostración más de lo efímero, que es el hábito propio de todo cuanto existe. Porque estaba fumada supe al instante lo que tenía que hacer; porque estaba fumada, entonces, a la orden de “date vuelta y corré”, giré, apuré el paso y, un instante después, me volví a girar y terminé el camino hasta mi casa con total normalidad, como si no hubiera pasado nada, mientras ya al fondo de la avenida se perdían esas dos siluetas en bici que se llevaban lo que hasta ese momento yo tenía, excepto mi ropa y mis llaves. Y porque estaba fumada sentí el impulso, la necesidad, la locura incluso, de mirarlo directo a los ojos, pero sin delatar nada en mi mirada, salvo, quizás, curiosidad. Como no tenía miedo (porque sabía que en ningún caso me iba a disparar porque yo no iba a darle razones para eso) y como ni siquiera hice gesto o ruido alguno que expresara una contradicción interna, una pesadumbre de tener que entregar lo que hasta ese instante era mío y entonces dejaba de serlo, como no podía, tampoco, sentir temor por dos adolescentes aunque uno de ellos estuviera armado, me sentí esa noche estoica, valiente y creí estar curada de espanto. Pero, en realidad, quedé shockeada y en un estado de vulnerabilidad psicológica que, cuando hoy me desperté y salí a la calle, me condicionó a ver cualquier amenaza infundada en la piel de los desconocidos. En sueños reviví el delito, ese mal trago. No sabía lo tanto que esto me había afectado hasta que no lo reviví en sueños.

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