Miscelánea de vida fresca.
25 / 27 de diciembre, 2020.
No
puedo decir gran cosa de mis últimas semanas. No siento orgullo de ser una
larva, de quedarme tirada en un sillón o en el piso mirando la pantalla de la
pc, mirando un reality show de drag
queens estadounidenses, mirando pasar fogonazos de luces, de destellos y
brillos. La realidad, que se manifiesta intrusivamente en las dentelladas con
que mi pensamiento corroe mi cuerpo (me sigo mordiendo las uñas y la piel de
mis dedos sufre en consecuencia; y, si tengo este tipo de conductas que me
complican en un círculo vicioso de autodestrucción, es porque soy una neurótica
obsesiva que se bombardea la tarde con pensamientos cargados de ansiedad y que
no puede pasar de largo un atardecer sin decirse: “acá estamos, desperdiciando
la vida”) la realidad, en fin, es algo que desconozco profundamente, que me
parece lejano, que se me aleja cada vez que establezco barreras, como
“pararrayos contra la felicidad” (esto es un verso que forma parte de un poema
que escribí hace ya años, pero hoy en día no creo que exista la felicidad), que
son estructuras mentales de grilletes lingüísticos y trucos de la imaginación
para atar mi ser en la preserverancia de la vanidad, de la falta de esfuerzo,
de la vida desapasionada que creo que vivo, pero, ¡ay! algún día serás una
persona emocionante, algún día te vas a destacar, algún día vas a salir de este
tu letargo, tu largo sueño de la adultez temprana. Sí Lihuel, seguramente,
algún día…
Mientras, los días pasan. Y la voracidad del tiempo corroe los fundamentos de mi ser atado a una personalidad aniñada, en peligro de llegar a los cuarenta años con la misma estaca de sufrimiento inútil clavada en los dos pies, sujetándome a una tierra desolada, tristísima, sobre la que ya ni me reconozco. Tengo miedo: entre otras cosas, de quedarme ciega, de contracturarme demasiado, de seguir viviendo una vida sin sentido. ¡Una vida sin sentido! Como si no deseara, día tras día, terminar con todo esto (pero ya sé que el suicidio no es una verdadera salida a mis problemas, y más sensato sería trabajarlos a partir de metas u objetivos realistas, introspección profunda y meditada – y no arrebatos de sinceridad hueca en inexistentes espacios digitales). Mañana, que voy a salir, una vez más, en lo que va desde que abandoné mi primer trabajo con un sueldo fijo, a buscar uno. Pienso, sí, con claridad en la mente y el pelo limpio y atado en un rodete, las mejillas bien afeitaditas, un pantalón de jean negro y una remera que no pase de largo mi cintura, salir a tirar currículums en heladerías, soñando con que de algún lado me llamen y me ofrezcan trabajar frente a un mostrador, sirviendo crema congelada (el producto de la violencia ejercida sobre millares de vacas que mes a mes se mueren en campos de concentración diseñado a la medida de nuestra razón especista) a personas cuyos rostros, al final del día, se difuminarán en mi memoria y contra quienes, seguramente, guarde un rencor escaso e incorrectamente dirigido, un rencor tonto, un rencor sin utilidad. Sin utilidad como ese mismo trabajo en el que necesito empeñar mi tiempo de vida para dejar de ser un trapo humano mantenido por su familia, que sabe lo que quiere pero que no se hace cargo de sus impulsos más fundamentales, que sabe lo que quiere pero todo le sale demasiada plata, demasiada plata, demasiado tiempo de vida desperdiciado en tareas absurdas a cambio de un salario…
¡Quiero
fumar porro, nada más, coger con personas que el resto de la semana no me molesten!
No: amar no, no quiero amar, ya no quiero sentir amor (ni siquiera por mí
misma). Sólo quiero autodestruirme. Sentir placer y no amor. Placer, “que
destruye todo lo que toca”, como señalaba Octavio Paz al hablar de la obra del
Marqués de Sade. Placer: por el que he destruido mi propio cuerpo en la búsqueda
masoquista de un cariño que no es cariño, sino escupitajos en la cara y una
penetración anal que me desgarra por dentro pero que, al hacerme sentir poseída
por un hombre, por lo que necesito sentir de un hombre como su fuerza viril
estrellándose contra la esterilidad de mi recto, me genera un placer simbólico
que está por encima del dolor y del sufrimiento físico que el propio sexo anal
me produce. Sí: es al revés de cómo las cosas son enseñadas. Es al revés de la
ternura; porque ya no me sirven los abrazos y los mimos, ni el dormir acompañada
y el amanecer con alguien en una misma cama (¡con este calor hay que estar
demente para desear semejante cosa!). Necesito besos babosos, besos horribles,
que me muerdan, que me golpeen si cabe, que me cojan tan intensamente que solo
bajo los efectos del alcohol pueda soportarlo sin emitir quejas y que al
cojerme así se manifieste la burda y hueca representación de mis afectos
elementales: que me lastimen porque al dejarme lastimar les hago sentir placer.
Y yo solo quiero que esas personas de cuyos rostros y miradas luego no voy a
querer acordarme pasen un buen rato conmigo. Aunque sea a costa de mi cuerpo.
Para
eso, mi mente calcula, necesito porro. Para conseguir el porro tengo dos alternativas:
comprarlo, pero es muy caro y ni siquiera vale la pena gastar tanta plata en
algo que dura tan poco, por más placentero que sea, o cultivarlo yo misma. Pero
cultivarlo yo misma supone una inversión y el dinero no se genera solo. Así me
veo envuelta en la misma trama: necesito un trabajo y un sueldo fijo primero
que nada. Después, acaso, todo ese trajín inservible de trabajar para el
provecho de otras personas se recompense en mi propio provecho, a través de
esta inversión (algo sensato, finalmente) que no solo es un imán automático de
chongos, sino también algo que responde a mis metas más ansiadas (y las que
siento más lejanas también): la autosuficiencia, la autogestión de mis asuntos.
Hay
más, pero lo que está más acá de este punto es un proyecto que conlleva en sí
un giro existencial en la trama angustiada de mis días. Necesito, entonces,
invertir en pelucas, en maquillaje, en tacones de punta. Necesito aprender las
lecciones necesarias para devenir una mujer travesti (y no hay nada que me incite
más a abandonar esta estúpida vida en la que la gente me lee como un varón por
los signos visibles de mi cuerpo, aquellos asuntos de los que ya he tenido la
oportunidad de hablar). No puedo con las hormonas: estaría renunciando a lo que
no quiero (y tampoco necesito) renunciar. Mis genitales, mis genitales que me
hacen sentir placer y que son el placer que busco ver reflejado en un cuerpo
con genitales afines a los míos. Mi replica. Mon sembable. Mi delicada cintura de varoncito. Mi pelo con el
brillo del pelo de una persona que se acostumbró a transpirar descargas
inmundas de testosterona. No quiero pisar un hospital, de ser posible, nunca
más en mi vida. Pero necesito que sepan, en la calle, sea de día o por las
noches, en donde sea que me encuentre, que ya
no soy más un maldito hombre. Que ni siquiera soy un puto de mierda. Que no
sé exactamente lo que soy. Pero que, sea lo que sea, me expresaría mucho mejor
(por lo menos mucho mejor que ahora) si tuviera maquillaje cubriendo las
facciones de mi rostro y una peluca. Que como una mujer travesti me sabría
hacer, finalmente, respetar. Hacerme valer, de una vez y por todas, por lo que
realmente soy: una aberración, una locura que no se quiere bienadaptar a las
instituciones o a los medicamentes; un código demasiado abigarrado, imposible
de decodificar. Hacerme valer como una mujer travesti sin operar y sin pensar
siquiera en estrogenarse. O sí, pero por lo menos, no ahora, no en este
instante.
No
veo, por tanto, razones para extinguirme antes de tiempo, razones para terminar
con mi vida. No veo, tampoco, un horizonte sólido a futuro en los términos
colectivos de la sociedad que habito. Pero ese ya no es mi problema. ¿Cómo
podría hacerme cargo de todas esas cosas? Sí: lo que se avecina es peor, claramente
peor que lo que ya tenemos. Pero aprender a resistir al contexto de mierda es
también una forma, al menos eso fue en mi vida, de endurecerse, o, más bien,
encallecerse. Si a una le salen callos de tocar un instrumento eso no impide
que se siga tocando; por el contrario, ellos dan cuenta de la experiencia
acumulada en horas ininterrumpidas de música. Quisiera ver qué tan deforme está
el dedo pulgar de un clarinetista profesional, que soporta durante horas la
carga de medio kilo en función de habilitar la ligereza que requieren los otros
dedos. Quisiera ver qué tan deforme y encallecido está mi pobre cerebro: porque
lo sometí a estímulos tan fructíferos durante la adolescencia que ahora, a la
luz de este presente en el que tengo que salir a tomar un cargo laboral
extenuante y repetitivo, no me añaden nada. De poco sirve en un curriculum vitae admitir que leímos las
más cultas novelas escritas por hombres y mujeres que fallecieron hace más de
un siglo. Es una pena pero, realmente el placer que esas lecturas proporcionan
es el placer de habitar en una realidad paralela, y esa realidad es una
deformación profesional del cerebro y de la mente.
No
quiero sonar a hueca. No quiero decir que preferiría ser una persona distinta,
con una suma de experiencias distinta (aunque en realidad sí). Es muy tierno
que yo a los veinte años aun quisiera dedicar mi tiempo libre a escribir. Es,
después de todo, lo que estoy haciendo ahora. Pero sé, por lo menos a esta
altura, que escribir no recompensa en términos que no sean el conocimiento de
une misme adquirido gracias a la introspección – y por eso lo que ahora escribo
es exclusivamente autobiográfico, aunque también hay indagaciones posibles
sobre la oscuridad de mi mente que podría emprender escribiendo ficciones. Es
decir, enmascarando mi ego, sublimando mis pulsiones en un carácter ficticio,
en una creatura hija de mi imaginación.
Pero
si quiero hacer drag y travestirme: ¿no sería yo misma, ahí, la hija de mi
propia imaginación? ¿no encarnaría yo misma en el rol de un personaje lo que
siempre quise ser y siempre me negué? Salir a la calle vestida de mujer: ser
más que una crossdreser, ser, en
suma, la totalidad indivisa que se enorgullece de aquello que en algún momento
rechazó; es decir, la feminidad que existe y que conozco en mí. La feminidad…por
más que también la feminidad (la feminidad como social y culturalmente la
comprendemos) sea una trampa. ¿No lo veo, a diario, en los concursos de drag conducidos por una estadounidense
que posee más dinero del que yo jamás voy a alcanzar a ver en mi vida entera,
no lo veo, en las aspiraciones de sus talentosas concursantes, ser una mujer, no se esfuerzan horas por
verse lo más fishy (femeninas)
posible?
¡Y
yo, que dejé de ser un hombre tampoco quiero ser ya una mujer, no, no una mujer
en los estrictos términos definidos por la cultura! Por eso siempre lo digo:
quisiera ser un margen, una monstruosidad, un enigma para la mirada paqui. No
tengo metas de transición, y llevo transicionando desde junio sin haber
efectuado sobre mi imagen corporal cambio alguno, de no ser por el arito que me
hice en el labio (afortunadamente, gracias al uso de los tapabocas ya no voy a
necesitar esconder mis piercings en
las entrevistas laborales). ¡Sin cambiar más que de nombre y de actitudes
frente a la vida y frente a las demás personas! ¿Pero no es la existencia
humana una transición perpetua? ¿Existe, realmente, algo que no sea
transicionar todos los días, todas las horas, mudar, mudar de pieles, de ideas,
de amistades, de hábitats, de seguridades, de certezas? Bueno, dirán los
defensores del inmovilismo absoluto, pero siempre algo permanece. ¡Algo! ¿Algo
qué? ¿Los pelos de mi nariz? ¿El color de mis ojos? La inmovilidad absoluta, lo
sabía Bossuet, equivale a la muerte. “Tu cambias”, decía Bossuet, “entonces
eres mentira”. Y se respondía al instante: “Tu no cambias, ¡por lo tanto eres
la muerte!”
Asociar
el cambio a la mentira es natural, sin embargo. Yo misma cambié tanto que mi
ser de los dieciocho años me parece una gran y estúpida mentira. En aquel
momento yo despreciaba a las personas que se maquillaban; sí, lo digo de forma
no irónica, despreciaba a esas mismas personas sobre cuyo modelo estoy diciendo
ahora que me inspiro, aquellas personas en las que hoy quiero convertirme. Y mi
argumento de aquellos años era: “usar maquillaje es instalar una capa de
mentira, ocultar tu verdadero rostro, taparlo vanamente, como en un circo,
esquivar la realidad por medios artificiales”. No faltaba que diga “medios
artificiales proporcionados por el capitalismo y la industria de los
cosméticos”. ¡Así de embarrada tenía la inteligencia a mis dieciocho años! Y, a
todo esto, recuerden: estamos hablando de la misma adolescente neurótica que no
sabía amar (pero hoy en día ya no creo en el amor); estamos hablando de la misma
boba que se leía de corrido novelas enormes, con todo su pretencioso tiempo
derramado en las páginas de los libros de la biblioteca de su barrio, con una
bolsa enorme de ideas y confrontaciones teóricas conformada por nada más ni
nada menos que su vanidad. Pero entonces llegaron los años de obtener el dinero
propio, de trabajar, de madrugar de lunes a sábado, de preparar café, de ser
infeliz de una nueva e insólita manera. ¡Los años de desear la muerte todos los
días, de no tener aspiraciones, de sentirse un trapo! Y ahora, que ya no
trabajo como trabajaba en aquel entonces y soy una mantenida, adivinen qué: me siento muchísimo peor. ¿Saldré de
este hechizo cuando, por fin, con mi primer sueldo, encargue y me compre mi
primera peluca? ¿O va a ser cuando borracha y fumando porro, con mis amistades,
allá en Ensenada, el sudeste geográfico de mi espíritu (esto viene también de
un verso de un poema que escribiera el año pasado y que acaso algún día
comparta con ustedes, si es que hay alguien realmente leyendo estas líneas, un
par de pupilas refocilándose en estas palabras sea por curiosidad o por mero
placer de leerlas, de disfrutar la forma en que las conecto al darle forma a
mis pensamientos), me ponga por primera vez tacones de punta y, con el
maquillaje corrido, después de haber pasado la noche bailando, vea un amanecer
contagiado de risas, un amanecer fresco y saludable, un retornar a la vida y
entonces llegar a casa, sacarme el make
up, colgar la peluca, fumar acaso otro porro y tirarme y volver a la breve
y pequeña muerte que es el sueño? ¡Pasar de la vida a la muerte y de la muerte
a la vida todas las noches, sin interrupción, mutar y florecer, transformarse,
salir renovada de una terapia que ya rompió por completo con las palabras
porque es una terapia de cuerpos y del movimiento, una terapia del baile! Como
identidad femenina que soy también le recomiendo a los varones que se creen
varones dos cosas esenciales: que hagan terapia, al menos una vez en la vida
(yo estoy esperando tener un sueldo fijo para volver con mi psicoanalista por
más que me cobre una guasada de plata por sesión, estoy en un momento de mi
vida en el que realmente lo necesito) y que bailen, que bailen porque sí,
porque se puede, porque es placentero, porque es la mejor forma de transpirar
las penas.
¿Fui
demasiado sincera esta ocasión? ¿Escribí de más? ¿Dije cosas absurdas? ¿Tiene
sentido lo que digo? ¿Alguien acaso lo lee, alguien pierde su tiempo leyendo lo
que publico en este blog? Lo único que necesito que sepan es: realmente, se los
juro, no me pienso matar (aunque lo desee todos los días). En algún momento la
vida va a volver a florecer. Pero, qué pasa: ¿Quién te dijo, estúpida, que iba
a ser fácil?