No les voy a contar de mi primer amor. De la primera
vez que me enamoré. Porque eso fue un desastre. Cansancio, cansancio de pensar
una y otra vez las mismas cosas. ¿Cansado? ¡Silencio! Hubo una noche, en el año
pasado, y el año traspasado, y el año anterior al traspasado, hubo siempre una
noche en la que… ¡No! Mentira: todo eso que recuerdo fue mentira. Nunca pensé,
realmente, en…nunca pensé seria, total y definitivamente, en la muerte.
Y sin embargo: ¡Qué desdichado me sentía! ¡Qué hondo
y sentido pesar me inundaba la vejiga! No quiero sonar como si fuera la más
lastimada persona, y aún así, el dolor que yo sentí fue verdadero. Pero formaba
parte de una corriente de mi pensamiento adolescente. Fue un cauce de agua
destinado a agotarse; con la madurez, fuera ésta temprana o tardía, todo lo
monstruoso y fantasmático que conllevaba mi pensar en el suicidio, se
extinguiría, por fuerza mayor, por adquisición gradual de la conciencia…
He pensado durante mucho tiempo en la naturaleza del
dialogar, en la realidad intrínseca al acto de compartir la propia experiencia
a través de las palabras, con personas que nos escuchan y nos devuelven su
propia experiencia de vida, y constituyen así, en el acto del encuentro, una
nueva experiencia, dialogada, de lo que significa existir, e ir creciendo, e ir
depurando las sensaciones angustiantes de esa soledad que creemos imperecedera.
La soledad es y no un pedregal arenoso en el panorama
de nuestros años pasados y venideros. Por un lado existe, y nos carcome, y
sabemos que algo nos está pasando, algo tan genuino y extraño, tan inédito y
característico de la carnadura vital que nos cupo en suerte que comunicarlo,
tratar de hablar de ello, sea como
sea, sea con quien sea, sería ridículo, sería imposible. Pero, he aquí la
paradoja: la soledad, de pronto, se diluye, ¿en qué momentos? Cuando conocemos
a alguien que derrumba todas las murallas de la lengua y se arrima a la
frontera permeable del propio cuerpo, cuando perfilamos un nuevo amor con una
persona que altera nuestros paradigmas amatorios, cuando en comunión con una
constelación pasajera de individuos en la extensa noche de nuestra existencia
dichos individuos dejan de serlo y emerge entonces un ingente colectivo, una
realidad por fuera de lo real, contextualizada en la chispa del instante, un
entonces efímero y no por eso menos impactante, sino todo lo contrario.
¿Quién no se
ha cansado de hablar y de hablar para descubrir que es posible comunicarse,
darse a entender, comprender al otro que se nos acerca y a su vez, que es
imposible llegar al corazón exacto de nuestros sentimientos, al punto
concentrado en el que lo nuestro es único y nunca se repite y está pasando para
no volver a suceder jamás en la historia (por lo demás aburridísima) del
universo en expansión?
Porque estamos en conflicto con nuestros propios
pensamientos, no recordamos que el pensamiento no recoge la ambigüedad primera
que consiste en estar vivo, en ser una entidad inexplicable, y a su vez, en creernos
capaces de explicarnos por los medios del lenguaje, lo que es una ilusión, pero
es la ilusión que a su vez nos mantiene vivos, y nos ayuda a transformar el
mundo transformándonos en la estructura misma de nuestra vertiente interior.
¡Hablo de espiritualidades, hablo de cosas absurdas,
hablo de lo que nunca nadie reflexionó con devoción, porque sé que en el pasado
hubo hombres y mujeres sinceres, pero sé que su historia de vida tampoco les
permitió, en la medida de que el recuerdo humano es parcial y mezquino, dejar
la impronta que sus enseñanzas merecían, permanecer indeleble sin ver
trastocados por subjetiva mano la constitución cierta de lo que sea que hayan
dicho!
Hablo del legado que todos nos merecíamos tener, el
legado que nadie nunca tuvo.
Hablo de la historia de cualquier ser humano, que
hoy es recordado con cariño, mañana con un dejo de indiferencia, traspasado
mañana con clandestino fervor o declarado encono y, una semana más tarde, ni
siquiera es recordado, su cuerpo ya polvo es hasta más real que su nombre sin
polvo, pues ya nadie lo menciona, ya nadie lo recuerda, y apenas es sopesado en
la mente de algún poeta adolescente, ¡yo fui uno de esos! que luego crece y
también se olvida, olvidándose a la par de sus valores iniciáticos, de su
profesión de fe primera, de su altísimo ideal por generar un cambio sensacional
en la sociedad.
Oh: qué triste es, entonces, escribir y escribir
para no dejar memoria de nada. Qué triste es dedicarse a la escritura, qué
noble, pero enfermiza y postergada vocación, y por eso mismo, la más extraña,
la que más sinsabores nos deja, la que con más desilusionada expectativa nos
llena de asco y tristezas a medida que nos vamos alejando del yo niño, sereno e
imaginativo, y del yo adolescente, furioso, combativo y sensual y del yo
juvenil, hastiado de la hipocresía del mundo pero de a poco acostumbrándose a
él, y comprendiendo que mejor sería gozarlo, y adecuándose de forma tal que
sufra lo menos posible, sin dejar de traicionarse un poco pero, al traicionar
su propia identidad, convirtiéndose en un ser humano más real, más al tono con
su época, más en equilibrio con su mundo espiritual, con su imaginación, con
sus circunstancias de vida, con sus deseos inconscientes…
¿No te suenan las cosas que estás leyendo? ¿No te
parece para nada exacto las cosas que así describo? Acaso seas humano de muy
otra laya, quizás tus opiniones respecto a la vida sean distintas, y
probablemente no comprendas porque me dedico a dar por sentado que lo que uno
vive es un proceso de aclimatación a un infierno que a fin de cuentas, no es
tan infernal como nos lo pintan. Preciso es que comprendas que yo no creía en
la realidad de las palabras. Y con el paso de los años lo entendí, gracias a
Octavio Paz y a Hermann Hesse lo entendí, gracias a las obras más disparatadas
y diversas lo entendí: las palabras, vaya, son lo único que nos queda, son
nuestra única trinchera existencial.
¡Bobo! ¡Humano de cuarta categoría! ¡Parlanchín
bufón de las letras y artesano de la voltereta lingüística! ¿Elegiste creer que
vivís en una cárcel? ¿Preferiste entender las cosas al revés de la enseñanza
dogmática del “todo esto ya pasó” o de la castrante y piadosa religión, que
enseña las cosas de forma tal que tu libertad nunca asome por la puerta de
enfrente ni por la postrera o siquiera por las hendijas de la persiana?
Libertad, libertad es lo único por lo que podemos
sentirnos orgullosos u orgullosas o, si prefieres también que no te defina en
función de un género binario (comprendo muy bien tu vocación por la libertad,
porque la libertad está por fuera de la concepción dual y occidental del
género), orgullose; libertad es la única función y misión en nuestras vidas y,
sin embargo, por ser de esencial valor, la más tergiversada, la más
imprecisamente definida por todos los seres, la más peleada, la más entreverada
en discursos hegemónicos y contrahegemónicos, revolucionarios y reaccionarios,
de derecha, centro e izquierda y de arriba para abajo o de abajo para arriba.
Convengamos primero en que la libertad no tiene nada
que ver con lo que yo escribo al escribir libertad. No tiene nada que ver,
tampoco, con lo que oyes al oír pronunciados los fonemas que conforma la
palabra que en idioma castellano significa libertad. Piensa que en idiomas tan
dispares usan otras palabras: en el archipiélago cuya identidad nacional hoy en
día se piensa en términos de “Indonesia” (otra verbal y fantasmagórica
invención), quienes allí habitan significan el mismo o un similar concepto al
escribir y pronunciar kebebasan.
¿Entonces la libertad es lo mismo para ellos, que ni siquiera piensan la
libertad con las mismas sílabas, con las mismas consonantes y vocales?
Destierren ya de sus cabezas la idea misma de que una idea se asocia unívocamente
con sus representaciones lingüísticas, pues yo les digo con ojos de loco que
nada de lo que el lenguaje humano nos permite decir es exactamente la verdad.
No hablemos ahora de la verdad; convengamos, de
antemano, que la verdad existe, que algo llamado “la verdad” o “lo verdadero”
es tan real como tu propio cuerpo y consciencia de tu cuerpo. Si no lo fuera,
¿cómo explicaríamos siglos y siglos de lucha con respecto a un mero concepto, a
una representación lingüística de lo que queremos decir al decir “verdad” y
“verdadero”? Por las palabras también se lucha. Y las palabras son motivo de
disputas tan asociadas al armazón material de la realidad que nos sorprendería,
al fin al cabo, suponer que el lenguaje humano no es más que una vanidosa
certeza de que las cosas tienen un sentido preciso, un único sentido, un
momento en el que quedan grabadas en su identidad de allí en más y para siempre
en toda la eternidad.
Precisamente porque, como decía Wittgenstein (ver su
conferencia sobre ética), queremos atribuir un valor eterno a las palabras,
cuando las palabras son pronunciadas por personas en contextos limitados, la
experiencia humana es finita, y pronunciamos que el bien y el mal es esto y lo
otro, y sin embargo, no tenemos noción de la totalidad de las cosas que pasan
en el mundo, ni de todas las que pasaron y de las que aún tienen que pasar;
entonces, ¿Cómo suponer que este bien y este mal que yo digo son categorías
universales, que no se extinguen en las limitaciones y veleidades de mi tiempo,
que ya estaban dadas allá en donde fueron creadas como expresión, como sonido,
como significantes y que perdurarán incluso allí en donde, por limitaciones
corporales de mi caducidad, no estaré presente?
Pero volvamos a la cuestión que me embarcó en un
principio, pues la considero una de las más elevadas que existen, una de las
principales, sino, la principal: la libertad, kebebasan para los indonesios. Y es que yo decía que no hay función
y misión que la supere en prioridad y que no hay definición que la englobe precisamente,
a pesar de que se ha dado, con el paso del tiempo, la proliferación de
discursos muy específicos y limitados sobre lo qué es y sobre sus posibles
alcances.
Una de ellas, a tono con el presente de nuestro
sistema de producción material y de reproducción social, que llamamos
capitalista, supone que la libertad es un ideal de consumo, un valor asociado
más bien a la libertad de compra y venta, a ser libre de con mis papeles de
colores comprar lo que yo quiera, chocolates acaso, lapiceras o cuadernos (yo
suelo gastar mi dinero en esas cosas, qué decir, si cuando una vez me encontré
un billete de cien pesos en el suelo fui y me compré un cuaderno; acaso las
demás personas piensen que soy un aburrido, pero así yo me entretengo); y droga,
generalmente la gente compra mucha, y eso está muy bien; a su vez, ser libre de
dilapidar mis ingresos en servicios, en bienestar personal, en decorarme,
comprarme ropa y objetos brillantes, ostentosos, masajes, peinados, etcétera.
Sin embargo, esta libertad asociada a un ideal de consumo, ideal que define las
prácticas mismas de la ciudadanía en nuestro capitalismo contemporáneo, es
también una libertad concebida como libertad
individual. Y cualquiera que haya experimentado una sensación mucho más
amplia y real de lo que significa ser
libre, cualquiera que haya pensado siquiera uno o dos minutos en lo que
significar la liberación, sabe que
pensar así la libertad como algo exclusivo y limitado a los individuos, es un
disparate, un sinsentido, que en nada tiene que ver con, no pienso decir la
verdadera, pues tampoco podremos hablar jamás de la verdadera libertad, y ya en
un instante explicó por qué, pero en todo caso, una definición más apropiada,
más sincera, de libertad.
Recordemos que libertad no es una idea asociada a una
palabra. Libertad como concepto es ilusoria y confunde más de lo que aclara.
Libertad es más bien una experiencia. Libertad es lo que yo vivo y experimento
como libertad. Por eso, toda palabra se queda corta. Sin embargo, que la
libertad sea experiencia propia, que sea lo que yo vivo al experimentar la
libertad, no tiene nada que ver con que la libertad sea individual, a pesar de
que sólo individualmente podamos reconocerla en nuestra vida, pues nadie, ni
ninguna doctrina, puede enseñarnos a vivir acorde a la libertad, nadie puede
enseñarnos a ser libres, si primero no estamos dispuestos, claro, a
autoeducarnos para la libertad que anhelamos, comprendiéndonos en nuestro
contexto vital, en nuestra existencia.
He de terminar de escribir esto de una vez, porque
acumular más párrafos al respecto sería ocioso. Pero siento que, finalmente, no
terminé de aclarar ningún asunto. Pero tampoco pretendía hacerlo, pues yo mismo
albergo aún muchísimas dudas. Hay algo que me queda claro, sí: que cuando
pienso en mi caso de qué se trata esa libertad para la que “sangro, lucho y
pervivo” (Miguel Hernández) comprendo, inmediatamente, por lo que experimenté
en el curso de mis veintiún años, que ella bajo ningún término puede referirse
exclusivamente a mí persona, aunque sólo en relación a mi vida pueda aprender y
conocer lo que aquella significa. Pensar que la libertad es algo que me pasa a
mí, en exclusión del resto de las personas que me rodean, es mezquino. Pero,
precisamente, por eso es el egoísmo la prédica internacional del liberalismo en
ciernes y constante expansión. Por eso el género homo camina a destruir su
propio hábitat, y compromete así la existencia de todo lo que existe en esta
tierra: porque ha confundido el significado esencial de la libertad, y lo ha
anclado a una referencia lingüística, ilusión de eternidad e inmanencia
universal, y eso no puede ser así, pues la libertad nuestra no podría, sino es
a través de una concepción limitada (y ya lo digo, mezquina) de lo que es la
libertad, inhibir o cohibir, censura y erradicar, la libertad de la que gozan
tanto otros humanos como especies vivas en el planeta. La autodestrucción es,
entonces, consecuencia del desapego por la unidad de cuanto existe, una
proclamación ridícula del ego escindido y cruel del ser humano moderno.