Viernes 27 de octubre de 2023
Diarios de estrógeno (día 2)
No hay conocimiento nuevo sobre la existencia que pueda evadir la
condicionalidad, por así decirlo “material”, de tener un cuerpo de animal que
es nuestro soporte fisiológico, nuestra carcasa desde donde el cortex cerebral
emite respuestas y recibe señales, interpretando con sus receptores la realidad que
percibimos, dotándola de sentido, construyendo cada día interpretaciones
nuevas.
Yo había dejado de escribir. Escribir es una forma de elaborar
conocimientos nuevos sobre la existencia. Parte de la capacidad de síntesis que
posee la mente: traduce esas interpretaciones recibidas por los neuroreceptores
y todo lo que nos envuelve por medio de la presencia de un órgano cuyo
funcionamiento es demasiado complejo como para ser comprendido por ese mismo
intelecto que en él se sustenta; yo había dejado de escribir y sin embargo,
cuando me propuse llevar adelante un
registro de mi transición había entablado con la escritura un pacto, y decidí
divulgar algo de ese conocimiento. Pronto, transicionar (primero por medio de
la autoafirmación constante y diaria, previamente a tomar cualquier tipo de
decisión en lo tocante a las hormonas, de mi identidad, es decir, mi identidad como femenidad travesti (pero cuántas veces dudé yo mi misma de mi propia identidad), asumida de
“forma novedosa” a partir de ese extraño 2020 en donde varios vórtices se
abrieron simultáneamente con la pandemia y la profundización de una crisis
global; luego, a partir de técnicas de disciplinamiento corporal tendientes a
lo que la sociedad nos encaja como feminización, a saber, la depilación
definitiva) sirvió para dar lugar a una interesante reflexión, un proceso
escriturario que pueden encontrar en entradas anteriores de este curioso e
introspectivo blog. Luego, cosas más atroces ocuparon mi mente: la rotura de mi
rodilla, la continuidad de mis estudios, el retorno a la vida social sin que
nadie problematizara a conciencia lo que el reseteo cultural al que nos
sometieron las decisiones tomadas por el gobierno en el marco de la pandemia
que arribó a América del Sur en marzo
del 2020- decisiones acertadas o no, quién podría aseverarlo, yo creo que
fueron medidas tomadas a tiempo y con cierto nivel de criterio, aunque
claramente puedo decir eso porque tengo una estructura, o mejor dicho, reposo sobre
ciertos privilegios, que me permitieron pasar sin mayores angustias ese trance
siniestro del 2020 y del 2021. Pero, a la vez que empezaba a expresarme bajo el
signo de mi nueva identidad, como Lihué, empecé a sentirme bien. Y habiendo
sido, en la historia triste de mi vida a partir de los 16 y más aun después de
los 17 años, la escritura, un medio para canalizar y ahondar en la tristeza,
sentirme bien era extraño para mí, y sentirme bien comulgaba ampliamente con la
noción de que debía abandonar transitoriamente la escritura, que mi yo realmente
no necesitaba ya de esa herramienta. Y que eso era un buen síntoma, porque si
yo había escrito en situaciones de salud mental aberrantes, donde no podía
sostener mi ansiedad y lloraba a los gritos en ocasiones sin poder comprender
el origen de tanto malestar, no sentir a partir de entonces la necesidad de
redondear la depresión con pensamientos pasados por escrito en donde relatara
lo mal que me hace el mero hecho de existir, lo espantoso del presente
histórico que me cupo en suerte y, banalmente, mi desesperación, mi agobio por
la ignorancia del resto de la gente y mis ganas de morir (ya que no sería
posible matarme, por tenerle tantísimo miedo al vertedero de dolor que eso
significaría).
Hubo, en ese trance, que dura ya mucho tiempo, una significativa insensibilización: haber dejado de escribir hizo que yo me anquilosara en un pensamiento acomodaticio, según el cual mi transición siempre estaba puesta en tela de juicio. Sentir vergüenza por no ser lo suficientemente travesti, por tener mi corporalidad de “varón” (sea lo que socialmente creas que signifique esa palabra tan poderosamente investida de mandatos absurdos) aun casi intacta y los privilegios de salir a la calle bajo el amparo de la misma. Dejó, por momentos, de importarme como me vestía, dejo de ser importante mi manera de caminar: simplemente salía a la calle. De a poco, empecé a maquillarme más (debería ser exacta: aprendí, a los tropezones, a maquillarme). Y durante todo el año pasado compré muchísima indumentaria de esa que calificamos “femenina”: sobre todo, polleras, de distintos colores, formas y tamaños. El pelo, largo, por su parte, siempre avaló en mi autoafirrmación identitaria en el eje de lo que la sociedad contemporánea estipula que es “una feminidad”. Tuve que reforzar el carácter “no binario”, “fluido” de mi identidad de género, recordando siempre que la identidad travesti es históricamente hablando una identidad que fractura todas las restricciones del binarismo de género, pero al toque comprendí que pensar mi identidad en términos estáticos y cerrados no llevaría a ningún acuerdo político interesante entre mi posicionamiento real, concreto, y la percepción que la sociedad tuviera realmente de mí. Como dijo en sus historias Instagram una persona que conozco “no se trata de cuánto incluís la palabra travesti o trans en tu discurso” sino más bien de que forma te agencias para reforzar cadenas de solidaridad que puedan favorecer a las personas históricas, marginadas, inasimilables, discas o en situación de calle dentro de este colectivo informe y surcado por profundas fronteras sociales. La inseguridad con respecto a mí misma forma parte del saldo negativo de la última época; sin embargo, en algún punto pensé que las marchas y contramarchas con respecto a mi proceso identitario (recuerdo que siempre preferí expresarme en estos términos para no caer en las trampas de pensar la identidad como algo estático y cerrado que comentaba antes) podría llegar a ser frecuentes en momentos de caos y anomia como el que estamos atravesando, dolorosamente, en términos generacionales, todes quienes nacimos en algún momento de la década del 90 y a principios de la del 2000. Estamos llegando a la mayoría de edad en un momento histórico tan conflictuado y perverso que los gestores de la política tradicional y los agentes más poderosos del mercado, como por ejemplo aquellos que influyen en la devaluación de la moneda corriente de nuestro país y en la gentrificación de sus ciudades por medio de la usura inmobiliaria y las prácticas de discriminación y expulsión aparejadas al negocio de los inmuebles registrados, se han encargado de hacernos creer que no existe futuro posible. Y es que en estos términos, el futuro ya ha sido erradicado, por la crisis medioambiental eclosionada, por la fragmentación y la marginalidad, por la pobreza que pronto pasará a dejar huellas estructurales en el desarrollo venidero de los próximos 40 años de esta violencia territorial conocida como la República Argentina, en donde se decidirá por fin si todes nosotres nos embarcaremos de lleno en la locura discapacitante social o si realmente habrá una posibilidad distinta de construir algo mancomunado y genuinamente transformador. El futuro posible, el futuro que anhelamos, el único futuro que nos parece digno habitar, ese donde no retrocedemos, ese donde no nos van a volver a erradicar por el medio brutal de la violencia y los abusos corporales y psíquicos a los que siguen sometiendo a la gran mayoría de las infancias; un futuro así, diría yo, nos exige como prioridad pensar la transformación, el cambio, como problemática filosófica. Tanto en el plano colectivo como en lo que hace a lo más estrictamente político de la vida individual de cada miembro de esta especie condenada, ya sabemos, la raza humana, el único animal que, como señalaba Octavio Paz, oculta sus genitales y se esconde para coger. En el plano más íntimo e individual de esta problemática filosófica que nos insta a preguntarnos por la necesidad del cambio frente a la inminencia de la muerte, o bien ya de forma directa frente a una coyuntura emergente donde todo lo que existe pende de un hilo y nuestra supervivencia se resume a la siguiente urgencia: O CAMBIAMOS O MORIMOS, aparece en mí nuevamente esta necesidad sea existencial o ya meramente emocional y corporal de introducir en mi cuerpo estradiol en gel y ciprosterona, un medicamento usado como bloqueador de testo. Ante la transformación en grandes términos, el cambio social, la experiencia generacional de enfrentarse al mundo deteriorado del trabajo y el disciplinamiento en un contexto donde el único mundo posible está siendo devastado por la masacre del capitalismo del siglo XXI, invito encarecidamente a surcarnos introspectivamente, y gozando nuevamente del placer antiguo, el placer por la lectura y la escritura, para (re)imaginar qué futuro es ese futuro posible, futuro de mi vida, de mi extraña y fecunda vida, aunque ensombrecida por la depresión y por años de socialización masculina que pesan sobre mí como una cadena de saberes oxidados que me ata mediante mecanismos psíquicos más sutiles e invisibles, y futuro en fin de mi cuerpo como única plataforma somática sobre la que, como empecé escribiendo en esta entrada, es posible construir conocimientos nuevos; pienso así en las herramientas antiguas para ingresar y apoderarme con viveza en este entorno de lo nuevo, de lo que ahora comienza y que es, en suma, la experiencia individual de atravesar el cambio colectivo; frente a la transformación social de la estructura, si es que esa transformación siquiera es posible, algo que me cuestiono todos los días y ante lo que concluyo que sí lo es pero de forma paulatina e imprevisible, propongo la importancia fundamental de la transformación molecular del cuerpo y la existencia propia, la transición, que inaugura ahora sí su nueva etapa, apoyada por la ciencia médica y por los avances en la técnica, la hormonización, la introducción de sendas dosis en mi cuerpo de estrógeno, que me permitirán pensar y sentir desde una plataforma somática diferente a la que hasta el día de hoy he conocido.