Reflexiones sobre la identidad y la escritura, el texto y el contexto.
El pestífero año 2020 está marcando un punto de quiebre total en relación a la construcción de sentido que alguna vez le di a la vida: hablo, en primer lugar, de mi transición de género que, si vienen siguiendo lo que acá escribo, sabrán que empezó hace no más que unos meses, lo que es muy poco (me propuse rescatar este hueco digital para convertirlo en un seguimiento autobiográfico del proceso en cuestión, por lo cual podrán encontrar en las entradas previas ciertos detalles de mi recorrido personal que contextualizará para ustedes el posicionamiento identitario y social desde el que escribo). Ese muy poco tiempo que pasó desde el descubrimiento de mi verdadera identidad de género (es decir: como mujer transgénero y no binaria) se me representa, ahora, como un bache psicológico enorme impregnado de una extraña alegría de vivir, aun a pesar de que vivo en las ruinas urbanas de una sociedad carcomida por un proceso de extractivismo colonial de larga data (y que se acentuó durante los últimos cien años), y aun a pesar del marco epidemiológico (la pandemia que así como es una consecuencia de la globalidad hipermoderna con su turismo de lujo y su flujo transnacional de capitales, también se vio agravada por su concepción de la salud como un servicio pago, al que es posible acceder, en ciertos contextos nacionales, más como un privilegio de clase que como un derecho humano) en el que se está desarrollando. El encierro preventivo que, salvo excepciones y, en esos casos, tomando las precauciones precisas para evitar la transmisión comunitaria del virus, vengo acatando (en la medida en que puedo trabajar y estudiar desde mi ámbito doméstico) me llevó a incursionar en Twitter y generó en mí una obsesión por los distintos modelos de representatividad del ego empleados por sus usuarios para crear sus perfiles, conectarse, compartir contenido e interactuar. Con esto quiero decir: me obsesioné con la formación, para mí hasta este momento casi ignorada (porque lo que sucedía en esta red social, hasta este año, debo decir, me era más bien irrelevante), de una modalidad de la vida social intermediada por la cultura pero a un punto cualitativamente novedoso. Lo que vi en Twitter fue más que una interface capaz de habilitar la conexión entre personas por medios digitales. Lo que vi fue, de alguna forma u otra, una renovación comunicacional proporcionada por una plataforma en la que las subjetividades se funden en una intensidad de tiempo presente y en donde lo que predomina es la dinámica del debate y de la réplica mordaz, afilada, irónica pero también, y sobre todas las cosas, la del chiste espontáneo, el humor, la afinidad entre quienes ven el mundo, o más bien, la realidad humana (en sus características sociales, económicas, políticas e ideológicas), desde un mismo marco conceptual de la risa. Me era imposible captar la multiplicidad de nodos abiertos en cada unidad de contenido: en este aspecto, cada tweet se perfilaba como una vía de acceso y de salida, de ida y de venida; cada persona podía interactuar con cada tweet y abrir, a través del acto de divulgarlo o de comentarlo críticamente (generalmente, a través de una crítica que va teñida de, ni más ni menos, humor) una compuerta, un vínculo de acceso a ese tweet original para miles de personas que, de no ser por haberlo visto de segunda mano en el perfil que lo retwitteó, jamás hubieran accedido a él. Imposible, por lo tanto, analizar el flujo, la dinámica de Twitter en términos de divulgación y difusión de un contenido propulsado hacia un presente-ahora casi exclusivamente enfocado en la coyuntura (¿cuántos tweets se generan por minuto a nivel mundial? ¿cuántos tweets nuevos quedan archivados para siempre, a menos que sean borrados por sus creadores o eliminados por la moderación del sitio, en la memoria virtual de una red que almacena día tras días contenido audiovisual y textual suficiente como para redactar tomos enteros de basura irreconocible a la luz del paso del tiempo?). Pero me era posible, ya desde el primer momento, documentar los notorios cambios que esa modalidad de la interacción y de la comunicación con otras personas (la mayoría de ellas totalmente desconocidas para mí) supuso en mi subjetividad. Y todo esto en medio de ese proceso de reconstrucción y meditación crítica sobre mi subjetividad que suponía, en los entresijos existenciales del año de la peste, el año en el que decidí transicionar, esa reacción de mi ego en contra de su propia historia, de su propia identidad acatada durante veintidós años, de su propia desilusión de vivir como hombre y de su liberación de ese término limitante de su verdadera potencia como ser vivo. La libertad que me estaba vedada, la libertad que yo misma me prohibía considerándome un varón, ahora era un espacio abierto, era una posibilidad de proyectar mis asuntos y mis afectos. Y en medio de esa libertad, libertad de movimiento y de expresión, libertad de decisiones futuras y de posicionamientos políticos, también estaba la enunciación de mi nuevo ser femenino. Mi nueva identidad de género.
Escribo
sobre Twitter en estos términos porque supone para mí uno de esos grandes hitos
que marcan un antes y un después en mi biografía mental, en el desenvolvimiento
histórico y situado de mi pensamiento, o, mejor dicho, de mis formas de pensar.
(Otro hito relacionado con estos cambios fue, por ejemplo, mi ingreso en 2016 a
la facultad de humanidades de la UNLP. Otro, la desfiguración de mi apego a la
racionalidad a través del consumo de estupefacientes que yo misma me había
censurado, aun sin haber experimentado de primera mano las modificaciones
corporales y mentales que ellos introducen a corto y largo plazo en mi
organismo). Por supuesto que haber accedido a Twitter (leáse: haber comprendido
el funcionamiento interno de esta red social que, para mí era una incógnita
hasta que no entré en ella y me posicioné en sus hilos de difusión de contenido
y vómito interminable de información como usuaria y productora, a su vez, de
difusión de contenido y vómitos de información – información sobre mi vida,
información sobre mi gato, información sobre mis ideas) no tiene ni punto de
comparación, en cuanto a lo que significa en mi trama existencial, con el hecho
de haber asumido por fin y de una vez por todas, exteriorizando, haciendo
pública mi asunción, mi verdadera identidad de género, esa noción de mi ser más
secreta e, incluso, innominada, reprimida, que me decía, desde hace ya más de
un año, que yo no soy un hombre cis, sino una mujer trans. Este hecho es,
después de todo, un acto de enunciación política tanto como una particularidad
de mi vida encarnada en ese sufrimiento que veía, que me atravesaba, que me
doblegaba, que me reducía a la falsa salida proporcionada por los vicios, por
las drogas, por el escapismo ante mi realidad y como una manifestación sincera
del aprendizaje que ese sufrimiento me dejó (y es por este lado que indiqué, al
comenzar este escrito, que hay una dosis extraña de “alegría de vivir”, a pesar
del brote pestífero, a pesar de la crisis económica, humanitaria y ecológica a
gran escala que vivimos tras cinco siglos de modernidad capitalista). Twitter es
una bisagra entre el mundo privado y el mundo público de las conexiones de red.
Es una bisagra, entonces, de mi mente hacia el exterior informe compartido por
millares de personas cuya ubicación concreta, física en el planisferio es
prescindible (porque las conexiones de red prescinden del cuerpo y se limitan
al texto y a la imagen). Una bisagra, por lo tanto, de mi mente que, entroncada
desde los quince años en el acto de una reflexividad sujeta a la escritura
manuscrita y a la introspección ve, ahora, la posibilidad de hacer un rostro
digital, un perfil de usuaria en una red social en la que cae un acento pesado
sobre el contenido escrito de quienes ahí se congregan a hablar del presente,
siempre del presente: de la historia política de sus países o de la comunidad
global de la que formamos parte o bien, del presente de sus historias
personales, del presente de sus identidades, del presente de sus hábitos,
sueños, ideas, lecturas, devociones partidarias o religiosas e incluso, como yo
lo hago, del presente de sus mascotas. (En este respecto sostengo que si el
pasado se cuela en Twitter lo hace en forma de archivo; por eso mencioné
previamente que hay una larga memoria archivada que, por lo general no importa
pero que, llegado el caso de que alguien investigue y recupere y retwittee algo
que publicamos, por ejemplo, hace cinco años y que se contradice con lo que
publicamos hoy, de pronto importa por la iluminación que desde el presente ese
pasado borrado, olvidado o renegado adquiere. Y obsérvese acá la función del
pasado recuperado pero en términos de su vigencia o de su contradicción con el
presente).
La subjetividad es, al parecer, el punto clave sobre el que se revuelve una y otra vez la discusión en Twitter: ahí se demuestra une tal cual es pero, además, tal cual quiere verse representado virtualmente frente a les demás. Creamos imágenes (más o menos verosímiles) de quiénes somos, de qué hacemos en la vida, de qué nos reporta placer y de qué nos genera desagrado. La subjetividad es el transfondo de todo debate sobre el presente: ¿Quiénes se visten hoy de liberales y quiénes representan al comunismo? En Twitter no hay más que preguntar por un asunto cualquiera y las contradicciones sobre las que se sostiene la sociedad (escombros de edificios, ciudades hiperpobladas, marginalización y violencias en sus bordes y derroche y ostentación en sus centros) emergen, se despliegan, nos desbordan. Las respuestas llegan pero no nos hablan de la realidad en términos directos (pero nada nos habla de la realidad en términos directos, salvo, como diría aquel bucólico Alberto Caeiro, el ruido del viento que sólo habla del ruido del viento). Todas las respuestas, todo los tweets y retweets e imágenes y videos nos hablan de la realidad intermediada por una personalidad virtual, una cuenta de usuario, un perfil de Twitter, que cifra en su subjetividad la interpretación que en la experiencia (o, en el peor de los casos, su falta de experiencia) de caminar y de ver esa realidad sobre la que opina y construye contenido, obtuvo. Acá apelamos a la credibilidad de quien nos increpa o nos sugiere o nos conversa condescendientemente: suponemos que en sus palabras algo vio, algo vivió, algo sintió, algo experimentó de los asuntos del ser humano en la tierra por la que triste o alegremente se desplaza. Pero la credibilidad en Twitter es un asunto espinoso: ¿quién tiene más autoridad para hablar de las políticas de estado o de la historia del siglo XX? ¿un historiador que acredita sus títulos de grado? ¿el político que proselitiza y hace campaña en las redes sociales? ¿el cantante de cumbia o el ilustrador devenido en vocero ideológico de mayorías silenciosas o de grupos minoritarios? ¿Quién habla en nombre de quién? ¿Quiénes se arrogan la representatividad de las personas según sus grupos de pertenencia? El problema de Twitter es, siempre, un problema del nombre, un problema del ego, del habla, un problema de la voz que dice: “yo sé y opino de esto”. Si se opina de lo que sabe, perfecto: queda aun saber de qué forma lo hace. Desde qué sentido del humor. Desde qué sufrimiento. Desde qué agrupamiento individual (históricamente situado, único, irrepetible) de experiencias traumáticas y alegres, de experiencias de sexo y de trabajo, de contextos familiares, de educación recibida, de imposiciones morales, de credos religiosos. Si se habla de la propia vida –de sus asuntos cotidianos-, el perfil de Twitter puede valer para su usuario un uso exclusivamente personal y privado y no superar los cincuenta seguidores. Pero si hay algo en ese hablar que resuena en los debates de la comunidad virtual, esa persona puede pronto convertirse en una vocera reconocida a través de hacer de su propia experiencia y conocimientos una representación de algo (que puede ser, como vengo diciendo, un sentido del humor o una identificación crítica sobre la realidad presente) mucho más grande, colectivo. Y así, por las vías (imposibles de describir y de analizar en los alcances de sus interacción compleja con miles de usuaries) de la difusión alcanzar un cierto grado de reconocimiento. Pero, en el fondo, lo que importa es tener una opinión distintiva. O un título de grado o un rol social (como influencer en instagram, como youtuber, como estadista o como periodista) que habilite ese llamado que es el de la autoridad con el fin de validar todas las cosas (por más insulsas o carentes de sentido que estas sean) escritas y compartidas por la identidad virtual en cuestión.
De acá
en adelante, mi análisis de lo que atestiguo en Twitter puede tener una apertura
al ámbito de la representación como ficción del ego puesta a la disposición de
un falso sentido de la fama, de la sobrevaloración atribuida a nuestros
comentarios sobre la realidad, una especie de ansia de reconocimiento público y
de interacción social mediada por la digitalización de nuestra existencia. Lo
importante es tener en cuenta que hablar no es intervenir en la realidad social
(de esto ya hablé anteriormente). Escribir no es modificar el mundo. Y sin
embargo, parece ser que nos modificamos a nosotres mismes cuando le ponemos
palabras a eso que observamos y sentimos que es el mundo, cuando enunciamos de
una vez y para siempre y la dejamos descrita en nuestro historial de lo que
creemos que es la humanidad y el conjunto cultural de mierda alcanzado por la
humanidad durante los siete milenios desde que se desarrollara y sofisticara
esta tecnología supernatural que es la escritura. Si el lenguaje (la capacidad
humana de abstraer la realidad y representarla
a través de una estructura de signos) es de por sí un fenómeno
sorprendente, del que todavía no llegamos a sacar la cantidad de intuiciones y
de descubrimientos mágicos (no se lo tomen a pecho, es solo una forma figurada
de hablar) que el hecho de por sí entraña, la escritura supone quizás (al menos
para mí) un grado de fascinación aún mayor. La escritura es significado grabado
a fuego en el corazón de la historia. Lo que sabemos del pasado lo sabemos, en
gran medida, por las fuentes escritas que, testigos y voceros inconscientes de
su posteridad nos legaron en forma de texto. Y aunque un texto no refleja
objetivamente los términos de ningún presente (porque la objetividad es una
quimera) sí que refracta, como decía un profesor de la facultad al hablar de la
literatura, la realidad. Porque nos devuelve una imagen deformada, desfigurada
que nos dice tanto más de esa realidad en la medida en que la desfiguración
responde al contexto subjetivo e histórico de quien escribió. Es que siempre
que escribimos escribimos atravasedes por el presente: por el presente humano
de nuestra comunidad y por el presente psíquico, interior, de nuestra historia
personal, de nuestra subjetividad: de nuestros traumas y pesares, cómo no, pero
de nuestro goce, de nuestro deseo y ganas de vivir también. Ahora: ¿cómo
valernos de Twitter para, por ejemplo, comprender una fase histórica? (Doy por
sentado que es posible el estudio del pasado muy reciente) ¿Cómo nos valemos de
Twitter, además, para la investigación sociológica? En la fenomenología de cada
unidad significante, de cada imagen, de cada video, de cada comentario, de cada
contexto de crítica y de réplica y de contrarréplica Twitter refracta la sociedad. La sociedad no es
Twitter (quién salga a caminar cinco minutos, pise la calle, tome aire, mire
las nubes y los pájaros, etc., sabrá lo distinta que es la sociedad en relación
a un espejismo virtual como Twitter). Sin embargo, en Twitter es posible ver,
en tiempo presente, mil consideraciones de personas diferentes que opinan sobre
lo que les está pasando. Y lo que les está pasando a esas personas es, en el
fondo, una parte constitutiva (y no una parte disociada) de la sociedad. En
Twitter la sociedad emerge: primero que nada, porque una red social y porque
internet son subproductos de la sociedad capitalista globalizada del siglo XXI
(son empresas o ámbitos en los que se despliegan las empresas
comunicacionales). Segundo, porque el
contenido de Twitter es autorreflexivo, es metacognitivo, es crítico, es una
elaboración de conocimiento o una reconstrucción satírica que habla de la
sociedad que lo produjo. Una sociedad hipermoderna, con características
particulares que la diferencian de los siete mil años de
historia-puesta-por-escrito que la preceden. Mientras más personas aprenden el
oficio de la escritura y cuentan con un acceso a la red, más personas se
conectan y comulgan para auspiciar ese rito laico y que las llena de un poder
secreto, innominado, que consiste en divulgar sus opiniones, o en detectar la
mierda que hay en la opinión ajena. Twitter es el espacio de la
autodeterminación de las subjetividades por medio de la enunciación textual de
sus ideas: yo me creo (y me descubro) al escribir quién soy, cómo soy y lo que
pienso y cómo lo pienso. Twitter es el ámbito de la protesta, sí, pero también
es un desaguadero en el que la protesta se disipa, pierde todo su poder real,
pierde su cuerpo. Y no obstante, ¿no
es esto refundar los términos de la conciencia? ¿no sale une transformade de
los renglones del tweet? Porque se ha hecho cargo de su propia construcción de
la identidad virtual. Ahora, que haya personas que no estén conectadas, que no
puedan conectarse, que no les interese contectarse, e, incluso, personas
analfabetas (muchas de ellas, excluidas del mercado laboral y del consumo como
acción definitoria de la ciudadanía en las sociedades del capitalismo
hipermodernos de los últimos cincuenta años); ¿no demuestra la gran contradicción
de la sociedad hipermoderna, de la ciudad cosmopolita del siglo XXI? Ante la
ciudad de la abundancia, el suburbio inseguro, desalmado, con sus incontables
relatos de secuencias violentas, y también, el suburbio paradójicamente romantizado
por ciertos mecanismos de la ficción que consumen los nuevos burgueses al
descolgar sus días mirando netflix;
ante la megalópolis ya no letrada sino hiperconectada, con medios de
comunicación digitales, prensa de dudosa credibilidad condensada en la pantalla
de los celulares, videos que explican lo que sea para quien este dispuesto a
entregar su atención voluble o que no más sirven para entretener y distraer de
la jornada laboral, se opone la favela, la villa miseria y la dura
supervivencia económica de los sectores populares en la Argentina del peso
devaluado tras el negociado neoliberal cambiemita, los medios de transmisión de
significado que surgen como insurgencia y resistencia popular ante la precarización
de la vida frente a la omnipotencia del
capital: la jerga, las palabras y expresiones dichas por lo bajo, graffitis,
cierto tipo de oralidad, los gestos, las miradas e incluso, el lenguaje rítmico
y estridente de los caños de escape de las motos. Twitter no es la democracia
de la opinión virtual de una realidad ecuánime, y no es gratis contratar un
servicio de acceso a la red. La realidad del capitalismo contemporáneo es
desigual como nunca antes pudimos haber imaginado la desigualdad social. (¿Qué
quedó de esa época del modelo capitalista con preponderancia estatal de la que
nos hablan al describir los años centrales del siglo XX? Nosotres, en cambio,
nacimos entre los escombros que quedaron de él cuando se supo que la
conflictividad obrera debía ser reprimida por medio del terrorismo de estado.
No sabemos qué es el pleno empleo, no sabemos qué es el estado benefactor, ni
siquiera imaginamos ya un mundo social en el que es posible construirnos una casa). Ahora: no fuimos nosotres les
artífices de esa desigualdad, sino que esa desigualdad es un presente que nos
fue impuesto por la dinámica histórica que protagonizaron las generaciones
pasadas. Es su legado desastroso, es la pena de les xadres que vamos a pagar
les hijes. No podemos hacer otra cosa que no sea: pensar en lo que es, por qué
es como es, y, a la larga, qué podemos hacer para cambiarlo. Pero esos cambios
no los vamos a ver. Y tampoco la generación venidera. Ni la de les nietes de
les hijes que están naciendo hoy (yo, por mi parte, creo que tener hijes es
egoísta, y, en cambio, adoptaría a jóvenes en situación de orfandad; por
supuesto, no me da la cabeza para mantenerme a mí misma, y no podría asumir la
tarea de una crianza en el entorno cultural y social y económico que estoy
describiendo, sólo lo digo porque se me ocurrió y porque la naturaleza de las
cosas que escribo es principalmente digresiva). La transformación de la
sociedad a la que apunto es un proceso de muy largo plazo y del que ahora no
podemos hacer más que preparar los cimientos. Parte de esa preparación es la
toma de conciencia de la realidad en la que vivimos. Parte de la toma de
conciencia de la realidad que nos tocó es la escritura. Twitter es una
congregación de la escritura, es un foro digital enorme. Entonces Twitter es
una herramienta, así como lo es, por ejemplo, la universidad. En las palabras
acá expuestas queda claro entonces que el uso que se le da a Twitter debería
ser un uso reflexivo, un uso que se interrogue a sí mismo: ¿qué estoy haciendo
al escribir lo que escribo? Aunque es de mi opinión que la escritura, cuando es
sincera (y no cuando se ve adormecida por las hidras del odio de clase o por
cualquier estulticia discriminatoria de esas que con tanta frecuencia seducen a
les jóvenes asustados por la emergencia social) apunta siempre a la
concientización de sí misma como un acto que consiste en la transformación
(progresiva, lenta, casi invisible en términos estructurales) de la realidad
comenzando por el pilar de la subjetividad que suscribe y enuncia: el ego
mismo, la identidad, el ser que despierta y ve el mundo y se contempla a sí
misme en el acá y el ahora para decir “esto está mal, esto es un desastre, yo
estoy mal, yo soy una mierda”. Y se contesta “pero lo sé y como lo sé no me voy
a quedar callade”.